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Biblioteca Parroquia Santa Madre de Dios

Gaudium et Spes

CONSTITUCIÓN PASTORAL
GAUDIUM ET SPES
SOBRE LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL

PROEMIO


Unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal

1. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia.

Destinatarios de la palabra conciliar

2. Por ello, el Concilio Vaticano II, tras haber profundizado en el misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual.

Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación.

Al servicio del hombre

3. En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir.

Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido.


EXPOSICIÓN PRELIMINAR

SITUACIÓN DEL HOMBRE EN EL MUNDO DE HOY


Esperanzas y temores

4. Para cumplir esta misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza. He aquí algunos rasgos fundamentales del mundo moderno.

El género humano se halla en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes convive. Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa.

Como ocurre en toda crisis de crecimiento, esta transformación trae consigo no leves dificultades. Así mientras el hombre amplía extraordinariamente su poder, no siempre consigue someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda sobre la orientación que a ésta se debe dar.

Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no saben leer ni escribir. Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entretanto surgen nuevas formas de esclavitud social y psicológica. Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad, se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía agudas tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo. Se aumenta la comunicación de las ideas; sin embargo, aun las palabras definidoras de los conceptos más fundamentales revisten sentidos harto diversos en las distintas ideologías. Por último, se busca con insistencia un orden temporal más perfecto, sin que avance paralelamente el mejoramiento de los espíritus.

Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a compaginarlos con exactitud al mismo tiempo con los nuevos descubrimientos. La inquietud los atormenta, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo. El curso de la historia presente en un desafío al hombre que le obliga a responder.

Cambios profundos

5. La turbación actual de los espíritus y la transformación de las condiciones de vida están vinculadas a una revolución global más amplia, que da creciente importancia, en la formación del pensamiento, a las ciencias matemáticas y naturales y a las que tratan del propio hombre; y, en el orden práctico, a la técnica y a las ciencias de ella derivadas. El espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar. La técnica con sus avances está transformando la faz de la tierra e intenta ya la conquista de los espacios interplanetarios.

También sobre el tiempo aumenta su imperio la inteligencia humana, ya en cuanto al pasado, por el conocimiento de la historia; ya en cuanto al futuro, por la técnica prospectiva y la planificación. Los progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos técnicos. Al mismo tiempo, la humanidad presta cada vez mayor atención a la previsión y ordenación de la expansión demográfica.

La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis.

Cambios en el orden social

6. Por todo ello, son cada día más profundos los cambios que experimentan las comunidades locales tradicionales, como la familia patriarcal, el clan, la tribu, la aldea, otros diferentes grupos, y las mismas relaciones de la convivencia social.

El tipo de sociedad industrial se extiende paulatinamente, llevando a algunos países a una economía de opulencia y transformando profundamente concepciones y condiciones milenarias de la vida social. La civilización urbana tiende a un predominio análogo por el aumento de las ciudades y de su población y por la tendencia a la urbanización, que se extiende a las zonas rurales.

Nuevos y mejores medios de comunicación social contribuyen al conocimiento de los hechos y a difundir con rapidez y expansión máximas los modos de pensar y de sentir, provocando con ello muchas repercusiones simultáneas.

Y no debe subestimarse el que tantos hombres, obligados a emigrar por varios motivos, cambien su manera de vida.

De esta manera, las relaciones humanas se multiplican sin cesar y el mismo tiempo la propia socialización crea nuevas relaciones, sin que ello promueva siempre, sin embargo, el adecuado proceso de maduración de la persona y las relaciones auténticamente personales (personalización).

Esta evolución se manifiesta sobre todo en las naciones que se benefician ya de los progresos económicos y técnicos; pero también actúa en los pueblos en vías de desarrollo, que aspiran a obtener para sí las ventajas de la industrialización y de la urbanización. Estos últimos, sobre todo los que poseen tradiciones más antiguas, sienten también la tendencia a un ejercicio más perfecto y personal de la libertad.

Cambios psicológicos, morales y religiosos

7. El cambio de mentalidad y de estructuras somete con frecuencia a discusión las ideas recibidas. Esto se nota particularmente entre jóvenes, cuya impaciencia e incluso a veces angustia, les lleva a rebelarse. Conscientes de su propia función en la vida social, desean participar rápidamente en ella. Por lo cual no rara vez los padres y los educadores experimentan dificultades cada día mayores en el cumplimiento de sus tareas.

Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir, heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de cosas. De ahí una grave perturbación en el comportamiento y aun en las mismas normas reguladoras de éste.

Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida religiosa. Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino. Por otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de muchos.

Los desequilibrios del mundo moderno

8. Una tan rápida mutación, realizada con frecuencia bajo el signo del desorden, y la misma conciencia agudizada de las antinomias existentes hoy en el mundo, engendran o aumentan contradicciones y desequilibrios.

Surgen muchas veces en el propio hombre el desequilibrio entre la inteligencia práctica moderna y una forma de conocimiento teórico que no llega a dominar y ordenar la suma de sus conocimientos en síntesis satisfactoria. Brota también el desequilibrio entre el afán por la eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral, y no pocas veces entre las condiciones de la vida colectiva y a las exigencias de un pensamiento personal y de la misma contemplación. Surge, finalmente, el desequilibrio entre la especialización profesional y la visión general de las cosas.

Aparecen discrepancias en la familia, debidas ya al peso de las condiciones demográficas, económicas y sociales, ya a los conflictos que surgen entre las generaciones que se van sucediendo, ya a las nuevas relaciones sociales entre los dos sexos.

Nacen también grandes discrepancias raciales y sociales de todo género. Discrepancias entre los países ricos, los menos ricos y los pobres. Discrepancias, por último, entre las instituciones internacionales, nacidas de la aspiración de los pueblos a la paz, y las ambiciones puestas al servicio de la expansión de la propia ideología o los egoísmos colectivos existentes en las naciones y en otras entidades sociales.

Todo ello alimenta la mutua desconfianza y la hostilidad, los conflictos y las desgracias, de los que el hombre es, a la vez, causa y víctima.

Aspiraciones más universales de la humanidad

9. Entre tanto, se afianza la convicción de que el género humano puede y debe no sólo perfeccionar su dominio sobre las cosas creadas, sino que le corresponde además establecer un orden político, económico y social que esté más al servicio del hombre y permita a cada uno y a cada grupo afirmar y cultivar su propia dignidad.

De aquí las instantes reivindicaciones económicas de muchísimos, que tienen viva conciencia de que la carencia de bienes que sufren se debe a la injusticia o a una no equitativa distribución. Las naciones en vía de desarrollo, como son las independizadas recientemente, desean participar en los bienes de la civilización moderna, no sólo en el plano político, sino también en el orden económico, y desempeñar libremente su función en el mundo. Sin embargo, está aumentando a diario la distancia que las separa de las naciones más ricas y la dependencia incluso económica que respecto de éstas padecen. Los pueblos hambrientos interpelan a los pueblos opulentos.

La mujer, allí donde todavía no lo ha logrado, reclama la igualdad de derecho y de hecho con el hombre. Los trabajadores y los agricultores no sólo quieren ganarse lo necesario para la vida, sino que quieren también desarrollar por medio del trabajo sus dotes personales y participar activamente en la ordenación de la vida económica, social, política y cultural. Por primera vez en la historia, todos los pueblos están convencidos de que los beneficios de la cultura pueden y deben extenderse realmente a todas las naciones.

Pero bajo todas estas reivindicaciones se oculta una aspiración más profunda y más universal: las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual. Las naciones, por otra parte, se esfuerzan cada vez más por formar una comunidad universal.

De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o servirle. Por ello se interroga a sí mismo.

Los interrogantes más profundos del hombre

10. En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?.

Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época.


PRIMERA PARTE

LA IGLESIA Y LA VOCACIÓN DEL HOMBRE


Hay que responder a las mociones del Espíritu

11. El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la menta hacia soluciones plenamente humanas.

El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan purificación.

¿Qué piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué criterios fundamentales deben recomendarse para levantar el edificio de la sociedad actual? ¿Qué sentido último tiene la acción humana en el universo? He aquí las preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver con claridad que el Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se prestan mutuo servicio, lo cual demuestra que la misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana.


CAPÍTULO I

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA


El hombre, imagen de Dios

12. Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos.

Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia. La Iglesia siente profundamente estas dificultades, y, aleccionada por la Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile la verdadera situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la vocación propias del hombre.

La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por ti debajo de sus pies (Ps 8, 5-7).

Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás.

Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto había hecho, y lo juzgó muy bueno (Gen 1,31).

El pecado

13. Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.

Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (cf. Io 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.

A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación.

Constitución del hombre

14. En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.

No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad.

Dignidad de la inteligencia, verdad y sabiduría

15. Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es superior al universo material. Con el ejercicio infatigable de su ingenio a lo largo de los siglos, la humanidad ha realizado grandes avances en las ciencias positivas, en el campo de la técnica y en la esfera de las artes liberales. Pero en nuestra época ha obtenido éxitos extraordinarios en la investigación y en el dominio del mundo material. Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más profunda. La inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad para alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada.

Finalmente, la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible.

Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación.

Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino.

Dignidad de la conciencia moral

16. En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado.

Grandeza de la libertad

17. La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuanta de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado.

El misterio de la muerte

18. El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por se irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.

Formas y raíces del ateísmo

19. La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo. Y debe ser examinado con toda atención.

La palabra "ateísmo" designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente los límites sobre esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religiosos. Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios.

Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión.

El ateísmo sistemático

20. Con frecuencia, el ateísmo moderno reviste también la forma sistemática, la cual, dejando ahora otras causas, lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su propia historia. Lo cual no puede conciliarse, según ellos, con el reconocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por lo menos tal afirmación de Dios es completamente superflua. El sentido de poder que el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer esta doctrina.

Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del hombre principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal. Por eso, cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio político del Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el poder público.

Actitud de la Iglesia ante el ateísmo

21. La Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero con firmeza, como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y conductas, que son contrarias a la razón y a la experiencia humana universal y privan al hombre de su innata grandeza.

Quiere, sin embargo, conocer las causas de la negación de Dios que se esconden en la mente del hombre ateo. Consciente de la gravedad de los problemas planteados por el ateísmo y movida por el amor que siente a todos los hombres, la Iglesia juzga que los motivos del ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen.

La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad. Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo que hoy con frecuencia sucede-, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación.

Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta obscuridad. Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más importantes de la vida, puede huir del todo el interrogante referido. A este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad.

El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado. Mucho contribuye, finalmente, a esta afirmación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, que con espíritu unánime colaboran en la fe del Evangelio y se alzan como signo de unidad.

La Iglesia, aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo. Lamenta, pues, la Iglesia la discriminación entre creyentes y no creyentes que algunas autoridades políticas, negando los derechos fundamentales de la persona humana, establecen injustamente. Pide para los creyentes libertad activa para que puedan levantar en este mundo también un templo a Dios. E invita cortésmente a los ateos a que consideren sin prejuicios el Evangelio de Cristo.

La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los deseos más profundos del corazón humano cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos. Su mensaje, lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano. Lo único que puede llenar el corazón del hombre es aquello que "nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti".

Cristo, el Hombre nuevo

22. En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.

El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.

Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.

El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.

Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.

Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre!


CAPÍTULO II

LA COMUNIDAD HUMANA


Propósito del Concilio

23. Entre los principales aspectos del mundo actual hay que señalar la multiplicación de las relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye sobremanera a este desarrollo el moderno progreso técnico. Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno no está en ese progreso, sino más hondamente en la comunidad que entre las personas se establece, la cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad espiritual. La Revelación cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y al mismo tiempo nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida social, y que el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre.

Como el Magisterio de la Iglesia en recientes documentos ha expuesto ampliamente la doctrina cristiana sobre la sociedad humana, el Concilio se limita a recordar tan sólo algunas verdades fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de la Revelación. A continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y que tienen extraordinaria importancia en nuestros días.

Índole comunitaria de la vocación humana según el plan de Dios

24. Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra (Act 17,26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo.

Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo: ... cualquier otro precepto en esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a ti mismo ... El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf. 1 Io 4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo.

Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Io 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás.

Interdependencia entre la persona humana y la sociedad

25. La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.

De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y la comunidad política, responden más inmediatamente a su naturaleza profunda; otros, proceden más bien de su libre voluntad. En nuestra época, por varias causas, se multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias; de aquí nacen diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho público como de derecho privado. Este fenómeno, que recibe el nombre de socialización, aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas para consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para garantizar sus derechos.

Mas si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.

La promoción del bien común

26. La interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien común -esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección- se universalice cada vez más, e implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuanta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuanta el bien común de toda la familia humana.

Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa.

El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. El orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad.

El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución. Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad.

El respeto a la persona humana

27. Descendiendo a consecuencias prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma de cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre Lázaro.

En nuestra época principalmente urge la obligación de acercarnos a todos y de servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano abandonado de todos, o de ese trabajador extranjero despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o de ese hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando la palabra del Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mi me lo hicisteis. (Mt 25,40).

No sólo esto. Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador.

Respeto y amor a los adversarios

28. Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo.

Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del corazón humano. Por ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás.

La doctrina de Cristo pide también que perdonemos las injurias. El precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de la Nueva Ley: «Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo". Pero yo os digo : "Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por lo que os persiguen y calumnian"» (Mt 5,43-44).

La igualdad esencial entre los hombres y la justicia social

29. La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino.

Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre.

Más aún, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional.

Las instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final deseado.

Hay que superar la ética individualista

30. La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista. El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre. Hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales. No sólo esto; en varios países son muchos los que menosprecian las leyes y las normas sociales. No pocos, con diversos subterfugios y fraudes, no tienen reparo en soslayar los impuestos justos u otros deberes para con la sociedad. Algunos subestiman ciertas normas de la vida social; por ejemplo, las referentes a la higiene o las normas de la circulación, sin preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia y la vida del prójimo.

La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extiende poco a poco al universo entero. Ello es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismo y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia.

Responsabilidad y participación

31. Para que cada uno pueda cultivar con mayor cuidado el sentido de su responsabilidad tanto respecto a sí mismo como de los varios grupos sociales de los que es miembro, hay que procurar con suma diligencia una más amplia cultura espiritual, valiéndose para ello de los extraordinarios medios de que el género humano dispone hoy día. Particularmente la educación de los jóvenes, sea el que sea el origen social de éstos, debe orientarse de tal modo, que forme hombres y mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también de generoso corazón, de acuerdo con las exigencias perentorias de nuestra época.

Pero no puede llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se facilitan al hombre condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación, entregándose a Dios ya los demás. La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive.

Es necesario por ello estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, la situación real de cada país y el necesario vigor de la autoridad pública. Para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a participar en la vida de los diferentes grupos de integran el cuerpo social, es necesario que encuentren en dichos grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse al servicio de los demás. Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar.

El Verbo encarnado y la solidaridad humana

32. Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma manera, Dios "ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente". Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto individuos, sino también a cuanto miembros de una determinada comunidad. A los que eligió Dios manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex 3,7-12), con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.

Esta índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo. El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana. Asistió a las bodas de Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra.

En su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor.

Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don de su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les hayan conferido.

Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue su consumación y en que los hombres, salvador por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta.


CAPÍTULO III:

LA ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO

Planteamiento del problema

33. Siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida; pero en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, con ayuda sobre todo el aumento experimentado por los diversos medios de intercambio entre las naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo. De lo que resulta que gran número de bienes que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy los obtiene por sí mismo.

Ante este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género humano, surgen entre los hombres muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay que hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades? La Iglesia, custodio del depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino recientemente emprendido por la humanidad.

Valor de la actividad humana

34. Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo.

Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia.

Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo.

Ordenación de la actividad humana

35. La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.

Por tanto, está es la norma de la actividad humana: que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación.

La justa autonomía de la realidad terrena

36. Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia.

Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.

Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida.

Deformación de la actividad humana por el pecado

37. La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano.

A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.

Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rom 12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres.

A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro. El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor 3,22-23).

Perfección de la actividad humana en el misterio pascual

38. El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. El es quien nos revela que Dios es amor (1 Io 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria. El, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia. Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin. Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del reino de los cielos. Pero a todos les libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirán en oblación acepta a Dios.

El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial.

Tierra nueva y cielo nuevo

39. Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre.

Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios.

Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz". El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.


CAPÍTULO IV

MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

Relación mutua entre la Iglesia y el mundo

40. Todo lo que llevamos dicho sobre la dignidad de la persona, sobre la comunidad humana, sobre el sentido profundo de la actividad del hombre, constituye el fundamento de la relación entre la Iglesia y el mundo, y también la base para el mutuo diálogo. Por tanto, en este capítulo, presupuesto todo lo que ya ha dicho el Concilio sobre el misterio de la Iglesia, va a ser objeto de consideración la misma Iglesia en cuanto que existe en este mundo y vive y actúa con él.

Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el mundo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor. Unida ciertamente por razones de los bienes eternos y enriquecida por ellos, esta familia ha sido "constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo" y está dotada de "los medios adecuados propios de una unión visible y social". De esta forma, la Iglesia, "entidad social visible y comunidad espiritual", avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios.

Esta compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede percibirse por la fe; más aún, es un misterio permanente de la historia humana que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios. Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre a su historia.

La Iglesia católica de buen grado estima mucho todo lo que en este orden han hecho y hacen las demás Iglesias cristianas o comunidades eclesiásticas con su obra de colaboración. Tiene asimismo la firme persuasión de que el mundo, a través de las personas individuales y de toda la sociedad humana, con sus cualidades y actividades, puede ayudarla mucho y de múltiples maneras en la preparación del Evangelio. Expónense a continuación algunos principios generales para promover acertadamente este mutuo intercambio y esta mutua ayuda en todo aquello que en cierta manera es común a la Iglesia y al mundo.

Ayuda que la Iglesia procura prestar a cada hombre

41. El hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos. Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema religioso, como los prueban no sólo la experiencia de los siglos pasados, sino también múltiples testimonios de nuestra época. Siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte. La presencia misma de la Iglesia le recuerda al hombre tales problemas; pero es sólo Dios, quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el que puede dar respuesta cabal a estas preguntas, y ello por medio de la Revelación en su Hijo, que se hizo hombre. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre.

Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del incesante cambio de opiniones que, por ejemplo, deprimen excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano. No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos. Esto corresponde a la ley fundamental de la economía cristiana. Porque, aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e igualmente, también Señor de la historia humana y de la historia de la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la justa autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada.

La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma divina. Por ese camino, la dignidad humano no se salva; por el contrario, perece.

Ayuda que la Iglesia procura dar a la sociedad humana

42. La unión de la familia humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad, fundada en Cristo, de la familia constituida por los hijos de Dios.

La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina. Más aún, donde sea necesario, según las circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos, particularmente de los necesitados, como son, por ejemplo, las obras de misericordia u otras semejantes.

La Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica. La promoción de la unidad concuerda con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella es "en Cristo como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano". Enseña así al mundo que la genuina unión social exterior procede de la unión de los espíritus y de los corazones, esto es, de la fe y de la caridad, que constituyen el fundamento indisoluble de su unidad en el Espíritu Santo. Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en esa fe y en esa caridad aplicadas a la vida práctica. No radican en el mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos.

Como, por otra parte, en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico y social, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión. Por esto, la Iglesia advierte a sus hijos, y también a todos los hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios superen todas las desavenencias entre naciones y razas y den firmeza interna a las justas asociaciones humanas.

El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se fundan en la humanidad. Declara, además, que la Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa y puede conciliarse con su misión propia. Nada desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común.

Ayuda que la Iglesia, a través de sus hijos,
procura prestar al dinamismo humano

43. El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas reprendían con vehemencia semejante escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre todo, Jesucristo personalmente conminaba graves penas contra él. No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación. Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios.

Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos. Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines. Conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual,. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplen más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio.

Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común.

Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana.

Los Obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de Dios, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio. Recuerden todos los pastores, además, que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestren que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy. Capacítense con insistente afán para participar en el diálogo que hay que entablar con el mundo y con los hombres de cualquier opinión. Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras del Concilio: "Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios".

Aunque la Iglesia, pro la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo. Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia, como madre, no cesa de "exhortar a sus hijos a la purificación y a la renovación para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia".

Ayuda que la Iglesia recibe del mundo moderno

44. Interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia. De igual manera, la Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano.

La experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia. Esta, desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas. Para aumentar este trato sobre todo en tiempos como los nuestros, en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían los modos de pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima de todas ellas. Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada.

La Iglesia, por disponer de una estructura social visible, señal de su unidad en Cristo, puede enriquecerse, y de hecho se enriquece también, con la evolución de la vida social, no porque le falte en la constitución que Cristo le dio elemento alguno, sino para conocer con mayor profundidad esta misma constitución, para expresarla de forma más perfecta y para adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos. La Iglesia reconoce agradecida que tanto en el conjunto de su comunidad como en cada uno de sus hijos recibe ayuda variada de parte de los hombres de toda clase o condición. Porque todo el que promueve la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económico-social, de la vida política, así nacional como internacional, proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino, también a la comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las realidades externas. Más aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios.

Cristo, alfa y omega

45. La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de salvación", que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre.

El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. El es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: "Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra" (Eph 1,10).

He aquí que dice el Señor: "Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obra. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13).


SEGUNDA PARTE

ALGUNOS PROBLEMAS MÁS URGENTES


Introducción

46. Después de haber expuesto la gran dignidad de la persona humana y la misión, tanto individual como social, a la que ha sido llamada en el mundo entero, el Concilio, a la luz del Evangelio y de la experiencia humana, llama ahora la atención de todos sobre algunos problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al género humano.

Entre las numerosas cuestiones que preocupan a todos, haya que mencionar principalmente las que siguen: el matrimonio y la familia, la cultura humana, la vida económico-social y política, la solidaridad de la familia de los pueblos y la paz. Sobre cada una de ellas debe resplandecer la luz de los principios que brota de Cristo, para guiar a los cristianos e iluminar a todos los hombres en la búsqueda de solución a tantos y tan complejos problemas.

CAPÍTULO I

DIGNIDAD DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA

El matrimonio y la familia en el mundo actual

47. El bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto con todos lo que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa misión; de ellos esperan, además, los mejores resultados y se afanan por promoverlos.

Sin embargo, la dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación. Por otra parte, la actual situación económico, social-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para la familia. En determinadas regiones del universo, finalmente, se observan con preocupación los problemas nacidos del incremento demográfico. Todo lo cual suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo, un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a que han dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos, la verdadera naturaleza de tal institución.

Por tanto el Concilio, con la exposición más clara de algunos puntos capitales de la doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y fortalecer a los cristianos y a todos los hombres que se esfuerzan por garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado matrimonial y su valor eximio.

El carácter sagrado del matrimonio y de la familia

48. Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.

Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios.

Gracias precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y la oración en familia, los hijos y aun los demás que viven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad. En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete.

Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera, a la santificación de los padres. Pues con el agradecimiento, la piedad filial y la confianza corresponderán a los beneficios recibidos de sus padres y, como hijos, los asistirán en las dificultades de la existencia y en la soledad, aceptada con fortaleza de ánimo, será honrada por todos. La familia hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros.

Del amor conyugal

49. Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Muchos contemporáneos nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido y mujer, manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y , por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente.

Esta amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud. Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor. Para hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.

Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión pública sana acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de la familia. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio.

Fecundidad del matrimonio

50. El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen 2,18), y que "desde el principio ... hizo al hombre varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gen 1,28). De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.

En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuanta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente.

Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad.

El amor conyugal debe compaginarse
con el respeto a la vida humana

51. El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al manos por ciento tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.

Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.

Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad.

Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno de los hombres.

El progreso del matrimonio y de la familia, obra de todos

52. La familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y misión se requieren un clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de los hijos. La activa presencia del padre contribuye sobremanera a la formación de los hijos; pero también debe asegurarse el cuidado de la madre en el hogar, que necesitan principalmente los niños menores, sin dejar por eso a un lado la legítima promoción social de la mujer. La educación de los hijos ha de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger estado de vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una familia propia en condiciones morales, sociales y económicas adecuadas. Es propio de los padres o de los tutores guiar a los jóvenes con prudentes consejos, que ellos deben oír con gusto, al tratar de fundar una familia, evitando, sin embargo, toda coacción directa o indirecta que les lleve a casarse o a elegir determinada persona.

Así, la familia, en la que distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye el fundamente de la sociedad. Por ello todos los que influyen en las comunidades y grupos sociales deben contribuir eficazmente al progreso del matrimonio y de la familia. El poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. Hay que salvaguardar el derecho de los padres a procrear y a educar en el seno de la familia a sus hijos. Se debe proteger con legislación adecuada y diversas instituciones y ayudar de forma suficiente a aquellos que desgraciadamente carecen del bien de una familia propia.

Los cristianos, rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo eterno de lo pasajero, promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y de la familia así con el testimonio de la propia vida como con la acción concorde con los hombres de buena voluntad, y de esta forma, suprimidas las dificultades, satisfarán las necesidades de la familia y las ventajas adecuadas a los nuevos tiempos. Para obtener este fin ayudarán mucho el sentido cristiano de los fieles, la recta conciencia moral de los hombres y la sabiduría y competencia de las personas versadas en las ciencias sagradas.

Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio y de la familia y a la paz de las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios convergentes, las diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación de la procreación humana.

Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en el tema de la familia, fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y familiar con distintos medios pastorales, con la predicación de la palabra de Dios, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales; fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades y confortarlos en la caridad para que formen familias realmente espléndidas.

Las diversas obras, especialmente las asociaciones familiares, pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica.

Los propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios vivo y constituidos en el verdadero orden de personas, vivan unidos, con el mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que, habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y sacrificios de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel misterio de amor que el Señor con su muerte y resurrección reveló al mundo.


CAPÍTULO II

EL SANO FOMENTO DEL PROGRESO CULTURAL

Introducción

53. Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallen unidas estrechísimamente.

Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano.

De aquí se sigue que la cultura humana presenta necesariamente un aspecto histórico y social y que la palabra cultura asume con frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escala de valor diferentes encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para promover la civilización humana.

Sección I.- La situación de la cultura en el mundo actual

Nuevos estilos de vida

54. Las circunstancia de vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tanto que se puede hablar con razón de una nueva época de la historia humana. Por ello, nuevos caminos se han abierto para perfeccionar la cultura y darle una mayor expansión. Caminos que han sido preparados por el ingente progreso de las ciencias naturales y de las humanas, incluidas las sociales; por el desarrollo de la técnica, y también por los avances en el uso y recta organización de los medios que ponen al hombre en comunicación con los demás. De aquí provienen ciertas notas características de la cultura actual: Las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio crítico; los más recientes estudios de la psicología explican con mayor profundidad la actividad humana; las ciencias históricas contribuyen mucho a que las cosas se vean bajo el aspecto de su mutabilidad y evolución; los hábitos de vid ay las costumbres tienden a uniformarse más y más; la industrialización, la urbanización y los demás agentes que promueven la vida comunitaria crean nuevas formas de cultura (cultura de masas), de las que nacen nuevos modos de sentir, actuar y descansar; al mismo tiempo, el creciente intercambio entre las diversas naciones y grupos sociales descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud los tesoros de las diferentes formas de cultura, y así poco a poco se va gestando una forma más universal de cultura, que tanto más promueve y expresa la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades de las diversas culturas.

El hombre, autor de la cultura

55. Cada día es mayor el número de los hombres y mujeres, de todo grupo o nación, que tienen conciencia de que son ellos los autores y promotores de la cultura de su comunidad. En todo el mundo crece más y más el sentido de la autonomía y al mismo tiempo de la responsabilidad, lo cual tiene enorme importancia para la madurez espiritual y moral del género humano. Esto se ve más claro si fijamos la mirada en la unificación del mundo y en la tarea que se nos impone de edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia. De esta manera somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia.

Dificultades y tareas actuales en este campo

56. En esta situación no hay que extrañarse de que el hombre, que siente su responsabilidad en orden al progreso de la cultura, alimente una más profunda esperanza, pero al mismo tiempo note con ansiedad las múltiples antinomias existentes, que él mismo debe resolver:

¿Qué debe hacerse para que la intensificación de las relaciones entre las culturas, que debería llevar a un verdadero y fructuoso diálogo entre los diferentes grupos y naciones, no perturbe la vida de las comunidades, no eche por tierra la sabiduría de los antepasados ni ponga en peligro el genio propio de los pueblos?

¿De qué forma hay que favorecer el dinamismo y la expansión de la nueva cultura sin que perezca la fidelidad viva a la herencia de las tradiciones? Esto es especialmente urgente allí donde la cultura, nacida del enorme progreso de la ciencia y de la técnica se ha de compaginar con el cultivo del espíritu, que se alimenta, según diversas tradiciones, de los estudios clásicos.

¿Cómo la tan rápida y progresiva dispersión de las disciplinas científicas puede armonizarse con la necesidad de formar su síntesis y de conservar en los hombres la facultades de la contemplación y de la admiración, que llevan a la sabiduría?

¿Qué hay que hacer para que todos los hombres participen de los bienes culturales en el mundo, si al mismo tiempo la cultura de los especialistas se hace cada vez más inaccesible y compleja?

¿De qué manera, finalmente, hay que reconocer como legítima la autonomía que reclama para sí la cultura, sin llegar a un humanismo meramente terrestre o incluso contrario a la misma religión?

En medio de estas antinomias se ha de desarrollar hoy la cultura humana, de tal manera que cultive equilibradamente a la persona humana íntegra y ayude a los hombres en las tareas a cuyo cumplimiento todos, y de modo principal los cristianos, están llamados, unidos fraternalmente en una sola familia humana.

Sección 2.- Algunos principios para la sana promoción de la cultura

La fe y la cultura

57. Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta, la importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano. En realidad, el misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera vocación del hombre.

El hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda de los recursos técnicos cultiva la tierra para que produzca frutos y llegue a ser morada digna de toda la familia humana y cuando conscientemente asume su parte en la vida de los grupos sociales, cumple personalmente el plan mismo de Dios, manifestado a la humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí mismo; más aún, obedece al gran mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos.

Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes disciplinas de la filosofía, la historia, las matemáticas y las ciencias naturales y se dedica a las artes, puede contribuir sobremanera a que la familia humana se eleve a los conceptos más altos de la verdad, el bien y la belleza y al juicio del valor universal, y así sea iluminada mejor por la maravillosa Sabiduría, que desde siempre estaba con Dios disponiendo todas las cosas con El, jugando en el orbe de la tierra y encontrando sus delicias en estar entre los hijos de los hombres.

Con todo lo cual es espíritu humano, más libre de la esclavitud de las cosas, puede ser elevado con mayor facilidad al culto mismo y a la contemplación del Creador. Más todavía, con el impulso de la gracia se dispone a reconocer al Verbo de Dios, que antes de hacerse carne para salvarlo todo y recapitular todo en El, estaba en el mundo como luz verdadera que ilumina a todo hombre (Io 1,9).

Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más altas.

Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son efectos necesarios de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la tentación de no reconocer los valores positivos de ésta. Entre tales valores se cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de la solidaridad internacional, la conciencia cada vez más intensa de la responsabilidad de los peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la voluntad de lograr condiciones de vida más aceptables para todos, singularmente para los que padecen privación de responsabilidad o indigencia cultural. Todo lo cual puede aportar alguna preparación para recibir el mensaje del Evangelio, la cual puede ser informada con la caridad divina por Aquel que vino a salvar el mundo.

Múltiples conexiones entre la buena nueva de Cristo y la cultura

58. Múltiples son los vínculos que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana. Dios, en efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló según los tipos de cultura propios de cada época.

De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el transcurso de la historia en variedad de circunstancias, ha empleado los hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su predicación a todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo con mayor profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en la vida de la multiforme comunidad de los fieles.

Pero al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y las diferentes culturas.

La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre, caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica, educa al hombre en la libertad interior.

Hay que armonizar diferentes valores en el seno de las culturas

59. Por las razones expuestas, la Iglesia recuerda a todos que la cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social.

Porque la cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar según sus propios principios. Tiene, por tanto, derecho al respeto y goza de una cierta inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo los derechos de la persona y de la sociedad, particular o mundial, dentro de los límites del bien común.

El sagrado Sínodo, recordando lo que enseñó el Concilio Vaticano I, declara que "existen dos órdenes de conocimiento" distintos, el de la fe y el de la razón; y que la Iglesia no prohíbe que "las artes y las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de su propio método..., cada una en su propio campo", por lo cual, "reconociendo esta justa libertad", la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias.

Todo esto pide también que el hombre, salvados el orden moral y la común utilidad, pueda investigar libremente la verdad y manifestar y propagar su opinión, lo mismo que practicar cualquier ocupación, y, por último, que se le informe verazmente acerca de los sucesos públicos.

A la autoridad pública compete no el determinar el carácter propio de cada cultura, sino el fomentar las condiciones y los medios para promover la vida cultural entre todos aun dentro de las minorías de alguna nación. Por ello hay que insistir sobre todo en que la cultura, apartada de su propio fin, no sea forzada a servir al poder político o económico.


Sección 3.- Algunas obligaciones más urgentes de los cristianos respecto a la cultura

El reconocimiento y ejercicio efectivo
del derecho personal a la cultura

60. Hoy día es posible liberar a muchísimos hombres de la miseria de la ignorancia. Por ello, uno de los deberes más propios de nuestra época, sobre todo de los cristianos, es el de trabajar con ahínco para que tanto en la economía como en la política, así en el campo nacional como en el internacional, se den las normas fundamentales para que se reconozca en todas partes y se haga efectivo el derecho a todos a la cultura, exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social. Es preciso, por lo mismo, procurar a todos una cantidad suficiente de bienes culturales, principalmente de los que constituyen la llamada cultura "básica", a fin de evitar que un gran número de hombres se vea impedido, por su ignorancia y por su falta de iniciativa, de prestar su cooperación auténticamente humana al bien común.

Se debe tender a que quienes están bien dotados intelectualmente tengan la posibilidad de llegar a los estudios superiores; y ello de tal forma que, en la medida de lo posible, puedan desempeñar en la sociedad las funciones, tareas y servicios que correspondan a su aptitud natural y a la competencia adquirida. Así podrán todos los hombres y todos los grupos sociales de cada pueblo alcanzar el pleno desarrollo de su vida cultural de acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones.

Es preciso, además, hacer todo lo posible para que cada cual adquiera conciencia del derecho que tiene a la cultura y del deber que sobre él pesa de cultivarse a sí mismo y de ayudar a los demás. Hay a veces situaciones en la vida laboral que impiden el esfuerzo de superación cultural del hombre y destruyen en éste el afán por la cultura. Esto se aplica de modo especial a los agricultores y a los obreros, a los cuales es preciso procurar tales condiciones de trabajo, que, lejos de impedir su cultura humana, la fomenten. Las mujeres ya actúan en casi todos los campos de la vida, pero es conveniente que puedan asumir con plenitud su papel según su propia naturaleza. Todos deben contribuir a que se reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural.

La educación para la cultura íntegra del hombre

61. Hoy día es más difícil que antes sintetizar las varias disciplinas y ramas del saber. Porque, al crecer el acervo y la diversidad de elementos que constituyen la cultura, disminuye al mismo tiempo la capacidad de cada hombre para captarlos y armonizarlos orgánicamente, de forma que cada vez se va desdibujando más la imagen del hombre universal. Sin embargo, queda en pie para cada hombre el deber de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido sanados y elevados maravillosamente en Cristo.

La madre nutricia de esta educación es ante todo la familia: en ella los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con mayor facilidad la recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se imprimen de modo como natural en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a medida que van creciendo.

Para esta misma educación las sociedades contemporáneas disponen de recursos que pueden favorecer la cultura universal, sobre todo dada la creciente difusión del libro y los nuevos medios de comunicación cultural y social. Pues con la disminución ya generalizada del tiempo de trabajo aumentan para muchos hombres las posibilidades. Empléense los descansos oportunamente para distracción del ánimo y para consolidar la salud del espíritu y del cuerpo, ya sea entregándose a actividades o a estudios libres, ya a viajes por otras regiones (turismo), con los que se afina el espíritu y los hombres se enriquecen con el mutuo conocimiento; ya con ejercicios y manifestaciones deportivas, que ayudan a conservar el equilibrio espiritual, incluso en la comunidad, y a establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y razas. Cooperen los cristianos también para que las manifestaciones y actividades culturales colectivas, propias de nuestro tiempo, se humanicen y se impregnen de espíritu cristiano.

Todas estas posibilidades no pueden llevar la educación del hombre al pleno desarrollo cultural de sí mismo, si al mismo tiempo se descuida el preguntarse a fondo por el sentido de la cultura y de la ciencia para la persona humana.

Acuerdo entre la cultura humana y la educación cristiana

62. Aunque la Iglesia ha contribuido mucho al progreso de la cultura, consta, sin embargo, por experiencia que por causas contingentes no siempre se ve libre de dificultades al compaginar la cultura con la educación cristiana.

Estas dificultades no dañan necesariamente a la vida de fe; por el contrario, pueden estimular la mente a una más cuidadosa y profunda inteligencia de aquélla. Puesto que los más recientes estudios y los nuevos hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía suscitan problemas nuevos que traen consigo consecuencias prácticas e incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas. Por otra parte, los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas conservando el mismo sentido y el mismo significado. Hay que reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los fieles y una más pura y madura vida de fe.

También la literatura y el arte son, a su modo, de gran importancia para la vida de la Iglesia. En efecto, se proponen expresar la naturaleza propia del hombre, sus problemas y sus experiencias en el intento de conocerse mejor a sí mismo y al mundo y de superarse; se esfuerzan por descubrir la situación del hombre en la historia y en el universo, por presentar claramente las miserias y las alegrías de los hombres, sus necesidades y sus recurso, y por bosquejar un mejor porvenir a la humanidad. Así tienen el poder de elevar la vida humana en las múltiples formas que ésta reviste según los tiempos y las regiones.

Por tanto, hay que esforzarse para los artistas se sientan comprendidos por la Iglesia en sus actividades y, gozando de una ordenada libertad, establezcan contactos más fáciles con la comunidad cristiana. También las nuevas formas artísticas, que convienen a nuestros contemporáneos según la índole de cada nación o región, sean reconocidas por la Iglesia. Recíbanse en el santuario, cuando elevan la mente a Dios, con expresiones acomodadas y conforme a las exigencias de la liturgia.

De esta forma, el conocimiento de Dios se manifiesta mejor y la predicación del Evangelio resulta más transparente a la inteligencia humana y aparece como embebida en las condiciones de su vida.

Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás hombres de su tiempo y esfuércense por comprender su manera de pensar y de sentir, cuya expresión es la cultura. Compaginen los conocimientos de las nuevas ciencias y doctrinas y de los más recientes descubrimientos con la moral cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana, para que la cultura religiosa y la rectitud de espíritu de las ciencias y de los diarios progresos de la técnica; así se capacitarán para examinar e interpretar todas las cosas con íntegro sentido cristiano.

Los que se dedican a las ciencias teológicas en los seminarios y universidades, empéñense en colaborar con los hombres versados en las otras materias, poniendo en común sus energías y puntos de vista. la investigación teológica siga profundizando en la verdad revelada sin perder contacto con su tiempo, a fin de facilitar a los hombres cultos en los diversos ramos del saber un más pleno conocimiento de la fe. Esta colaboración será muy provechosa para la formación de los ministros sagrados, quienes podrán presentar a nuestros contemporáneos la doctrina de la Iglesia acerca de Dios, del hombre y del mundo, de forma más adaptada al hombre contemporáneo y a la vez más gustosamente aceptable por parte de ellos. Más aún, es de desear que numerosos laicos reciban una buena formación en las ciencias sagradas, y que no pocos de ellos se dediquen ex profeso a estos estudios y profundicen en ellos. Pero para que puedan llevar a buen término su tarea debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los ampos que son de su competencia.


CAPÍTULO III

LA VIDA ECONÓMICO-SOCIAL


Algunos aspectos de la vida económica

63. También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico- social.

La economía moderna, como los restantes sectores de la vida social, se caracteriza por una creciente dominación del hombre sobre la naturaleza, por la multiplicación e intensificación de las relaciones sociales y por la interdependencia entre ciudadanos, asociaciones y pueblos, así como también por la cada vez más frecuente intervención del poder público. Por otra parte, el progreso en las técnicas de la producción y en la organización del comercio y de los servicios han convertido a la economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las nuevas necesidades acrecentada de la familia humana.

Sin embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre todo en regiones económicamente desarrolladas, parecen garza por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu economista tanto en las naciones de economía colectivizada como en las otras. En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia y malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana.

Tales desequilibrios económicos y sociales se producen tanto entre los sectores de la agricultura, la industria y los servicios, por un parte, como entre las diversas regiones dentro de un mismo país. Cada día se agudiza más la oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y las restantes, lo cual puede poner en peligro la misma paz mundial.

Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud de las posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo moderno puede y debe corregir este lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias muchas reformas en la vida económico-social y un cambio de mentalidad y de costumbres en todos. A este fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes sobre todo a las exigencias del desarrollo económico.

Sección I.- El desarrollo económico

Ley fundamental del desarrollo: el servicio del hombre

64. Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento de población y responder a las aspiraciones más amplias del género humano, se tiende con razón a un aumento en la producción agrícola e industrial y en la prestación de los servicios. Por ello hay que favorecer el progreso técnico, el espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas, la adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo sostenido de cuantos participan en la producción; en una palabra, todo cuanto puede contribuir a dicho progreso. La finalidad fundamental de esta producción no es el mero incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino el servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en cuanta sus necesidades materiales y sus exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas; de todo hombre, decimos, de todo grupo de hombres, sin distinción de raza o continente. De esta forma, la actividad económica debe ejercerse siguiendo sus métodos y leyes propias, dentro del ámbito del orden moral, para que se cumplan así los designios de Dios sobre el hombre.

El desarrollo económico, bajo el control humano

65. El desarrollo debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar en manos de unos pocos o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni tampoco en manos de una sola comunidad política o de ciertas naciones más poderosas. Es preciso, por el contrario, que en todo nivel, el mayor número posible de hombres, y en el plano internacional el conjunto de las naciones, puedan tomar parte activa en la dirección del desarrollo. Asimismo es necesario que las iniciativas espontáneas de los individuos y de sus asociaciones libres colaboren con los esfuerzos de las autoridades públicas y se coordinen con éstos de forma eficaz y coherente.

No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción.

Recuerden, por otra parte, todos los ciudadanos el deber y el derecho que tienen, y que el poder civil ha de reconocer, de contribuir, según sus posibilidades, al progreso de la propia comunidad. En los países menos desarrollados, donde se impone el empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas improductivamente o los que -salvado el derecho personal de emigración- privan a su comunidad de los medios materiales y espirituales que ésta necesita.

Han de eliminarse las enormes desigualdades económico-sociales

66. Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto a los derechos de las personas y a las características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a discriminaciones individuales y sociales. De igual manera, en muchas regiones, teniendo en cuanta las peculiares dificultades de la agricultura tanto en la producción como en la venta de sus bienes, hay que ayudar a los labradores para que aumenten su capacidad productiva y comercial, introduzcan los necesarios cambios e innovaciones, consigan una justa ganancia y no queden reducidos, como sucede con frecuencia, a la situación de ciudadanos de inferior categoría. Los propios agricultores, especialmente los jóvenes, aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la que no puede darse el desarrollo de la agricultura.

La justicia y la equidad exigen también que la movilidad, la cual es necesaria en una economía progresiva, se ordene de manera que se eviten la inseguridad y la estrechez de vida del individuo y de su familia. Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de otras regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción; deben ayudarlos para que traigan junto a sí a sus familiares, se procuren un alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a la vida social del país o de la región que los acoge. Sin embargo, en cuanto sea posible, deben crearse fuentes de trabajo en las propias regiones.

En las economías en período de transición, como sucede en las formas nuevas de la sociedad industrial, en las que, v.gr., se desarrolla la autonomía, en necesario asegurar a cada uno empleo suficiente y adecuado: y al mismo tiempo la posibilidad de una formación técnica y profesional congruente. Débense garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre todo por razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves dificultades.

Sección 2.- Algunos principios reguladores del conjunto de la vida económico-social

Trabajo, condiciones de trabajo, descanso

67. El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio o en los servicios es muy superior a los restantes elementos de la vida económico, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos.

Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobre eminente laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común.

La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo asociado de los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo con daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo, demasiado frecuente también hoy día que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos de su propio trabajo. Lo cual de ningún modo está justificado por las llamadas leyes económicas. El conjunto del proceso de la producción debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona y a la manera de vida de cada uno en particular, de su vida familiar, principalmente por lo que toca a las madres de familia, teniendo siempre en cuanta el sexo y la edad. Ofrézcase, además, a los trabajadores la posibilidad de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el ámbito mismo del trabajo. Al aplicar, con la debida responsabilidad, a este trabajo su tiempo y sus fuerzas, disfruten todos de un tiempo de reposo y descanso suficiente que les permita cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa. Más aún, tengan la posibilidad de desarrollar libremente las energías y las cualidades que tal vez en su trabajo profesional apenas pueden cultivar.

Participación en la empresa y en la organización
general de la economía.
Conflictos laborales

68. En las empresas económicas son personas las que se asocian, es decir, hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello, teniendo en cuanta las funciones de cada uno, propietarios, administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria en la dirección, se ha de promover la activa participación de todos en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con acierto. Con todo, como en muchos casos no es a nivel de empresa, sino en niveles institucionales superiores, donde se toman las decisiones económicas y sociales de las que depende el porvenir de los trabajadores y de sus hijos, deben los trabajadores participar también en semejantes decisiones por sí mismos o por medio de representantes libremente elegidos.

Entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse el derecho de los obreros a fundar libremente asociaciones que representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta ordenación de la vida económica, así como también el derecho de participar libremente en las actividades de las asociaciones sin riesgo de represalias. Por medio de esta ordenada participación, que está unida al progreso en la formación económica y social, crecerá más y más entre todos el sentido de la responsabilidad propia, el cual les llevará a sentirse colaboradores, según sus medios y aptitudes propias, en la tarea total del desarrollo económico y social y del logro del bien común universal.

En caso de conflictos económico-sociales, hay que esforzarse por encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre primero a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, en la situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo, cuanto antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio.

Los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres

69. Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que a todos corresponde. Es éste el sentir de los Padres y de los doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos. Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en primer lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y desarrollarse por sí mismos.

En sociedades económicamente menos desarrolladas, el destino común de los bienes está a veces en parte logrado por un conjunto de costumbres y tradiciones comunitarias que aseguran a cada miembro los bienes absolutamente necesarios. Sin embargo, elimínese el criterio de considerar como en absoluto inmutables ciertas costumbres si no responden ya a las nuevas exigencias de la época presente; pero, por otra parte, conviene no atentar imprudentemente contra costumbres honestas que, adaptadas a las circunstancias actuales, pueden resultar muy útiles. De igual manera, en las naciones de economía muy desarrollada, el conjunto de instituciones consagradas a la previsión y a la seguridad social puede contribuir, por su parte, al destino común de los bienes. Es necesario también continuar el desarrollo de los servicios familiares y sociales, principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación. Al organizar todas estas instituciones debe cuidarse de que los ciudadanos no vayan cayendo en una actitud de pasividad con respecto a la sociedad o de irresponsabilidad y egoísmo.

Inversiones y política monetaria

70. Las inversiones deben orientarse a asegurar posibilidades de trabajo y beneficios suficientes a la población presente y futura. Los responsables de las inversiones y de la organización de la vida económica, tanto los particulares como los grupos o las autoridades públicas, deben tener muy presentes estos fines y reconocer su grave obligación de vigilar, por una parte, a fin de que se provea de lo necesario para una vida decente tanto a los individuos como a toda la comunidad, y, por otra parte, de prever el futuro y establecer un justo equilibrio entre las necesidades actuales del consumo individual y colectivo y las exigencias de inversión para la generación futura. Ténganse, además, siempre presentes las urgentes necesidades de las naciones o de las regiones menos desarrolladas económicamente. En materia de política monetaria cuídese no dañar al bien de la propia nación o de las ajenas. Tómense precauciones para que los económicamente débiles no queden afectados injustamente por los cambios de valor de la moneda.

Acceso a la propiedad y dominio de los bienes.
Problema de los latifundios

71. La propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso de todos, individuos y comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos.

La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles.

Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo elemento de seguridad no despreciable aun contando con los fondos sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad. Esto debe afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino también de los bienes inmateriales, como es la capacidad profesional.

El derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas formas de propiedad pública existentes. El paso de bienes a la propiedad pública sólo puede ser hecha por la autoridad competente de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los límites de este último, supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en contra del bien común.

La misma propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la propiedad muchas veces se convierte en ocasión de ambiciones y graves desórdenes, hasta el punto de que se da pretexto a sus impugnadores para negar el derecho mismo.

En muchas regiones económicamente menos desarrolladas existen posesiones rurales extensas y aun extensísimas mediocremente cultivadas o reservadas sin cultivo para especular con ellas, mientras la mayor parte de la población carece de tierras o posee sólo parcelas irrisorias y el desarrollo de la producción agrícola presenta caracteres de urgencia. No raras veces los braceros o los arrendatarios de alguna parte de esas posesiones reciben un salario o beneficio indigno del hombre, carecen de alojamiento decente y son explotados por los intermediarios. Viven en la más total inseguridad y en tal situación de inferioridad personal, que apenas tienen ocasión de actuar libre y responsablemente, de promover su nivel de vida y de participar en la vida social y política. Son, pues, necesarias las reformas que tengan por fin, según los casos, el incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para la iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer. En este caso deben asegurárseles los elementos y servicios indispensables, en particular los medios de educación y las posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo cooperativo. Siempre que el bien común exija una expropiación, debe valorarse la indemnización según equidad, teniendo en cuanta todo el conjunto de las circunstancias.

La actividad económico-social y el reino de Cristo

72. Los cristianos que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y luchan por la justicia y caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo en este campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia que son absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de que toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con el espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu de la pobreza.

Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el reino de Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la inspiración de la caridad.

CAPÍTULO IV

LA VIDA EN LA COMUNIDAD POLÍTICA


La vida pública en nuestros días

73. En nuestra época se advierten profundas transformaciones también en las estructuras y en las instituciones de los pueblos como consecuencia de la evolución cultural, económica y social de estos últimos. Estas transformaciones ejercen gran influjo en la vida de la comunidad política principalmente en lo que se refiere a los derechos y deberes de todos en el ejercicio de la libertad política y en el logro del bien común y en lo que toca a las relaciones de los ciudadanos entre sí y con la autoridad pública.

La conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden político-jurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos de la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación, de expresar las propias opiniones y de profesar privada y públicamente la religión. Porque la garantía de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública.

Con el desarrollo cultural, económico y social se consolida en la mayoría el deseo de participar más plenamente en la ordenación de la comunidad política. En la conciencia de muchos se intensifica el afán por respetar los derechos de las minorías, sin descuidar los deberes de éstas para con la comunidad política; además crece por días el respeto hacia los hombres que profesan opinión o religión distintas; al mismo tiempos e establece una mayor colaboración a fin de que todos los ciudadanos, y no solamente algunos privilegiados, puedan hacer uso efectivo de los derechos personales.

Se reprueban también todas las formas políticas, vigentes en ciertas regiones, que obstaculizan la libertad civil o religiosa, multiplican las víctimas de las pasiones y de los crímenes políticos y desvían el ejercicio de la autoridad en la prosecución del bien común, para ponerla al servicio de un grupo o de los propios gobernantes.

La mejor manera de llagar a una política auténticamente humana es fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común y robustecer las convicciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes públicos.

Naturaleza y fin de la comunidad política

74. Los hombres, las familias y los diversos grupos que constituyen la comunidad civil son conscientes de su propia insuficiencia para lograr una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más amplia, en la cual todos conjuguen a diario sus energías en orden a una mejor procuración del bien común. Por ello forman comunidad política según tipos institucionales varios. La comunidad política nace, pues, para buscar el bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección.

Pero son muchos y diferentes los hombres que se encuentran en una comunidad política, y pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes. A fin de que, por la pluralidad de pareceres, no perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija la acción de todos hacia el bien común no mecánica o despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza moral, que se basa en la libertad y en el sentido de responsabilidad de cada uno.

Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos.

Síguese también que el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes.

Pero cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.

Las modalidades concretas por las que la comunidad política organiza su estructura fundamental y el equilibrio de los poderes públicos pueden ser diferentes, según el genio de cada pueblo y la marcha de su historia. Pero deben tender siempre a formar un tipo de hombre culto, pacífico y benévolo respecto de los demás para provecho de toda la familia humana.

Colaboración de todos en la vida pública

75. Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio.

Para que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados felices en el curso diario de la vida pública, es necesario un orden jurídico positivo que establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de los derechos. Reconózcanse, respétense y promuévanse los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio, no menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es necesario mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos por su parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas, de las familias y de las agrupaciones sociales.

A consecuencia de la complejidad de nuestra época, los poderes públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en materia social, económica y cultural para crear condiciones más favorables, que ayuden con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre. Según las diversas regiones y la evolución de los pueblos, pueden entenderse de diverso modo las relaciones entre la socialización y la autonomía y el desarrollo de la persona. Esto no obstante, allí donde por razones de bien común se restrinja temporalmente el ejercicio de los derechos, restablézcase la libertad cuanto antes una vez que hayan cambiado las circunstancias. De todos modos, es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los grupos sociales.

Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre al mismo tiempo por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, pueblos y naciones.

Los cristianos todos deben tener conciencia de la vocación particular y propia que tienen en la comunidad política; en virtud de esta vocación están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de servicio al bien común, así demostrarán también con los hechos cómo pueden armonizarse la autoridad y la libertad, la iniciativa personal y la necesaria solidaridad del cuerpo social, las ventajas de la unidad combinada con la provechosa diversidad. El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver. Los partidos políticos deben promover todo lo que a su juicio exige el bien común; nunca, sin embargo, está permitido anteponer intereses propios al bien común.

Hay que prestar gran atención a la educación cívica y política, que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo, y, sobre todo para la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión en la vida de la comunidad política. Quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer este arte tan difícil y tan noble que es la política, prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal. Luchen con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos.

La comunidad política y la Iglesia

76. Es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad pluralística, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores.

La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana.

La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuesta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano.

Cuando los apóstoles y sus sucesores y los cooperadores de éstos son enviados para anunciar a los hombres a Cristo, Salvador del mundo, en el ejercicio de su apostolado se apoyan sobre el poder de Dios, el cual muchas veces manifiesta la fuerza del Evangelio en la debilidad de sus testigos. Es preciso que cuantos se consagran al ministerio de la palabra de Dios utilicen los caminos y medios propios del Evangelio, los cuales se diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza.

Ciertamente, las realidades temporales y las realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo exige. No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición. Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones.

Con su fiel adhesión al Evangelio y el ejercicio de su misión en el mundo, la Iglesia, cuya misión es fomentar y elevar todo cuanto de verdadero, de bueno y de bello hay en la comunidad humana, consolida la paz en la humanidad para gloria de Dios

CAPÍTULO V

EL FOMENTO DE LA PAZ Y LA PROMOCIÓN
DE LA COMUNIDAD DE LOS PUEBLOS


Introducción

77. En estos últimos años, en los que aún perduran entre los hombres la aflicción y las angustias nacidas de la realidad o de la amenaza de una guerra, la universal familia humana ha llegado en su proceso de madurez a un momento de suprema crisis. Unificada paulatinamente y ya más consciente en todo lugar de su unidad, no puede llevar a cabo la tarea que tiene ante sí, es decir, construir un mundo más humano para todos los hombres en toda la extensión de la tierra, sin que todos se conviertan con espíritu renovado a la verdad de la paz. De aquí proviene que el mensaje evangélico, coincidente con los más profundos anhelos y deseos del género humano, luzca en nuestros días con nuevo resplandor al proclamar bienaventurados a los constructores de la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9).

Por esto el Concilio, al tratar de la nobilísima y auténtica noción de la paz, después de condenar la crueldad de la guerra, pretende hacer un ardiente llamamiento a los cristianos para que con el auxilio de Cristo, autor de la paz, cooperen con todos los hombres a cimentar la paz en la justicia y el amor y a aportar los medios de la paz.

Naturaleza de la paz

78. La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima.

Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual. Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.

La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres.

Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Eph 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y establecer la paz.

Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad.

En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4).

Sección I.- Obligación de evitar la guerra

Hay que frenar la crueldad de las guerras

79. A pesar de que las guerras recientes han traído a nuestro mundo daños gravísimos materiales y morales, todavía a diario en algunas zonas del mundo la guerra continúa sus devastaciones. Es más, al emplear en la guerra armas científicas de todo género, su crueldad intrínseca amenaza llevar a los que luchan a tal barbarie, que supere, enormemente la de los tiempos pasados. La complejidad de la situación actual y el laberinto de las relaciones internaciones permiten prolongar guerras disfrazadas con nuevos métodos insidiosos y subversivos. En muchos casos se admite como nuevo sistema de guerra el uso de los métodos del terrorismo.

Teniendo presente esta postración de la humanidad el Concilio pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho natural de gentes y de sus principios universales. La misma conciencia del género humano proclama con firmeza, cada vez más, estos principios. Los actos, pues, que se oponen deliberadamente a tales principios y las órdenes que mandan tales actos, son criminales y la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan. Entre estos actos hay que enumerar ante todo aquellos con los que metódicamente se extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica: hay que condenar con energía tales actos como crímenes horrendos; se ha de encomiar, en cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas.

Existen sobre la guerra y sus problemas varios tratados internacionales, suscritos por muchas naciones, para que las operaciones militares y sus consecuencias sean menos inhumanas; tales son los que tratan del destino de los combatientes heridos o prisioneros y otros por el estilo. Hay que cumplir estos tratados; es más, están obligados todos, especialmente las autoridades públicas y los técnicos en estas materias, a procurar cuanto puedan su perfeccionamiento, para que así se consiga mejor y más eficazmente atenuar la crueldad de las guerras. También parece razonable que las leyes tengan en cuenta, con sentido humano, el caso de los que se niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y aceptan al mismo tiempo servir a la comunidad humana de otra forma.

Desde luego, la guerra no ha sido desarraigada de la humanidad. Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos. A los jefes de Estado y a cuantos participan en los cargos de gobierno les incumbe el deber de proteger la seguridad de los pueblos a ellos confiados, actuando con suma responsabilidad en asunto tan grave. Pero una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de ella. Y una vez estallada lamentablemente la guerra, no por eso todo es lícito entre los beligerantes.

Los que, al servicio de la patria, se hallan en el ejercicio, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función contribuyen realmente a estabilizar la paz.

La guerra total

80. El horror y la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas científicas. Con tales armas, las operaciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites de la legítima defensa. Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya se encuentran en los depósitos de armas de las grandes naciones, sobrevendría la matanza casi plena y totalmente recíproca de parte a parte enemiga, sin tener en cuanta las mil devastaciones que parecerían en el mundo y los perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.

Todo esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva. Sepan los hombres de hoy que habrán de dar muy seria cuanta de sus acciones bélicas. Pues de sus determinaciones presentes dependerá en gran parte el curso de los tiempos venideros.

Teniendo esto es cuenta, este Concilio, haciendo suyas las condenaciones de la guerra mundial expresadas por los últimos Sumos Pontífices, declara:

Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones.

El riesgo característico de la guerra contemporánea está en que da ocasión a los que poseen las recientes armas científicas para cometer tales delitos y con cierta inexorable conexión puede empujar las voluntades humanas a determinaciones verdaderamente horribles. Para que esto jamás suceda en el futuro, los obispos de toda la tierra reunidos aquí piden con insistencia a todos, principalmente a los jefes de Estado y a los altos jefes del ejército, que consideren incesantemente tan gran responsabilidad ante Dios y ante toda la humanidad.

La carrera de armamentos

81. Las armas científicas no se acumulan exclusivamente para el tiempo de guerra. Puesto que la seguridad de la defensa se juzga que depende de la capacidad fulminante de rechazar al adversario, esta acumulación de armas, que se agrava por años, sirve de manera insólita para aterrar a posibles adversarios. Muchos la consideran como el más eficaz de todos los medios para asentar firmemente la paz entre las naciones.

Sea lo que fuere de este sistema de disuasión, convénzanse los hombres de que la carrera de armamentos, a la que acuden tantas naciones, no es camino seguro para conservar firmemente la paz, y que el llamado equilibrio de que ella proviene no es la paz segura y auténtica. De ahí que no sólo no se eliminan las causas de conflicto, sino que más bien se corre el riesgo de agravarlas poco a poco. Al gastar inmensas cantidades en tener siempre a punto nuevas armas, no se pueden remediar suficientemente tantas miserias del mundo entero. En vez de restañar verdadera y radicalmente las disensiones entre las naciones, otras zonas del mundo quedan afectadas por ellas. Hay que elegir nuevas rutas que partan de una renovación de la mentalidad para eliminar este escándalo y poder restablecer la verdadera paz, quedando el mundo liberado de la ansiedad que le oprime.

Por lo tanto, hay que declarar de nuevo: la carrera de armamentos es la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de manera intolerable. Hay que temer seriamente que, si perdura, engendre todos los estragos funestos cuyos medios ya prepara.

Advertidos de las calamidades que el género humano ha hecho posibles, empleemos la pausa de que gozamos, concedida de lo Alto, para, con mayor conciencia de la propia responsabilidad, encontrar caminos que solucionen nuestras diferencias de un modo más digno del hombre. La Providencia divina nos pide insistentemente que nos liberemos de la antigua esclavitud de la guerra. Si renunciáramos a este intento, no sabemos a dónde nos llevará este mal camino por el que hemos entrado.

Prohibición absoluta de la guerra.
La acción internacional para evitar la guerra

82. Bien claro queda, por tanto, que debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar un época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra. Esto requiere el establecimiento de una autoridad pública universal reconocida por todos, con poder eficaz para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Pero antes de que se pueda establecer tan deseada autoridad es necesario que las actuales asociaciones internacionales supremas se dediquen de lleno a estudiar los medios más aptos para la seguridad común. La paz ha de nacer de la mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de las armas; por ello, todos han de trabajar para que la carrera de armamentos cese finalmente, para que comience ya en realidad la reducción de armamentos, no unilateral, sino simultánea, de mutuo acuerdo, con auténticas y eficaces garantías.

No hay que despreciar, entretanto, los intentos ya realizados y que aún se llevan a cabo para alejar el peligro de la guerra. Más bien hay que ayudar la buena voluntad de muchísimos que, aun agobiados por las enormes preocupaciones de sus altos cargos, movidos por el gravísimo deber que les acucia, se esfuerzan, por eliminar la guerra, que aborrecen, aunque no pueden prescindir de la complejidad inevitable de las cosas. Hay que pedir con insistencia a Dios que les dé fuerzas para perseverar en su intento y llevar a cabo con fortaleza esta tarea de sumo amor a los hombres, con la que se construye virilmente la paz. Lo cual hoy exige de ellos con toda certeza que amplíen su mente más allá de las fronteras de la propia nación, renuncien al egoísmo nacional ya a la ambición de dominar a otras naciones, alimenten un profundo respeto por toda la humanidad, que corre ya, aunque tan laboriosamente, hacia su mayor unidad.

Acerca de los problemas de la paz y del desarme, los sondeos y conversaciones diligente e ininterrumpidamente celebrados y los congresos internacionales que han tratado de este asunto deben ser considerados como los primeros pasos para solventar temas tan espinosos y serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia en el futuro para obtener resultados prácticos. Sin embargo, hay que evitar el confiarse sólo en los conatos de unos pocos, sin preocuparse de la reforma en la propia mentalidad. Pues los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menos precio y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación en la educación de la mentalidad y a una nueva orientación en la opinión pública. Los que se entregan a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que toso juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore.

Que no nos engañe una falsa esperanza. Pues, si no se establecen en el futuro tratados firmes y honestos sobre la paz universal una vez depuestos los odios y las enemistades, la humanidad, que ya está en grave peligro, aun a pesar de su ciencia admirable, quizá sea arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz que la paz horrenda de la muerte. Pero, mientras dice todo esto, la Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa de esperar firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente, quiere proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable para que cambien los corazones, éste es el día de la salvación.

Sección 2.- Edificar la comunidad internacional

Causas y remedios de las discordias

83. Para edificar la paz se requiere ante todo que se desarraiguen las causas de discordia entre los hombres, que son las que alimentan las guerras. Entre esas causas deben desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de éstas provienen de las excesivas desigualdades económicas y de la lentitud en la aplicación de las soluciones necesarias. Otras nacen del deseo de dominio y del desprecio por las personas, y, si ahondamos en los motivos más profundos, brotan de la envidia, de la desconfianza, de la soberbia y demás pasiones egoístas. Como el hombre no puede soportar tantas deficiencias en el orden, éstas hacen que, aun sin haber guerras, el mundo esté plagado sin cesar de luchas y violencias entre los hombres. Como, además, existen los mismos males en las relaciones internacionales, es totalmente necesario que, para vencer y prevenir semejantes males y para reprimir las violencias desenfrenadas, las instituciones internacionales cooperen y se coordinen mejor y más firmemente y se estimule sin descanso la creación de organismos que promuevan la paz.

La comunidad de las naciones y las instituciones internacionales

84. Dados los lazos tan estrechos y recientes de mutua dependencia que hoy se dan entre todos los ciudadanos y entre todos los pueblos de la tierra, la búsqueda certera y la realización eficaz del bien común universal exigen que la comunidad de las naciones se dé a sí misma un ordenamiento que responda a sus obligaciones actuales, teniendo particularmente en cuanta las numerosas regiones que se encuentran aún hoy en estado de miseria intolerable.

Para lograr estos fines, las instituciones de la comunidad internacional deben, cada una por su parte, proveer a las diversas necesidades de los hombres tanto en el campo de la vida social, alimentación, higiene, educación, trabajo, como en múltiples circunstancias particulares que surgen acá y allá; por ejemplo, la necesidad general que las naciones en vías de desarrollo sienten de fomentar el progreso, de remediar en todo el mundo la triste situación de los refugiados o ayudar a los emigrantes y a sus familias.

Las instituciones internacionales, mundiales o regionales ya existentes son beneméritas del género humano. Son los primeros conatos de echar los cimientos internaciones de toda la comunidad humana para solucionar los gravísimos problemas de hoy, señaladamente para promover el progreso en todas partes y evitar la guerra en cualquiera de sus formas. En todos estos campos, la Iglesia se goza del espíritu de auténtica fraternidad que actualmente florece entre los cristianos y los no cristianos, y que se esfuerza por intensificar continuamente los intentos de prestar ayuda para suprimir ingentes calamidades.

La cooperación internacional en el orden económico

85. La actual unión del género humano exige que se establezca también una mayor cooperación internacional en el orden económico. Pues la realidad es que, aunque casi todos los pueblos han alcanzado la independencia, distan mucho de verse libres de excesivas desigualdades y de toda suerte de inadmisibles dependencias, así como de alejar de sí el peligro de las dificultades internas.

El progreso de un país depende de los medios humanos y financieros de que dispone. Los ciudadanos deben prepararse, pro medio de la educación y de la formación profesional, al ejercicio de las diversas funciones de la vida económica y social. Para esto se requiere la colaboración de expertos extranjeros que en su actuación se comporten no como dominadores, sino como auxiliares y cooperadores. La ayuda material a los países en vías de desarrollo no podrá prestarse si no se operan profundos cambios en las estructuras actuales del comercio mundial. Los países desarrollados deberán prestar otros tipos de ayuda, en forma de donativos, préstamos o inversión de capitales; todo lo cual ha de hacerse con generosidad y sin ambición por parte del que ayuda y con absoluta honradez por parte del que recibe tal ayuda.

Para establecer un auténtico orden económico universal hay que acabar con las pretensiones de lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas, el afán de dominación política, los cálculos de carácter militarista y las maquinaciones para difundir e imponer las ideologías. Son muchos los sistemas económicos y sociales que hoy se proponen; es de desear que los expertos sepan encontrar en ellos los principios básicos comunes de un sano comercio mundial. Ello será fácil si todos y cada uno deponen sus prejuicios y se muestran dispuestos a un diálogo sincero.

Algunas normas oportunas

86. Para esta cooperación parecen oportunas las normas siguientes:

a) Los pueblos que están en vías de desarrollo entiendan bien que han de buscar expresa y firmemente, como fin propio del progreso, la plena perfección humana de sus ciudadanos. Tengan presente que el progreso surge y se acrecienta principalmente por medio del trabajo y la preparación de los propios pueblos, progreso que debe ser impulsado no sólo con las ayudas exteriores, sino ante todo con el desenvolvimiento de las propias fuerzas y el cultivo de las dotes y tradiciones propias. En esta tarea deben sobresalir quienes ejercen mayor influjo sobre sus conciudadanos.

b) Por su parte, los pueblos ya desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los países en vías de desarrollo a cumplir tales cometidos. Por lo cual han de someterse a las reformas psicológicas y materiales que se requieren para crear esta cooperación internacional. Busquen así, con sumo cuidado en las relaciones comerciales con los países más débiles y pobres, el bien de estos últimos, porque tales pueblos necesitan para su propia sustentación los beneficios que logran con la venta de sus mercancías.

c) Es deber de la comunidad internacional regular y estimular el desarrollo de forma que los bienes a este fin destinados sean invertidos con la mayor eficacia y equidad. Pertenece también a dicha comunidad, salvado el principio de la acción subsidiaria, ordenar las relaciones económicas en todo el mundo para que se ajusten a la justicia. Fúndense instituciones capaces de promover y de ordenar el comercio internacional, en particular con las naciones menos desarrolladas, y de compensar los desequilibrios que proceden de la excesiva desigualdad de poder entre las naciones. Esta ordenación, unida a otras ayudas de tipo técnico, cultural o monetario, debe ofrecer los recursos necesarios a los países que caminan hacia el progreso, de forma que puedan lograr convenientemente el desarrollo de su propia economía.

d) En muchas ocasiones urge la necesidad de revisar las estructuras económicas y sociales; pero hay que prevenirse frente a soluciones técnicas poco ponderadas y sobre todo aquellas que ofrecen al hombre ventajas materiales, pero se oponen a la naturaleza y al perfeccionamiento espiritual del hombre. Pues no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4). Cualquier parcela de la familia humana, tanto en sí misma como en sus mejores tradiciones, lleva consigo algo del tesoro espiritual confiado por Dios a la humanidad, aunque muchos desconocen su origen.

Cooperación internacional en lo tocante al crecimiento demográfico

87. Es sobremanera necesaria la cooperación internacional en favor de aquellos pueblos que actualmente con harta frecuencia, aparte de otras muchas dificultades, se ven agobiados por la que proviene del rápido aumento de su población. Urge la necesidad de que, por medio de una plena e intensa cooperación de todos los países, pero especialmente de los más ricos, se halle el modo de disponer y de facilitar a toda la comunidad humana aquellos bienes que son necesarios para el sustento y para la conveniente educación del hombre. Son varios los países que podrían mejorar mucho sus condiciones de vida si pasaran, dotados de la conveniente enseñanza, de métodos agrícolas arcaicos al empleo de las nuevas técnicas, aplicándolas con la debida prudencia a sus condiciones particulares una vez que se haya establecido un mejor orden social y se haya distribuido más equitativamente la propiedad de las tierras.

Los gobiernos respectivos tienen derechos y obligaciones, en lo que toca a los problemas de su propia población, dentro de los límites de su específica competencia. Tales son, por ejemplo, la legislación social y la familiar, la emigración del campo a la ciudad, la información sobre la situación y necesidades del país. Como hoy la agitación que en torno a este problema sucede a los espíritus es tan intensa, es de desear que los católicos expertos en todas estas materias, particularmente en las universidades, continúen con intensidad los estudios comenzados y los desarrollen cada vez más.

Dado que muchos afirman que el crecimiento de la población mundial, o al menos el de algunos países, debe frenarse por todos los medios y con cualquier tipo de intervención de la autoridad pública, el Concilio exhorta a todos a que se prevenga frente a las soluciones, propuestas en privado o en público y a veces impuestas, que contradicen a la moral. Porque, conforme al inalienable derecho del hombre al matrimonio y a la procreación, la decisión sobre el número de hijos depende del recto juicio de los padres, y de ningún modo puede someterse al criterio de la autoridad pública. Y como el juicio de los padres requiere como presupuesto una conciencia rectamente formada, es de gran importancia que todos puedan cultivar una recta y auténticamente humana responsabilidad que tenga en cuanta la ley divina, consideradas las circunstancias de la realidad y de la época. Pero esto exige que se mejoren en todas partes las condiciones pedagógicas y sociales y sobre todo que se dé una formación religiosa o, al menos, una íntegra educación moral. Dése al hombre también conocimiento sabiamente cierto de los progresos científicos con el estudio de los métodos que pueden ayudar a los cónyuges en la determinación del número de hijos, métodos cuya seguridad haya sido bien comprobada y cuya concordancia con el orden moral esté demostrada.

Misión de los cristianos en la cooperación internacional

88. Cooperen gustosamente y de corazón los cristianos en la edificación del orden internacional con la observancia auténtica de las legítimas libertades y la amistosa fraternidad con todos, tanto más cuanto que la mayor parte de la humanidad sufre todavía tan grandes necesidades, que con razón puede decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus discípulos. Que no sirva de escándalo a la humanidad el que algunos países, generalmente los que tienen una población cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros se ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el hambre, las enfermedades y toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo.

Merecen, pues, alabanza y ayuda aquellos cristianos, en especial jóvenes, que se ofrecen voluntariamente para auxiliar a los demás hombres y pueblos. Más aún, es deber del Pueblo de Dios, y los primeros los Obispos, con su palabra y ejemplo, el socorrer, en la medida de sus fuerzas, las miserias de nuestro tiempo y hacerlo, como era ante costumbre en la Iglesia, no sólo con los bienes superfluos, sino también con los necesarios.

El modo concreto de las colectas y de los repartos, sin que tenga que ser regulado de manera rígida y uniforme, ha de establecerse, sin embargo, de modo conveniente en los niveles diocesano, nacional y mundial, unida, siempre que parezca oportuno, la acción de los católicos con la de los demás hermanos cristianos. Porque el espíritu de caridad en modo alguno prohíbe el ejercicio fecundo y organizado de la acción social caritativa, sino que lo impone obligatoriamente. Por eso es necesario que quienes quieren consagrarse al servicio de los pueblos en vías de desarrollo se formen en instituciones adecuadas.

Presencia eficaz de la Iglesia en la comunidad internacional

89. La Iglesia, cuando predica, basada en su misión divina, el Evangelio a todos los hombres y ofrece los tesoros de la gracia, contribuye a la consolidación de la paz en todas partes y al establecimiento de la base firme de la convivencia fraterna entre los hombres y los pueblos, esto es, el conocimiento de la ley divina y natural. Es éste el motivo de la absolutamente necesaria presencia de la Iglesia en la comunidad de los pueblos para fomentar e incrementar la cooperación de todos, y ello tanto por sus instituciones públicas como por la plena y sincera colaboración de los cristianos, inspirada pura y exclusivamente por el deseo de servir a todos.

Este objetivo podrá alcanzarse con mayor eficacia si los fieles, conscientes de su responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por despertar en su ámbito personal de vida la pronta voluntad de cooperar con la comunidad internacional. En esta materia préstese especial cuidado a la formación de la juventud tanto en la educación religiosa como en la civil.

Participación del cristiano en las instituciones internacionales

90. Forma excelente de la actividad internacional de los cristianos es, sin duda, la colaboración que individual o colectivamente prestan en las instituciones fundadas o por fundar para fomentar la cooperación entre las naciones. A la creación pacífica y fraterna de la comunidad de los pueblos pueden servir también de múltiples maneras las varias asociaciones católicas internacionales, que hay que consolidar aumentando el número de sus miembros bien formados, los medios que necesitan y la adecuada coordinación de energías. La eficacia en la acción y la necesidad del diálogo piden en nuestra época iniciativas de equipo. Estas asociaciones contribuyen además no poco al desarrollo del sentido universal, sin duda muy apropiado para el católico, y a la formación de una conciencia de la genuina solidaridad y responsabilidad universales.

Es de desear, finalmente, que los católicos, para ejercer como es debido su función en la comunidad internacional, procuren cooperar activa y positivamente con los hermanos separados que juntamente con ellos practican la caridad evangélica, y también con todos los hombres que tienen sed de auténtica paz.

El Concilio, considerando las inmensas calamidades que oprimen todavía a la mayoría de la humanidad, para fomentar en todas partes la obra de la justicia y el amor de Cristo a los pobres juzga muy oportuno que se cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como función estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo a los países pobres y la justicia social internacional.

CONCLUSIÓN


Tarea de cada fiel y de las Iglesias particulares

91. Todo lo que, extraído del tesoro doctrinal de la Iglesia, ha propuesto el Concilio, pretende ayudar a todos los hombres de nuestros días, a los que creen en Dios y a los que no creen en El de forma explícita, a fin de que, con la más clara percepción de su entera vocación, ajusten mejor el mundo a la superior dignidad del hombre, tiendan a una fraternidad universal más profundamente arraigada y, bajo el impulso del amor, con esfuerzo generoso y unido, respondan a las urgentes exigencias de nuestra edad.

Ante la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen hoy en el mundo, esta exposición, en la mayoría de sus partes, presenta deliberadamente una forma genérica; más aún, aunque reitera la doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez trata de materias sometidas a incesante evolución, deberá ser continuada y aplicada en el futuro. Confiamos, sin embargo, que muchas de las cosas que hemos dicho, apoyados en la palabra de Dios y en el espíritu del Evangelio, podrán prestar a todos valiosa ayuda, sobre todo una vez que la adaptación a cada pueblo y a cada mentalidad haya sido llevada a cabo por los cristianos bajo la dirección de los pastores.

El diálogo entre todos los hombres

92. La Iglesia, en virtud de la misión que tiene de iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte en señal de la fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero.

Lo cual requiere, en primer lugar, que se promueva en el seno de la Iglesia la mutua estima, respeto y concordia, reconociendo todas las legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad siempre creciente, el diálogo entre todos los que integran el único Pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles. Los lazos de unión de los fieles son mucho más fuertes que los motivos de división entre ellos. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo.

Nuestro espíritu abraza al mismo tiempo a los hermanos que todavía no viven unidos a nosotros en la plenitud de comunión y abraza también a sus comunidades. Con todos ellos nos sentimos unidos por la confesión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y por el vínculo de la caridad, conscientes de que la unidad de los cristianos es objeto de esperanzas y de deseos hoy incluso por muchos que no creen en Cristo. Los avances que esta unidad realice en la verdad y en la caridad bajo la poderosa virtud y la paz para el universo mundo. Por ello, con unión de energías y en formas cada vez más adecuadas para lograr hoy con eficacia este importante propósito, procuremos que, ajustándonos cada vez más al Evangelio, cooperemos fraternalmente para servir a la familia humana, que está llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios.

Nos dirigimos también por la misma razón a todos los que creen en Dios y conservan en el legado de sus tradiciones preciados elementos religiosos y humanos, deseando que el coloquio abierto nos mueva a todos a recibir fielmente los impulsos del Espíritu y a ejecutarlos con ánimo alacre.

El deseo de este coloquio, que se siente movido hacia la verdad por impulso exclusivo de la caridad, salvando siempre la necesaria prudencia, no excluye a nadie por parte nuestra, ni siquiera a los que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no reconocen todavía al Autor de todos ellos. Ni tampoco excluye a aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varias maneras. Dios Padre es el principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser hermanos. En consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y debemos cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la edificación del mundo.

Edificación del mundo y orientación de éste a Dios

93. Los cristianos recordando la palabra del Señor: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Io 13,35), no pueden tener otro anhelo mayor que el de servir con creciente generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy. Por consiguiente, con la fiel adhesión al Evangelio y con el uso de las energías propias de éste, unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea ingente que han de cumplir en la tierra, y de la cual deberán responder ante Aquel que juzgará a todos en el último día. No todos los que dicen: "¡Señor, Señor!", entrarán en el reino de los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad del Padre y ponen manos a la obra. Quiere el Padre que reconozcamos y amemos efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que comuniquemos con los demás el misterio del amor del Padre celestial. Por esta vía, en todo el mundo los hombres se sentirán despertados a una viva esperanza, que es don del Espíritu Santo, para que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y en la suma bienaventuranza en la patria que brillará con la gloria del Señor.

"Al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén." (Eph 3,20-21).

Todas y cada una de las cosas que en esta Constitución pastoral se incluyen han obtenido el beneplácito de los Padres del sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la autoridad apostólica a Nos confiada por Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos en el Espíritu Santo, decretamos y establecemos, y ordenamos que se promulgue, para gloria de Dios, todo los aprobado conciliarmente.

Roma, en San Pedro, 7 de diciembre de 1965.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica.

Enciclica: Caritas in Veritate

CARTA ENCÍCLICA
CARITAS IN VERITATE
DEL SUMO  PONTÍFICE
BENEDICTO  XVI
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
A TODOS LOS FIELES LAICOS
Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL DESARROLLO
HUMANO  INTEGRAL
EN LA CARIDAD Y EN LA VERDAD

INTRODUCCIÓN

1. La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,22). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).

2. La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia —aleccionada por el Evangelio—, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad» (Deus caritas est): todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza.

Soy consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida, o excluida de la ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta valoración. En el ámbito social, jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades morales. De aquí la necesidad de unir no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado por San Pablo de la «veritas in caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y complementario, de «caritas in veritate». Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos un servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que contribuiremos a dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en la concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca importancia hoy, en un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola.

3. Por esta estrecha relación con la verdad, se puede reconocer a la caridad como expresión auténtica de humanidad y como elemento de importancia fundamental en las relaciones humanas, también las de carácter público. Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario. La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé» y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra.

4. Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el hombre en toda su riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la verdad es «lógos» que crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio y el testimonio cristiano de la caridad. En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. Un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales. De este modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la verdad, la caridad es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado. Queda excluida de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano de alcance universal, en el diálogo entre saberes y operatividad.

5. La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad.

La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida. Es «caritas in veritate in re sociali», anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé testimonio de esta verdad. Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los actuales.

6. «Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral. Deseo volver a recordar particularmente dos de ellos, requeridos de manera especial por el compromiso para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común.

Ante todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un sistema propio de justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable de la caridad»[1], intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima»[2], parte integrante de ese amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón[3]. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo.

7. Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social[4]. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional —también política, podríamos decir— de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones[5], dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras.

8. Al publicar en 1967 la Encíclica Populorum progressio, mi venerado predecesor Pablo VI ha iluminado el gran tema del desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo. Ha afirmado que el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo[6] y nos ha dejado la consigna de caminar por la vía del desarrollo con todo nuestro corazón y con toda nuestra inteligencia[7], es decir, con el ardor de la caridad y la sabiduría de la verdad. La verdad originaria del amor de Dios, que se nos ha dado gratuitamente, es lo que abre nuestra vida al don y hace posible esperar en un «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»[8], en el tránsito «de condiciones menos humanas a condiciones más humanas»[9], que se obtiene venciendo las dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del camino.

A más de cuarenta años de la publicación de la Encíclica, deseo rendir homenaje y honrar la memoria del gran Pontífice Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo humano integral y siguiendo la ruta que han trazado, para actualizarlas en nuestros días. Este proceso de actualización comenzó con la Encíclica Sollicitudo rei socialis, con la que el Siervo de Dios Juan Pablo II quiso conmemorar la publicación de la Populorum progressio con ocasión de su vigésimo aniversario. Hasta entonces, una conmemoración similar fue dedicada sólo a la Rerum novarum. Pasados otros veinte años más, manifiesto mi convicción de que la Populorum progressio merece ser considerada como «la Rerum novarum de la época contemporánea», que ilumina el camino de la humanidad en vías de unificación.

9. El amor en la verdad —caritas in veritate— es un gran desafío para la Iglesia en un mundo en progresiva y expansiva globalización. El riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos, de lo que proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con el progreso técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al mal con el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.

La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer[10] y no pretende «de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados»[11]. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Sin verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre la praxis, porque no está interesada en tomar en consideración los valores —a veces ni siquiera el significado— con los cuales juzgarla y orientarla. La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera. Abierta a la verdad, de cualquier saber que provenga, la doctrina social de la Iglesia la acoge, recompone en unidad los fragmentos en que a menudo la encuentra, y se hace su portadora en la vida concreta siempre nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos[12].

CAPÍTULO  PRIMERO

EL  MENSAJE 
DE  LA  POPULORUM  PROGRESSIO

10. A más de cuarenta años de su publicación, la relectura de la Populorum progressio insta a permanecer fieles a su mensaje de caridad y de verdad, considerándolo en el ámbito del magisterio específico de Pablo VI y, más en general, dentro de la tradición de la doctrina social de la Iglesia. Se han de valorar después los diversos términos en que hoy, a diferencia de entonces, se plantea el problema del desarrollo. El punto de vista correcto, por tanto, es el de la Tradición de la fe apostólica[13], patrimonio antiguo y nuevo, fuera del cual la Populorum progressio sería un documento sin raíces y las cuestiones sobre el desarrollo se reducirían únicamente a datos sociológicos.

11. La publicación de la Populorum progressio tuvo lugar poco después de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La misma Encíclica señala en los primeros párrafos su íntima relación con el Concilio.[14] Veinte años después, Juan Pablo II subrayó en la Sollicitudo rei socialis la fecunda relación de aquella Encíclica con el Concilio y, en particular, con la Constitución pastoral Gaudium et spes[15]. También yo deseo recordar aquí la importancia del Concilio Vaticano II para la Encíclica de Pablo VI y para todo el Magisterio social de los Sumos Pontífices que le han sucedido. El Concilio profundizó en lo que pertenece desde siempre a la verdad de la fe, es decir, que la Iglesia, estando al servicio de Dios, está al servicio del mundo en términos de amor y verdad. Pablo VI partía precisamente de esta visión para decirnos dos grandes verdades. La primera es que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre. Tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia o educación, sino que manifiesta toda su propia capacidad de servicio a la promoción del hombre y la fraternidad universal cuando puede contar con un régimen de libertad. Dicha libertad se ve impedida en muchos casos por prohibiciones y persecuciones, o también limitada cuando se reduce la presencia pública de la Iglesia solamente a sus actividades caritativas. La segunda verdad es que el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones[16]. Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento. Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener; así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas que la caridad universal exige. El hombre no se desarrolla únicamente con sus propias fuerzas, así como no se le puede dar sin más el desarrollo desde fuera. A lo largo de la historia, se ha creído con frecuencia que la creación de instituciones bastaba para garantizar a la humanidad el ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente, se ha depositado una confianza excesiva en dichas instituciones, casi como si ellas pudieran conseguir el objetivo deseado de manera automática. En realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite no «ver siempre en el prójimo solamente al otro»[17], sino reconocer en él la imagen divina, llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es ocuparse del otro y preocuparse por el otro»[18].

12. La relación entre la Populorum progressio y el Concilio Vaticano II no representa una fisura entre el Magisterio social de Pablo VI y el de los Pontífices que lo precedieron, puesto que el Concilio profundiza dicho magisterio en la continuidad de la vida de la Iglesia[19]. En este sentido, algunas subdivisiones abstractas de la doctrina social de la Iglesia, que aplican a las enseñanzas sociales pontificias categorías extrañas a ella, no contribuyen a clarificarla. No hay dos tipos de doctrina social, una preconciliar y otra postconciliar, diferentes entre sí, sino una única enseñanza, coherente y al mismo tiempo siempre nueva[20]. Es justo señalar las peculiaridades de una u otra Encíclica, de la enseñanza de uno u otro Pontífice, pero sin perder nunca de vista la coherencia de todo el corpus doctrinal en su conjunto[21]. Coherencia no significa un sistema cerrado, sino más bien la fidelidad dinámica a una luz recibida. La doctrina social de la Iglesia ilumina con una luz que no cambia los problemas siempre nuevos que van surgiendo[22]. Eso salvaguarda tanto el carácter permanente como histórico de este «patrimonio» doctrinal[23] que, con sus características específicas, forma parte de la Tradición siempre viva de la Iglesia[24]. La doctrina social está construida sobre el fundamento transmitido por los Apóstoles a los Padres de la Iglesia y acogido y profundizado después por los grandes Doctores cristianos. Esta doctrina se remite en definitiva al hombre nuevo, al «último Adán, Espíritu que da vida» (1 Co 15,45), y que es principio de la caridad que «no pasa nunca» (1 Co 13,8). Ha sido atestiguada por los Santos y por cuantos han dado la vida por Cristo Salvador en el campo de la justicia y la paz. En ella se expresa la tarea profética de los Sumos Pontífices de guiar apostólicamente la Iglesia de Cristo y de discernir las nuevas exigencias de la evangelización. Por estas razones, la Populorum progressio, insertada en la gran corriente de la Tradición, puede hablarnos todavía hoy a nosotros.

13. Además de su íntima unión con toda la doctrina social de la Iglesia, la Populorum progressio enlaza estrechamente con el conjunto de todo el magisterio de Pablo VI y, en particular, con su magisterio social. Sus enseñanzas sociales fueron de gran relevancia: reafirmó la importancia imprescindible del Evangelio para la construcción de la sociedad según libertad y justicia, en la perspectiva ideal e histórica de una civilización animada por el amor. Pablo VI entendió claramente que la cuestión social se había hecho mundial [25] y captó la relación recíproca entre el impulso hacia la unificación de la humanidad y el ideal cristiano de una única familia de los pueblos, solidaria en la común hermandad. Indicó en el desarrollo, humana y cristianamente entendido, el corazón del mensaje social cristiano y propuso la caridad cristiana como principal fuerza al servicio del desarrollo. Movido por el deseo de hacer plenamente visible al hombre contemporáneo el amor de Cristo, Pablo VI afrontó con firmeza cuestiones éticas importantes, sin ceder a las debilidades culturales de su tiempo.

14. Con la Carta apostólica Octogesima adveniens, de 1971, Pablo VI trató luego el tema del sentido de la política y el peligro que representaban las visiones utópicas e ideológicas que comprometían su cualidad ética y humana. Son argumentos estrechamente unidos con el desarrollo. Lamentablemente, las ideologías negativas surgen continuamente. Pablo VI ya puso en guardia sobre la ideología tecnocrática[26], hoy particularmente arraigada, consciente del gran riesgo de confiar todo el proceso del desarrollo sólo a la técnica, porque de este modo quedaría sin orientación. En sí misma considerada, la técnica es ambivalente. Si de un lado hay actualmente quien es propenso a confiar completamente a ella el proceso de desarrollo, de otro, se advierte el surgir de ideologías que niegan in toto la utilidad misma del desarrollo, considerándolo radicalmente antihumano y que sólo comporta degradación. Así, se acaba a veces por condenar, no sólo el modo erróneo e injusto en que los hombres orientan el progreso, sino también los descubrimientos científicos mismos que, por el contrario, son una oportunidad de crecimiento para todos si se usan bien. La idea de un mundo sin desarrollo expresa desconfianza en el hombre y en Dios. Por tanto, es un grave error despreciar las capacidades humanas de controlar las desviaciones del desarrollo o ignorar incluso que el hombre tiende constitutivamente a «ser más». Considerar ideológicamente como absoluto el progreso técnico y soñar con la utopía de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza originario, son dos modos opuestos para eximir al progreso de su valoración moral y, por tanto, de nuestra responsabilidad.

15. Otros dos documentos de Pablo VI, aunque no tan estrechamente relacionados con la doctrina social —la Encíclica Humanae vitae, del 25 de julio de 1968, y la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, del 8 de diciembre de 1975— son muy importantes para delinear el sentido plenamente humano del desarrollo propuesto por la Iglesia. Por tanto, es oportuno leer también estos textos en relación con la Populorum progressio.

La Encíclica Humanae vitae subraya el sentido unitivo y procreador a la vez de la sexualidad, poniendo así como fundamento de la sociedad la pareja de los esposos, hombre y mujer, que se acogen recíprocamente en la distinción y en la complementariedad; una pareja, pues, abierta a la vida[27]. No se trata de una moral meramente individual: la Humanae vitae señala los fuertes vínculos entre ética de la vida y ética social, inaugurando una temática del magisterio que ha ido tomando cuerpo poco a poco en varios documentos y, por último, en la Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II[28]. La Iglesia propone con fuerza esta relación entre ética de la vida y ética social, consciente de que «no puede tener bases sólidas, una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando y tolerando las más variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana, sobre todo si es débil y marginada»[29].

La Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi guarda una relación muy estrecha con el desarrollo, en cuanto «la evangelización —escribe Pablo VI— no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre»[30]. «Entre evangelización y promoción humana (desarrollo, liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes»[31]: partiendo de esta convicción, Pablo VI aclaró la relación entre el anuncio de Cristo y la promoción de la persona en la sociedad. El testimonio de la caridad de Cristo mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa todo el hombre. Sobre estas importantes enseñanzas se funda el aspecto misionero [32] de la doctrina social de la Iglesia, como un elemento esencial de evangelización[33]. Es anuncio y testimonio de la fe. Es instrumento y fuente imprescindible para educarse en ella.

16. En la Populorum progressio, Pablo VI nos ha querido decir, ante todo, que el progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación: «En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación»[34]. Esto es precisamente lo que legitima la intervención de la Iglesia en la problemática del desarrollo. Si éste afectase sólo a los aspectos técnicos de la vida del hombre, y no al sentido de su caminar en la historia junto con sus otros hermanos, ni al descubrimiento de la meta de este camino, la Iglesia no tendría por qué hablar de él. Pablo VI, como ya León XIII en la Rerum novarum[35], era consciente de cumplir un deber propio de su ministerio al proyectar la luz del Evangelio sobre las cuestiones sociales de su tiempo[36].

Decir que el desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un lado, que éste nace de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su significado último por sí mismo. Con buenos motivos, la palabra «vocación» aparece de nuevo en otro pasaje de la Encíclica, donde se afirma: «No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida humana»[37]. Esta visión del progreso es el corazón de la Populorum progressio y motiva todas las reflexiones de Pablo VI sobre la libertad, la verdad y la caridad en el desarrollo. Es también la razón principal por lo que aquella Encíclica todavía es actual en nuestros días.

17. La vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. El desarrollo humano integral supone la libertad responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana. Los «mesianismos prometedores, pero forjadores de ilusiones»[38] basan siempre sus propias propuestas en la negación de la dimensión trascendente del desarrollo, seguros de tenerlo todo a su disposición. Esta falsa seguridad se convierte en debilidad, porque comporta el sometimiento del hombre, reducido a un medio para el desarrollo, mientras que la humildad de quien acoge una vocación se transforma en verdadera autonomía, porque hace libre a la persona. Pablo VI no tiene duda de que hay obstáculos y condicionamientos que frenan el desarrollo, pero tiene también la certeza de que «cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso»[39]. Esta libertad se refiere al desarrollo que tenemos ante nosotros pero, al mismo tiempo, también a las situaciones de subdesarrollo, que no son fruto de la casualidad o de una necesidad histórica, sino que dependen de la responsabilidad humana. Por eso, «los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos»[40]. También esto es vocación, en cuanto llamada de hombres libres a hombres libres para asumir una responsabilidad común. Pablo VI percibía netamente la importancia de las estructuras económicas y de las instituciones, pero se daba cuenta con igual claridad de que la naturaleza de éstas era ser instrumentos de la libertad humana. Sólo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano; sólo en un régimen de libertad responsable puede crecer de manera adecuada.

18. Además de la libertad, el desarrollo humano integral como vocación exige también que se respete la verdad. La vocación al progreso impulsa a los hombres a «hacer, conocer y tener más para ser más»[41]. Pero la cuestión es: ¿qué significa «ser más»? A esta pregunta, Pablo VI responde indicando lo que comporta esencialmente el «auténtico desarrollo»: «debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre»[42]. En la concurrencia entre las diferentes visiones del hombre que, más aún que en la sociedad de Pablo VI, se proponen también en la de hoy, la visión cristiana tiene la peculiaridad de afirmar y justificar el valor incondicional de la persona humana y el sentido de su crecimiento. La vocación cristiana al desarrollo ayuda a buscar la promoción de todos los hombres y de todo el hombre. Pablo VI escribe: «Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de hombres, hasta la humanidad entera»[43]. La fe cristiana se ocupa del desarrollo, no apoyándose en privilegios o posiciones de poder, ni tampoco en los méritos de los cristianos, que ciertamente se han dado y también hoy se dan, junto con sus naturales limitaciones[44], sino sólo en Cristo, al cual debe remitirse toda vocación auténtica al desarrollo humano integral. El Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo porque, en él, Cristo, «en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»[45]. Con las enseñanzas de su Señor, la Iglesia escruta los signos de los tiempos, los interpreta y ofrece al mundo «lo que ella posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad»[46]. Precisamente porque Dios pronuncia el «sí» más grande al hombre[47], el hombre no puede dejar de abrirse a la vocación divina para realizar el propio desarrollo. La verdad del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es verdadero desarrollo. Éste es el mensaje central de la Populorum progressio, válido hoy y siempre. El desarrollo humano integral en el plano natural, al ser respuesta a una vocación de Dios creador[48], requiere su autentificación en «un humanismo trascendental, que da [al hombre] su mayor plenitud; ésta es la finalidad suprema del desarrollo personal»[49]. Por tanto, la vocación cristiana a dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el sobrenatural; éste es el motivo por el que, «cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el “bien”, empieza a disiparse»[50].

19. Finalmente, la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea la caridad. En la Encíclica Populorum progressio, Pablo VI señaló que las causas del subdesarrollo no son principalmente de orden material. Nos invitó a buscarlas en otras dimensiones del hombre. Ante todo, en la voluntad, que con frecuencia se desentiende  de los deberes de la solidaridad. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar adecuadamente el deseo. Por eso, para alcanzar el desarrollo hacen falta «pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse a sí mismo»[51]. Pero eso no es todo. El subdesarrollo tiene una causa más importante aún que la falta de pensamiento: es «la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos»[52]. Esta fraternidad, ¿podrán lograrla alguna vez los hombres por sí solos? La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna. Pablo VI, presentando los diversos niveles del proceso de desarrollo del hombre, puso en lo más alto, después de haber mencionado la fe, «la unidad de la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres»[53].

20. Estas perspectivas abiertas por la Populorum progressio siguen siendo fundamentales para dar vida y orientación a nuestro compromiso por el desarrollo de los pueblos. Además, la Populorum progressio subraya reiteradamente la urgencia de las reformas[54] y pide que, ante los grandes problemas de la injusticia en el desarrollo de los pueblos, se actúe con valor y sin demora. Esta urgencia viene impuesta también por la caridad en la verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas, no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige tomarla en consideración para comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el «corazón», con el fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas.

 

CAPÍTULO  SEGUNDO

EL  DESARROLLO  HUMANO 
EN  NUESTRO  TIEMPO

21. Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con el término «desarrollo» quiso indicar ante todo el objetivo de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político, la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz. Después de tantos años, al ver con preocupación el desarrollo y la perspectiva de las crisis que se suceden en estos tiempos, nos preguntamos hasta qué punto se han cumplido las expectativas de Pablo VI siguiendo el modelo de desarrollo que se ha adoptado en las últimas décadas. Por tanto, reconocemos que estaba fundada la preocupación de la Iglesia por la capacidad del hombre meramente tecnológico para fijar objetivos realistas y poder gestionar constante y adecuadamente los instrumentos disponibles. La ganancia es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza. El desarrollo económico que Pablo VI deseaba era el que produjera un crecimiento real, extensible a todos y concretamente sostenible. Es verdad que el desarrollo ha sido y sigue siendo un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de millones de personas y que, últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad de participar efectivamente en la política internacional. Sin embargo, se ha de reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto. Ésta nos pone improrrogablemente ante decisiones que afectan cada vez más al destino mismo del hombre, el cual, por lo demás, no puede prescindir de su naturaleza. Las fuerzas técnicas que se mueven, las interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre la economía real de una actividad financiera mal utilizada y en buena parte especulativa, los imponentes flujos migratorios, frecuentemente provocados y después no gestionados adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la tierra, nos induce hoy a reflexionar sobre las medidas necesarias para solucionar problemas que no sólo son nuevos respecto a los afrontados por el Papa Pablo VI, sino también, y sobre todo, que tienen un efecto decisivo para el bien presente y futuro de la humanidad. Los aspectos de la crisis y sus soluciones, así como la posibilidad de un nuevo desarrollo futuro, están cada vez más interrelacionados, se implican recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y una nueva síntesis humanista. Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada.

22. Hoy, el cuadro del desarrollo se despliega en múltiples ámbitos. Los actores y las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las culpas y los méritos son muchos y diferentes. Esto debería llevar a liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas. Como ya señaló Juan Pablo II[55], la línea de demarcación entre países ricos y pobres ahora no es tan neta como en tiempos de la Populorum progressio. La riqueza mundial crece en términos absolutos, pero aumentan también las desigualdades. En los países ricos, nuevas categorías sociales se empobrecen y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más pobres, algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora. Se sigue produciendo «el escándalo de las disparidades hirientes»[56]. Lamentablemente, hay corrupción e ilegalidad tanto en el comportamiento de sujetos económicos y políticos de los países ricos, nuevos y antiguos, como en los países pobres. La falta de respeto de los derechos humanos de los trabajadores es provocada a veces por grandes empresas multinacionales y también por grupos de producción local. Las ayudas internacionales se han desviado con frecuencia de su finalidad por irresponsabilidades tanto en los donantes como en los beneficiarios. Podemos encontrar la misma articulación de responsabilidades también en el ámbito de las causas inmateriales o culturales del desarrollo y el subdesarrollo. Hay formas excesivas de protección de los conocimientos por parte de los países ricos, a través de un empleo demasiado rígido del derecho a la propiedad intelectual, especialmente en el campo sanitario. Al mismo tiempo, en algunos países pobres perduran modelos culturales y normas sociales de comportamiento que frenan el proceso de desarrollo.

23. Hoy, muchas áreas del planeta se han desarrollado, aunque de modo problemático y desigual, entrando a formar parte del grupo de las grandes potencias destinado a jugar un papel importante en el futuro. Pero se ha de subrayar que no basta progresar sólo desde el punto de vista económico y tecnológico. El desarrollo necesita ser ante todo auténtico e integral. El salir del atraso económico, algo en sí mismo positivo, no soluciona la problemática compleja de la promoción del hombre, ni en los países protagonistas de estos adelantos, ni en los países económicamente ya desarrollados, ni en los que todavía son pobres, los cuales pueden sufrir, además de antiguas formas de explotación, las consecuencias negativas que se derivan de un crecimiento marcado por desviaciones y desequilibrios.

Tras el derrumbe de los sistemas económicos y políticos de los países comunistas de Europa Oriental y el fin de los llamados «bloques contrapuestos», hubiera sido necesario un replanteamiento total del desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II, quien en 1987 indicó que la existencia de estos «bloques» era una de las principales causas del subdesarrollo[57], pues la política sustraía recursos a la economía y a la cultura, y la ideología inhibía la libertad. En 1991, después de los acontecimientos de 1989, pidió también que el fin de los bloques se correspondiera con un nuevo modo de proyectar globalmente el desarrollo, no sólo en aquellos países, sino también en Occidente y en las partes del mundo que se estaban desarrollando[58]. Esto ha ocurrido sólo en parte, y sigue siendo un deber llevarlo a cabo, tal vez aprovechando precisamente las medidas necesarias para superar los problemas económicos actuales.

24. El mundo que Pablo VI tenía ante sí, aunque el proceso de socialización estuviera ya avanzado y pudo hablar de una cuestión social que se había hecho mundial, estaba aún mucho menos integrado que el actual. La actividad económica y la función política se movían en gran parte dentro de los mismos confines y podían contar, por tanto, la una con la otra. La actividad productiva tenía lugar predominantemente en los ámbitos nacionales y las inversiones financieras circulaban de forma bastante limitada con el extranjero, de manera que la política de muchos estados podía fijar todavía las prioridades de la economía y, de algún modo, gobernar su curso con los instrumentos que tenía a su disposición. Por este motivo, la Populorum progressio asignó un papel central, aunque no exclusivo, a los «poderes públicos»[59].

En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios de producción materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder político de los estados.

Hoy, aprendiendo también la lección que proviene de la crisis económica actual, en la que los poderes públicos del Estado se ven llamados directamente a corregir errores y disfunciones, parece más realista una renovada valoración de su papel y de su poder, que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos. Con un papel mejor ponderado de los poderes públicos, es previsible que se fortalezcan las nuevas formas de participación en la política nacional e internacional que tienen lugar a través de la actuación de las organizaciones de la sociedad civil; en este sentido, es de desear que haya mayor atención y participación en la res publica por parte de los ciudadanos.

25. Desde el punto de vista social, a los sistemas de protección y previsión, ya existentes en tiempos de Pablo VI en muchos países, les cuesta trabajo, y les costará todavía más en el futuro, lograr sus objetivos de verdadera justicia social dentro de un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El mercado, al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países ricos, la búsqueda de áreas en las que emplazar la producción a bajo coste con el fin de reducir los precios de muchos bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar por tanto el índice de crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio mercado interior. Consiguientemente, el mercado ha estimulado nuevas formas de competencia entre los estados con el fin de atraer centros productivos de empresas extranjeras, adoptando diversas medidas, como una fiscalidad favorable y la falta de reglamentación del mundo del trabajo. Estos procesos han llevado a la reducción de la red de seguridad social a cambio de la búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado global, con grave peligro para los derechos de los trabajadores, para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad en las tradicionales formas del Estado social. Los sistemas de seguridad social pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto en los países pobres, como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde hace tiempo. En este punto, las políticas de balance, con los recortes al gasto social, con frecuencia promovidos también por las instituciones financieras internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta de protección eficaz por parte de las asociaciones de los trabajadores. El conjunto de los cambios sociales y económicos hace que las organizaciones sindicales tengan mayores dificultades para desarrollar su tarea de representación de los intereses de los trabajadores, también porque los gobiernos, por razones de utilidad económica, limitan a menudo las libertades sindicales o la capacidad de negociación de los sindicatos mismos. Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas a superar mayores obstáculos. Por tanto, la invitación de la doctrina social de la Iglesia, empezando por la Rerum novarum[60], a dar vida a asociaciones de trabajadores para defender sus propios derechos ha de ser respetada, hoy más que ayer, dando ante todo una respuesta pronta y de altas miras a la urgencia de establecer nuevas sinergias en el ámbito internacional y local.

La movilidad laboral, asociada a la desregulación generalizada, ha sido un fenómeno importante, no exento de aspectos positivos porque estimula la producción de nueva riqueza y el intercambio entre culturas diferentes. Sin embargo, cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad psicológica, de dificultad para abrirse caminos coherentes en la vida, incluido el del matrimonio. Como consecuencia, se producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio social. Respecto a lo que sucedía en la sociedad industrial del pasado, el paro provoca hoy nuevas formas de irrelevancia económica, y la actual crisis sólo puede empeorar dicha situación. El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual. Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan en dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social»[61].

26. En el plano cultural, las diferencias son aún más acusadas que en la época de Pablo VI. Entonces, las culturas estaban generalmente bien definidas y tenían más posibilidades de defenderse ante los intentos de hacerlas homogéneas. Hoy, las posibilidades de interacción entre las culturas han aumentado notablemente, dando lugar a nuevas perspectivas de diálogo intercultural, un diálogo que, para ser eficaz, ha de tener como punto de partida una toma de conciencia de la identidad específica de los diversos interlocutores. Pero no se ha de olvidar que la progresiva mercantilización de los intercambios culturales aumenta hoy un doble riesgo. Se nota, en primer lugar, un eclecticismo cultural asumido con frecuencia de manera acrítica: se piensa en las culturas como superpuestas unas a otras, sustancialmente equivalentes e intercambiables. Eso induce a caer en un relativismo que en nada ayuda al verdadero diálogo intercultural; en el plano social, el relativismo cultural provoca que los grupos culturales estén juntos o convivan, pero separados, sin diálogo auténtico y, por lo tanto, sin verdadera integración. Existe, en segundo lugar, el peligro opuesto de rebajar la cultura y homologar los comportamientos y estilos de vida. De este modo, se pierde el sentido profundo de la cultura de las diferentes naciones, de las tradiciones de los diversos pueblos, en cuyo marco la persona se enfrenta a las cuestiones fundamentales de la existencia[62]. El eclecticismo y el bajo nivel cultural coinciden en separar la cultura de la naturaleza humana. Así, las culturas ya no saben encontrar su lugar en una naturaleza que las transciende[63], terminando por reducir al hombre a mero dato cultural. Cuando esto ocurre, la humanidad corre nuevos riesgos de sometimiento y manipulación.

27. En muchos países pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema inseguridad de vida a causa de la falta de alimentación: el hambre causa todavía muchas víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa del rico epulón, como en cambio Pablo VI deseaba[64]. Dar de comer a los hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42) es un imperativo ético para la Iglesia universal, que responde a las enseñanzas de su Fundador, el Señor Jesús, sobre la solidaridad y el compartir. Además, en la era de la globalización, eliminar el hambre en el mundo se ha convertido también en una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta. El hambre no depende tanto de la escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos sociales, el más importante de los cuales es de tipo institucional. Es decir, falta un sistema de instituciones económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto de vista nutricional, como de afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales, provocadas por causas naturales o por la irresponsabilidad política nacional e internacional. El problema de la inseguridad alimentaria debe ser planteado en una perspectiva de largo plazo, eliminando las causas estructurales que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres mediante inversiones en infraestructuras rurales, sistemas de riego, transportes, organización de los mercados, formación y difusión de técnicas agrícolas apropiadas, capaces de utilizar del mejor modo los recursos humanos, naturales y socio-económicos, que se puedan obtener preferiblemente en el propio lugar, para asegurar así también su sostenibilidad a largo plazo. Todo eso ha de llevarse a cabo implicando a las comunidades locales en las opciones y decisiones referentes a la tierra de cultivo. En esta perspectiva, podría ser útil tener en cuenta las nuevas fronteras que se han abierto en el empleo correcto de las técnicas de producción agrícola tradicional, así como las más innovadoras, en el caso de que éstas hayan sido reconocidas, tras una adecuada verificación, convenientes, respetuosas del ambiente y atentas a las poblaciones más desfavorecidas. Al mismo tiempo, no se debería descuidar la cuestión de una reforma agraria ecuánime en los países en desarrollo. El derecho a la alimentación y al agua tiene un papel importante para conseguir otros derechos, comenzando ante todo por el derecho primario a la vida. Por tanto, es necesario que madure una conciencia solidaria que considere la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones[65]. Es importante destacar, además, que la vía solidaria hacia el desarrollo de los países pobres puede ser un proyecto de solución de la crisis global actual, como lo han intuido en los últimos tiempos hombres políticos y responsables de instituciones internacionales. Apoyando a los países económicamente pobres mediante planes de financiación inspirados en la solidaridad, con el fin de que ellos mismos puedan satisfacer las necesidades de bienes de consumo y desarrollo de los propios ciudadanos, no sólo se puede producir un verdadero crecimiento económico, sino que se puede contribuir también a sostener la capacidad productiva de los países ricos, que corre peligro de quedar comprometida por la crisis.

28. Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse de las cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el concepto de pobreza [66] y de subdesarrollo a los problemas vinculados con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se ve impedida de diversas formas.

La situación de pobreza no sólo provoca todavía en muchas zonas un alto índice de mortalidad infantil, sino que en varias partes del mundo persisten prácticas de control demográfico por parte de los gobiernos, que con frecuencia difunden la contracepción y llegan incluso a imponer también el aborto. En los países económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias a la vida están muy extendidas y han condicionado ya las costumbres y la praxis, contribuyendo a difundir una mentalidad antinatalista, que muchas veces se trata de transmitir también a otros estados como si fuera un progreso cultural.

Algunas organizaciones no gubernamentales, además, difunden el aborto, promoviendo a veces en los países pobres la adopción de la práctica de la esterilización, incluso en mujeres a quienes no se pide su consentimiento. Por añadidura, existe la sospecha fundada de que, en ocasiones, las ayudas al desarrollo se condicionan a determinadas políticas sanitarias que implican de hecho la imposición de un fuerte control de la natalidad. Preocupan también tanto las legislaciones que aceptan la eutanasia como las presiones de grupos nacionales e internacionales que reivindican su reconocimiento jurídico.

La apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social[67]. La acogida de la vida forja las energías morales y capacita para la ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la vida, los pueblos ricos pueden comprender mejor las necesidades de los que son pobres, evitar el empleo de ingentes recursos económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas entre los propios ciudadanos y promover, por el contrario, buenas actuaciones en la perspectiva de una producción moralmente sana y solidaria, en el respeto del derecho fundamental de cada pueblo y cada persona a la vida.

29. Hay otro aspecto de la vida de hoy, muy estrechamente unido con el desarrollo: la negación del derecho a la libertad religiosa. No me refiero sólo a las luchas y conflictos que todavía se producen en el mundo por motivos religiosos, aunque a veces la religión sea solamente una cobertura para razones de otro tipo, como el afán de poder y riqueza. En efecto, hoy se mata frecuentemente en el nombre sagrado de Dios, como muchas veces ha manifestado y deplorado públicamente mi predecesor Juan Pablo II y yo mismo[68]. La violencia frena el desarrollo auténtico e impide la evolución de los pueblos hacia un mayor bienestar socioeconómico y espiritual. Esto ocurre especialmente con el terrorismo de inspiración fundamentalista[69], que causa dolor, devastación y muerte, bloquea el diálogo entre las naciones y desvía grandes recursos de su empleo pacífico y civil. No obstante, se ha de añadir que, además del fanatismo religioso que impide el ejercicio del derecho a la libertad de religión en algunos ambientes, también la promoción programada de la indiferencia religiosa o del ateísmo práctico por parte de muchos países contrasta con las necesidades del desarrollo de los pueblos, sustrayéndoles bienes espirituales y humanos. Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre en cuanto, habiéndolo creado a su imagen, funda también su dignidad trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de «ser más». El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual[70], sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado desde siempre. Si el hombre fuera fruto sólo del azar o la necesidad, o si tuviera que reducir sus aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en que vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre no tuviera una naturaleza destinada a transcenderse en una vida sobrenatural, podría hablarse de incremento o de evolución, pero no de desarrollo. Cuando el Estado promueve, enseña, o incluso impone formas de ateísmo práctico, priva a sus ciudadanos de la fuerza moral y espiritual indispensable para comprometerse en el desarrollo humano integral y les impide avanzar con renovado dinamismo en su compromiso en favor de una respuesta humana más generosa al amor divino[71]. Y también se da el caso de que países económicamente desarrollados o emergentes exporten a los países pobres, en el contexto de sus relaciones culturales, comerciales y políticas, esta visión restringida de la persona y su destino. Éste es el daño que el «superdesarrollo»[72] produce al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el «subdesarrollo moral»[73].

30. En esta línea, el tema del desarrollo humano integral adquiere un alcance aún más complejo: la correlación entre sus múltiples elementos exige un esfuerzo para que los diferentes ámbitos del saber humano sean interactivos, con vistas a la promoción de un verdadero desarrollo de los pueblos. Con frecuencia, se cree que basta aplicar el desarrollo o las medidas socioeconómicas correspondientes mediante una actuación común. Sin embargo, este actuar común necesita ser orientado, porque «toda acción social implica una doctrina»[74]. Teniendo en cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las diferentes disciplinas deben colaborar en una interdisciplinariedad ordenada. La caridad no excluye el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca es sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a cálculo y experimentación, pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser «sazonado» con la «sal» de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor. En efecto, «el que está animado de una verdadera caridad es ingenioso para descubrir las causas de la miseria, para encontrar los medios de combatirla, para vencerla con intrepidez»[75]. Al afrontar los fenómenos que tenemos delante, la caridad en la verdad exige ante todo conocer y entender, conscientes y respetuosos de la competencia específica de cada ámbito del saber. La caridad no es una añadidura posterior, casi como un apéndice al trabajo ya concluido de las diferentes disciplinas, sino que dialoga con ellas desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad[76]. Pero ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor.

31. Esto significa que la valoración moral y la investigación científica deben crecer juntas, y que la caridad ha de animarlas en un conjunto interdisciplinar armónico, hecho de unidad y distinción. La doctrina social de la Iglesia, que tiene «una importante dimensión interdisciplinar»[77], puede desempeñar en esta perspectiva una función de eficacia extraordinaria. Permite a la fe, a la teología, a la metafísica y a las ciencias encontrar su lugar dentro de una colaboración al servicio del hombre. La doctrina social de la Iglesia ejerce especialmente en esto su dimensión sapiencial. Pablo VI vio con claridad que una de las causas del subdesarrollo es una falta de sabiduría, de reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora[78], y que requiere «una clara visión de todos los aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales»[79]. La excesiva sectorización del saber[80], el cerrarse de las ciencias humanas a la metafísica[81], las dificultades del diálogo entre las ciencias y la teología, no sólo dañan el desarrollo del saber, sino también el desarrollo de los pueblos, pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la visión de todo el bien del hombre en las diferentes dimensiones que lo caracterizan. Es indispensable «ampliar nuestro concepto de razón y de su uso»[82] para conseguir ponderar adecuadamente todos los términos de la cuestión del desarrollo y de la solución de los problemas socioeconómicos.

32. Las grandes novedades que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los pueblos plantean en muchos casos la exigencia de nuevas soluciones. Éstas han de buscarse, a la vez, en el respeto de las leyes propias de cada cosa y a la luz de una visión integral del hombre que refleje los diversos aspectos de la persona humana, considerada con la mirada purificada por la caridad. Así se descubrirán singulares convergencias y posibilidades concretas de solución, sin renunciar a ningún componente fundamental de la vida humana.

La dignidad de la persona y las exigencias de la justicia requieren, sobre todo hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades [83] y que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan. Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la «razón económica». El aumento sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del «capital social», es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil.

La ciencia económica nos dice también que una situación de inseguridad estructural da origen a actitudes antiproductivas y al derroche de recursos humanos, en cuanto que el trabajador tiende a adaptarse pasivamente a los mecanismos automáticos, en vez de dar espacio a la creatividad. También sobre este punto hay una convergencia entre ciencia económica y valoración moral. Los costes humanos son siempre también costes económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos.

Además, se ha de recordar que rebajar las culturas a la dimensión tecnológica, aunque puede favorecer la obtención de beneficios a corto plazo, a la larga obstaculiza el enriquecimiento mutuo y las dinámicas de colaboración. Es importante distinguir entre consideraciones económicas o sociológicas a corto y largo plazo. Reducir el nivel de tutela de los derechos de los trabajadores y renunciar a mecanismos de redistribución del rédito con el fin de que el país adquiera mayor competitividad internacional, impiden consolidar un desarrollo duradero. Por tanto, se han de valorar cuidadosamente las consecuencias que tienen sobre las personas las tendencias actuales hacia una economía de corto, a veces brevísimo plazo. Esto exige «una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines»[84], además de una honda revisión con amplitud de miras del modelo de desarrollo, para corregir sus disfunciones y desviaciones. Lo exige, en realidad, el estado de salud ecológica del planeta; lo requiere sobre todo la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son evidentes en todas las partes del mundo desde hace tiempo.

33. Más de cuarenta años después de la Populorum progressio, su argumento de fondo, el progreso, sigue siendo aún un problema abierto, que se ha hecho más agudo y perentorio por la crisis económico-financiera que se está produciendo. Aunque algunas zonas del planeta que sufrían la pobreza han experimentado cambios notables en términos de crecimiento económico y participación en la producción mundial, otras viven todavía en una situación de miseria comparable a la que había en tiempos de Pablo VI y, en algún caso, puede decirse que peor. Es significativo que algunas causas de esta situación fueran ya señaladas en la Populorum progressio, como por ejemplo, los altos aranceles aduaneros impuestos por los países económicamente desarrollados, que todavía impiden a los productos procedentes de los países pobres llegar a los mercados de los países ricos. En cambio, otras causas que la Encíclica sólo esbozó, han adquirido después mayor relieve. Este es el caso de la valoración del proceso de descolonización, por entonces en pleno auge. Pablo VI deseaba un itinerario autónomo que se recorriera en paz y libertad. Después de más de cuarenta años, hemos de reconocer lo difícil que ha sido este recorrido, tanto por nuevas formas de colonialismo y dependencia de antiguos y nuevos países hegemónicos, como por graves irresponsabilidades internas en los propios países que se han independizado.

La novedad principal ha sido el estallido de la interdependencia planetaria, ya comúnmente llamada globalización. Pablo VI lo había previsto parcialmente, pero es sorprendente el alcance y la impetuosidad de su auge. Surgido en los países económicamente desarrollados, este proceso ha implicado por su naturaleza a todas las economías. Ha sido el motor principal para que regiones enteras superaran el subdesarrollo y es, de por sí, una gran oportunidad. Sin embargo, sin la guía de la caridad en la verdad, este impulso planetario puede contribuir a crear riesgo de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la familia humana. Por eso, la caridad y la verdad nos plantean un compromiso inédito y creativo, ciertamente muy vasto y complejo. Se trata de ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes dinámicas, animándolas en la perspectiva de esa «civilización del amor», de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura.

 

CAPÍTULO  TERCERO

FRATERNIDAD, 
DESARROLLO  ECONÓMICO 
Y  SOCIEDAD  CIVIL

34. La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres»[85]. Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además, la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían. Como he afirmado en la Encíclica Spe salvi, se elimina así de la historia la esperanza cristiana[86], que no obstante es un poderoso recurso social al servicio del desarrollo humano integral, en la libertad y en la justicia. La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la voluntad[87]. Está ya presente en la fe, que la suscita. La caridad en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la manifiesta. Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para con nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín[88]. Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano»[89].

Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines. La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal. La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro, que el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad.

35. Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve. En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave.

Pablo VI subraya oportunamente en la Populorum progressio que el sistema económico mismo se habría aventajado con la práctica generalizada de la justicia, pues los primeros beneficiarios del desarrollo de los países pobres hubieran sido los países ricos[90]. No se trata sólo de remediar el mal funcionamiento con las ayudas. No se debe considerar a los pobres como un «fardo»[91], sino como una riqueza incluso desde el punto de vista estrictamente económico. No obstante, se ha de considerar equivocada la visión de quienes piensan que la economía de mercado tiene necesidad estructural de una cuota de pobreza y de subdesarrollo para funcionar mejor. Al mercado le interesa promover la emancipación, pero no puede lograrlo por sí mismo, porque no puede producir lo que está fuera de su alcance. Ha de sacar fuerzas morales de otras instancias que sean capaces de generarlas.

36. La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios.

La Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no debe considerarse antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente humanas. Es verdad que el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido. No se debe olvidar que el mercado no existe en su estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al medio o instrumento sino al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social.

La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o «después» de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente.

El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo.

37. La doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre que la justicia afecta a todas las fases de la actividad económica, porque en todo momento tiene que ver con el hombre y con sus derechos. La obtención de recursos, la financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral. Lo confirman las ciencias sociales y las tendencias de la economía contemporánea. Hace algún tiempo, tal vez se podía confiar primero a la economía la producción de riqueza y asignar después a la política la tarea de su distribución. Hoy resulta más difícil, dado que las actividades económicas no se limitan a territorios definidos, mientras que las autoridades gubernativas siguen siendo sobre todo locales. Además, las normas de justicia deben ser respetadas desde el principio y durante el proceso económico, y no sólo después o colateralmente. Para eso es necesario que en el mercado se dé cabida a actividades económicas de sujetos que optan libremente por ejercer su gestión movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar por ello a producir valor económico. Muchos planteamientos económicos provenientes de iniciativas religiosas y laicas demuestran que esto es realmente posible.

En la época de la globalización, la economía refleja modelos competitivos vinculados a culturas muy diversas entre sí. El comportamiento económico y empresarial que se desprende tiene en común principalmente el respeto de la justicia conmutativa. Indudablemente, la vida económica tiene necesidad del contrato para regular las relaciones de intercambio entre valores equivalentes. Pero necesita igualmente leyes justas y formas de redistribución guiadas por la política, además de obras caracterizadas por el espíritu del don. La economía globalizada parece privilegiar la primera lógica, la del intercambio contractual, pero directa o indirectamente demuestra que necesita a las otras dos, la lógica de la política y la lógica del don sin contrapartida.

38. En la Centesimus annus, mi predecesor Juan Pablo II señaló esta problemática al advertir la necesidad de un sistema basado en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad civil[92]. Consideró que la sociedad civil era el ámbito más apropiado para una economía de la gratuidad y de la fraternidad, sin negarla en los otros dos ámbitos. Hoy podemos decir que la vida económica debe ser comprendida como una realidad de múltiples dimensiones: en todas ellas, aunque en medida diferente y con modalidades específicas, debe haber respeto a la reciprocidad fraterna. En la época de la globalización, la actividad económica no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus diversas instancias y agentes. Se trata, en definitiva, de una forma concreta y profunda de democracia económica. La solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos[93]; por tanto no se la puede dejar solamente en manos del Estado. Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia. Se requiere, por tanto, un mercado en el cual puedan operar libremente, con igualdad de oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales diversos. Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes tipos de empresa pública, deben poderse establecer y desenvolver aquellas organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y sociales. De su recíproca interacción en el mercado se puede esperar una especie de combinación entre los comportamientos de empresa y, con ella, una atención más sensible a una civilización de la economía. En este caso, caridad en la verdad significa la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo.

39. Pablo VI pedía en la Populorum progressio que se llegase a un modelo de economía de mercado capaz de incluir, al menos tendencialmente, a todos los pueblos, y no solamente a los particularmente dotados. Pedía un compromiso para promover un mundo más humano para todos, un mundo «en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros»[94]. Así, extendía al plano universal las mismas exigencias y aspiraciones de la Rerum novarum, escrita como consecuencia de la revolución industrial, cuando se afirmó por primera vez la idea —seguramente avanzada para aquel tiempo— de que el orden civil, para sostenerse, necesitaba la intervención redistributiva del Estado. Hoy, esta visión de la Rerum novarum, además de puesta en crisis por los procesos de apertura de los mercados y de las sociedades, se muestra incompleta para satisfacer las exigencias de una economía plenamente humana. Lo que la doctrina de la Iglesia ha sostenido siempre, partiendo de su visión del hombre y de la sociedad, es necesario también hoy para las dinámicas características de la globalización.

Cuando la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen de acuerdo para mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia, se debilita a la larga la solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos, la participación, el sentido de pertenencia y el obrar gratuitamente, que no se identifican con el «dar para tener», propio de la lógica de la compraventa, ni con el «dar por deber», propio de la lógica de las intervenciones públicas, que el Estado impone por ley. La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión. El binomio exclusivo mercado-Estado corroe la sociabilidad, mientras que las formas de economía solidaria, que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella, crean sociabilidad. El mercado de la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas no se pueden prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco.

40. Las actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones, requieren también cambios profundos en el modo de entender la empresa. Antiguas modalidades de la vida empresarial van desapareciendo, mientras otras más prometedoras se perfilan en el horizonte. Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su dimensión social. Debido a su continuo crecimiento y a la necesidad de mayores capitales, cada vez son menos las empresas que dependen de un único empresario estable que se sienta responsable a largo plazo, y no sólo por poco tiempo, de la vida y los resultados de su empresa, y cada vez son menos las empresas que dependen de un único territorio. Además, la llamada deslocalización de la actividad productiva puede atenuar en el empresario el sentido de responsabilidad respecto a los interesados, como los trabajadores, los proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente y a la sociedad más amplia que lo rodea, en favor de los accionistas, que no están sujetos a un espacio concreto y gozan por tanto de una extraordinaria movilidad. El mercado internacional de los capitales, en efecto, ofrece hoy una gran libertad de acción. Sin embargo, también es verdad que se está extendiendo la conciencia de la necesidad de una «responsabilidad social» más amplia de la empresa. Aunque no todos los planteamientos éticos que guían hoy el debate sobre la responsabilidad social de la empresa son aceptables según la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, es cierto que se va difundiendo cada vez más la convicción según la cual la gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios, sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los diversos elementos de producción, la comunidad de referencia. En los últimos años se ha notado el crecimiento de una clase cosmopolita de manager, que a menudo responde sólo a las pretensiones de los nuevos accionistas de referencia compuestos generalmente por fondos anónimos que establecen su retribución. Pero también hay muchos managers hoy que, con un análisis más previsor, se percatan cada vez más de los profundos lazos de su empresa con el territorio o territorios en que desarrolla su actividad. Pablo VI invitaba a valorar seriamente el daño que la trasferencia de capitales al extranjero, por puro provecho personal, puede ocasionar a la propia nación[95]. Juan Pablo II advertía que invertir tiene siempre un significado moral, además de económico[96]. Se ha de reiterar que todo esto mantiene su validez en nuestros días a pesar de que el mercado de capitales haya sido fuertemente liberalizado y la moderna mentalidad tecnológica pueda inducir a pensar que invertir es sólo un hecho técnico y no humano ni ético. No se puede negar que un cierto capital puede hacer el bien cuando se invierte en el extranjero en vez de en la propia patria. Pero deben quedar a salvo los vínculos de justicia, teniendo en cuenta también cómo se ha formado ese capital y los perjuicios que comporta para las personas el que no se emplee en los lugares donde se ha generado[97]. Se ha de evitar que el empleo de recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a la tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de la empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía real y la promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas también en los países necesitados de desarrollo. Tampoco hay motivos para negar que la deslocalización, que lleva consigo inversiones y formación, puede hacer bien a la población del país que la recibe. El trabajo y los conocimientos técnicos son una necesidad universal. Sin embargo, no es lícito deslocalizar únicamente para aprovechar particulares condiciones favorables, o peor aún, para explotar sin aportar a la sociedad local una verdadera contribución para el nacimiento de un sólido sistema productivo y social, factor imprescindible para un desarrollo estable.

41. A este respecto, es útil observar que la iniciativa empresarial tiene, y debe asumir cada vez más, un significado polivalente. El predominio persistente del binomio mercado-Estado nos ha acostumbrado a pensar exclusivamente en el empresario privado de tipo capitalista por un lado y en el directivo estatal por otro. En realidad, la iniciativa empresarial se ha de entender de modo articulado. Así lo revelan diversas motivaciones metaeconómicas. El ser empresario, antes de tener un significado profesional, tiene un significado humano[98]. Es propio de todo trabajo visto como «actus personae»[99] y por eso es bueno que todo trabajador tenga la posibilidad de dar la propia aportación a su labor, de modo que él mismo «sea consciente de que está trabajando en algo propio»[100]. Por eso, Pablo VI enseñaba que «todo trabajador es un creador»[101]. Precisamente para responder a las exigencias y a la dignidad de quien trabaja, y a las necesidades de la sociedad, existen varios tipos de empresas, más allá de la pura distinción entre «privado» y «público». Cada una requiere y manifiesta una capacidad de iniciativa empresarial específica. Para realizar una economía que en el futuro próximo sepa ponerse al servicio del bien común nacional y mundial, es oportuno tener en cuenta este significado amplio de iniciativa empresarial. Esta concepción más amplia favorece el intercambio y la mutua configuración entre los diversos tipos de iniciativa empresarial, con transvase de competencias del mundo non profit al profit y viceversa, del público al propio de la sociedad civil, del de las economías avanzadas al de países en vía de desarrollo.

También la autoridad política tiene un significado polivalente, que no se puede olvidar mientras se camina hacia la consecución de un nuevo orden económico-productivo, socialmente responsable y a medida del hombre. Al igual que se pretende cultivar una iniciativa empresarial diferenciada en el ámbito mundial, también se debe promover una autoridad política repartida y que ha de actuar en diversos planos. El mercado único de nuestros días no elimina el papel de los estados, más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más estrecha. La sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado. Con relación a la solución de la crisis actual, su papel parece destinado a crecer, recuperando muchas competencias. Hay naciones donde la construcción o reconstrucción del Estado sigue siendo un elemento clave para su desarrollo. La ayuda internacional, precisamente dentro de un proyecto inspirado en la solidaridad para solucionar los actuales problemas económicos, debería apoyar en primer lugar la consolidación de los sistemas constitucionales, jurídicos y administrativos en los países que todavía no gozan plenamente de estos bienes. Las ayudas económicas deberían ir acompañadas de aquellas medidas destinadas a reforzar las garantías propias de un Estado de derecho, un sistema de orden público y de prisiones respetuoso de los derechos humanos y a consolidar instituciones verdaderamente democráticas. No es necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios: el fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede ir acompañado perfectamente por el desarrollo de otras instancias políticas no estatales, de carácter cultural, social, territorial o religioso. Además, la articulación de la autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de los cauces privilegiados para poder orientar la globalización económica. Y también el modo de evitar que ésta mine de hecho los fundamentos de la democracia.

42. A veces se perciben actitudes fatalistas ante la globalización, como si las dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad humana[102]. A este respecto, es bueno recordar que la globalización ha de entenderse ciertamente como un proceso socioeconómico, pero no es ésta su única dimensión. Tras este proceso más visible hay realmente una humanidad cada vez más interrelacionada; hay personas y pueblos para los que el proceso debe ser de utilidad y desarrollo[103], gracias a que tanto los individuos como la colectividad asumen sus respectivas responsabilidades. La superación de las fronteras no es sólo un hecho material, sino también cultural, en sus causas y en sus efectos. Cuando se entiende la globalización de manera determinista, se pierden los criterios para valorarla y orientarla. Es una realidad humana y puede ser fruto de diversas corrientes culturales que han de ser sometidas a un discernimiento. La verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que esforzarse incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración planetaria.

A pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben absolutizar, «la globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de ella»[104]. Debemos ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad. Oponerse ciegamente a la globalización sería una actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también aspectos positivos, con el riesgo de perder una gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de desarrollo que ofrece. El proceso de globalización, adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con una crisis a todo el mundo. Es necesario corregir las disfunciones, a veces graves, que causan nuevas divisiones entre los pueblos y en su interior, de modo que la redistribución de la riqueza no comporte una redistribución de la pobreza, e incluso la acentúe, como podría hacernos temer también una mala gestión de la situación actual. Durante mucho tiempo se ha pensado que los pueblos pobres deberían permanecer anclados en un estadio de desarrollo preestablecido o contentarse con la filantropía de los pueblos desarrollados. Pablo VI se pronunció contra esta mentalidad en la Populorum progressio. Los recursos materiales disponibles para sacar a estos pueblos de la miseria son hoy potencialmente mayores que antes, pero se han servido de ellos principalmente los países desarrollados, que han podido aprovechar mejor la liberalización de los movimientos de capitales y de trabajo. Por tanto, la difusión de ámbitos de bienestar en el mundo no debería ser obstaculizada con proyectos egoístas, proteccionistas o dictados por intereses particulares. En efecto, la participación de países emergentes o en vías de desarrollo permite hoy gestionar mejor la crisis. La transición que el proceso de globalización comporta, conlleva grandes dificultades y peligros, que sólo se podrán superar si se toma conciencia del espíritu antropológico y ético que en el fondo impulsa la globalización hacia metas de humanización solidaria. Desgraciadamente, este espíritu se ve con frecuencia marginado y entendido desde perspectivas ético-culturales de carácter individualista y utilitarista. La globalización es un fenómeno multidimensional y polivalente, que exige ser comprendido en la diversidad y en la unidad de todas sus dimensiones, incluida la teológica. Esto consentirá vivir y orientar la globalización de la humanidad en términos de relacionalidad, comunión y participación.

CAPÍTULO  CUARTO

DESARROLLO  DE  LOS  PUEBLOS,
DERECHOS  Y DEBERES,  AMBIENTE

43. «La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber».[105] En la actualidad, muchos pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario[106]. Hoy se da una profunda contradicción. Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter arbitrario y superfluo, con la pretensión de que las estructuras públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad[107]. Se aprecia con frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades opulentas, y la carencia de comida, agua potable, instrucción básica o cuidados sanitarios elementales en ciertas regiones del mundo subdesarrollado y también en la periferia de las grandes ciudades. Dicha relación consiste en que los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien. En cambio, si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no disponibles» de los derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro el verdadero desarrollo de los pueblos[108]. Comportamientos como éstos comprometen la autoridad moral de los organismos internacionales, sobre todo a los ojos de los países más necesitados de desarrollo. En efecto, éstos exigen que la comunidad internacional asuma como un deber ayudarles a ser «artífices de su destino»[109], es decir, a que asuman a su vez deberes. Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos.

44. La concepción de los derechos y de los deberes respecto al desarrollo, debe tener también en cuenta los problemas relacionados con el crecimiento demográfico. Es un aspecto muy importante del verdadero desarrollo, porque afecta a los valores irrenunciables de la vida y de la familia[110]. No es correcto considerar el aumento de población como la primera causa del subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico: baste pensar, por un lado, en la notable disminución de la mortalidad infantil y el aumento de la edad media que se produce en los países económicamente desarrollados y, por otra, en los signos de crisis que se perciben en la sociedades en las que se constata una preocupante disminución de la natalidad. Obviamente, se ha de seguir prestando la debida atención a una procreación responsable que, por lo demás, es una contribución efectiva al desarrollo humano integral. La Iglesia, que se interesa por el verdadero desarrollo del hombre, exhorta a éste a que respete los valores humanos también en el ejercicio de la sexualidad: ésta no puede quedar reducida a un mero hecho hedonista y lúdico, del mismo modo que la educación sexual no se puede limitar a una instrucción técnica, con la única preocupación de proteger a los interesados de eventuales contagios o del «riesgo» de procrear. Esto equivaldría a empobrecer y descuidar el significado profundo de la sexualidad, que debe ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad por la persona y la comunidad. En efecto, la responsabilidad evita tanto que se considere la sexualidad como una simple fuente de placer, como que se regule con políticas de planificación forzada de la natalidad. En ambos casos se trata de concepciones y políticas materialistas, en las que las personas acaban padeciendo diversas formas de violencia. Frente a todo esto, se debe resaltar la competencia primordial que en este campo tienen las familias[111] respecto del Estado y sus políticas restrictivas, así como una adecuada educación de los padres.

La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica. Grandes naciones han podido salir de la miseria gracias también al gran número y a la capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema crucial para las sociedades de mayor bienestar. La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado «índice de reemplazo generacional», pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de «cerebros» a los que recurrir para las necesidades de la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad[112], haciéndose cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional.

45. Responder a las exigencias morales más profundas de la persona tiene también importantes efectos beneficiosos en el plano económico. En efecto, la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona. Hoy se habla mucho de ética en el campo económico, bancario y empresarial. Surgen centros de estudio y programas formativos de business ethics; se difunde en el mundo desarrollado el sistema de certificaciones éticas, siguiendo la línea del movimiento de ideas nacido en torno a la responsabilidad social de la empresa. Los bancos proponen cuentas y fondos de inversión llamados «éticos». Se desarrolla una «finanza ética», sobre todo mediante el microcrédito y, más en general, la microfinanciación. Dichos procesos son apreciados y merecen un amplio apoyo. Sus efectos positivos llegan incluso a las áreas menos desarrolladas de la tierra. Conviene, sin embargo, elaborar un criterio de discernimiento válido, pues se nota un cierto abuso del adjetivo «ético» que, usado de manera genérica, puede abarcar también contenidos completamente distintos, hasta el punto de hacer pasar por éticas decisiones y opciones contrarias a la justicia y al verdadero bien del hombre.

En efecto, mucho depende del sistema moral de referencia. Sobre este aspecto, la doctrina social de la Iglesia ofrece una aportación específica, que se funda en la creación del hombre «a imagen de Dios» (Gn 1,27), algo que comporta la inviolable dignidad de la persona humana, así como el valor trascendente de las normas morales naturales. Una ética económica que prescinda de estos dos pilares correría el peligro de perder inevitablemente su propio significado y prestarse así a ser instrumentalizada; más concretamente, correría el riesgo de amoldarse a los sistemas económico-financieros existentes, en vez de corregir sus disfunciones. Además, podría acabar incluso justificando la financiación de proyectos no éticos. Es necesario, pues, no recurrir a la palabra «ética» de una manera ideológicamente discriminatoria, dando a entender que no serían éticas las iniciativas no etiquetadas formalmente con esa cualificación. Conviene esforzarse —la observación aquí es esencial— no sólo para que surjan sectores o segmentos «éticos» de la economía o de las finanzas, sino para que toda la economía y las finanzas sean éticas y lo sean no por una etiqueta externa, sino por el respeto de exigencias intrínsecas de su propia naturaleza. A este respecto, la doctrina social de la Iglesia habla con claridad, recordando que la economía, en todas sus ramas, es un sector de la actividad humana[113].

46. Respecto al tema de la relación entre empresa y ética, así como de la evolución que está teniendo el sistema productivo, parece que la distinción hasta ahora más difundida entre empresas destinadas al beneficio (profit) y organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) ya no refleja plenamente la realidad, ni es capaz de orientar eficazmente el futuro. En estos últimos decenios, ha ido surgiendo una amplia zona intermedia entre los dos tipos de empresas. Esa zona intermedia está compuesta por empresas tradicionales que, sin embargo, suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones promovidas por empresas concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos de utilidad social; por el amplio mundo de agentes de la llamada economía civil y de comunión. No se trata sólo de un «tercer sector», sino de una nueva y amplia realidad compuesta, que implica al sector privado y público y que no excluye el beneficio, pero lo considera instrumento para objetivos humanos y sociales. Que estas empresas distribuyan más o menos los beneficios, o que adopten una u otra configuración jurídica prevista por la ley, es secundario respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar objetivos de humanización del mercado y de la sociedad. Es de desear que estas nuevas formas de empresa encuentren en todos los países también un marco jurídico y fiscal adecuado. Así, sin restar importancia y utilidad económica y social a las formas tradicionales de empresa, hacen evolucionar el sistema hacia una asunción más clara y plena de los deberes por parte de los agentes económicos. Y no sólo esto. La misma pluralidad de las formas institucionales de empresa es lo que promueve un mercado más cívico y al mismo tiempo más competitivo.

47. La potenciación de los diversos tipos de empresas y, en particular, de los que son capaces de concebir el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de humanización del mercado y de la sociedad, hay que llevarla a cabo incluso en países excluidos o marginados de los circuitos de la economía global, donde es muy importante proceder con proyectos de subsidiaridad convenientemente diseñados y gestionados, que tiendan a promover los derechos, pero previendo siempre que se asuman también las correspondientes responsabilidades. En las iniciativas para el desarrollo debe quedar a salvo el principio de la centralidad de la persona humana, que es quien debe asumirse en primer lugar el deber del desarrollo. Lo que interesa principalmente es la mejora de las condiciones de vida de las personas concretas de una cierta región, para que puedan satisfacer aquellos deberes que la indigencia no les permite observar actualmente. La preocupación nunca puede ser una actitud abstracta. Los programas de desarrollo, para poder adaptarse a las situaciones concretas, han de ser flexibles; y las personas que se beneficien deben implicarse directamente en su planificación y convertirse en protagonistas de su realización. También es necesario aplicar los criterios de progresión y acompañamiento —incluido el seguimiento de los resultados—, porque no hay recetas universalmente válidas. Mucho depende de la gestión concreta de las intervenciones. «Constructores de su propio desarrollo, los pueblos son los primeros responsables de él. Pero no lo realizarán en el aislamiento»[114]. Hoy, con la consolidación del proceso de progresiva integración del planeta, esta exhortación de Pablo VI es más válida todavía. Las dinámicas de inclusión no tienen nada de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de los pueblos y de las personas concretas, basándose en una valoración prudencial de cada situación. Al lado de los macroproyectos son necesarios los microproyectos y, sobre todo, es necesaria la movilización efectiva de todos los sujetos de la sociedad civil, tanto de las personas jurídicas como de las personas físicas.

La cooperación internacional necesita personas que participen en el proceso del desarrollo económico y humano, mediante la solidaridad de la presencia, el acompañamiento, la formación y el respeto. Desde este punto de vista, los propios organismos internacionales deberían preguntarse sobre la eficacia real de sus aparatos burocráticos y administrativos, frecuentemente demasiado costosos. A veces, el destinatario de las ayudas resulta útil para quien lo ayuda y, así, los pobres sirven para mantener costosos organismos burocráticos, que destinan a la propia conservación un porcentaje demasiado elevado de esos recursos que deberían ser destinados al desarrollo. A este respecto, cabría desear que los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales se esforzaran por una transparencia total, informando a los donantes y a la opinión pública sobre la proporción de los fondos recibidos que se destina a programas de cooperación, sobre el verdadero contenido de dichos programas y, en fin, sobre la distribución de los gastos de la institución misma.

48. El tema del desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que nacen de la relación del hombre con el ambiente natural. Éste es un don de Dios para todos, y su uso representa para nosotros una responsabilidad para con los pobres, las generaciones futuras y toda la humanidad. Cuando se considera la naturaleza, y en primer lugar al ser humano, fruto del azar o del determinismo evolutivo, disminuye el sentido de la responsabilidad en las conciencias. El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades —materiales e inmateriales— respetando el equilibrio inherente a la creación misma. Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella. Ambas posturas no son conformes con la visión cristiana de la naturaleza, fruto de la creación de Dios.

La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador (cf. Rm 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud» en Cristo al final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10; Col 1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación»[115]. La naturaleza está a nuestra disposición no como un «montón de desechos esparcidos al azar»,[116] sino como un don del Creador que ha diseñado sus estructuras intrínsecas para que el hombre descubra las orientaciones que se deben seguir para «guardarla y cultivarla» (cf. Gn 2,15). Pero se ha de subrayar que es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona humana misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista.  Por otra parte, también es necesario refutar la posición contraria, que mira a su completa tecnificación, porque el ambiente natural no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y que lleva en sí una «gramática» que indica finalidad y criterios para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario. Hoy, muchos perjuicios al desarrollo provienen en realidad de estas maneras de pensar distorsionadas. Reducir completamente la naturaleza a un conjunto de simples datos fácticos acaba siendo fuente de violencia para con el ambiente, provocando además conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo. Ésta, en cuanto se compone no sólo de materia, sino también de espíritu, y por tanto rica de significados y fines trascendentes, tiene un carácter normativo incluso para la cultura. El hombre interpreta y modela el ambiente natural mediante la cultura, la cual es orientada a su vez por la libertad responsable, atenta a los dictámenes de la ley moral. Por tanto, los proyectos para un desarrollo humano integral no pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional, teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico, el jurídico, el económico, el político y el cultural[117].

49. Hoy, las cuestiones relacionadas con el cuidado y salvaguardia del ambiente han de tener debidamente en cuenta los problemas energéticos. En efecto, el acaparamiento por parte de algunos estados, grupos de poder y empresas de recursos energéticos no renovables, es un grave obstáculo para el desarrollo de los países pobres. Éstos no tienen medios económicos ni para acceder a las fuentes energéticas no renovables ya existentes ni para financiar la búsqueda de fuentes nuevas y alternativas. La acumulación de recursos naturales, que en muchos casos se encuentran precisamente en países pobres, causa explotación y conflictos frecuentes entre las naciones y en su interior. Dichos conflictos se producen con frecuencia precisamente en el territorio de esos países, con graves consecuencias de muertes, destrucción y mayor degradación aún. La comunidad internacional tiene el deber imprescindible de encontrar los modos institucionales para ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables, con la participación también de los países pobres, y planificar así conjuntamente el futuro.

En este sentido, hay también una urgente necesidad moral de una renovada solidaridad, especialmente en las relaciones entre países en vías de desarrollo y países altamente industrializados[118]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas pueden y deben disminuir el propio gasto energético, bien porque las actividades manufactureras evolucionan, bien porque entre sus ciudadanos se difunde una mayor sensibilidad ecológica. Además, se debe añadir que hoy se puede mejorar la eficacia energética y al mismo tiempo progresar en la búsqueda de energías alternativas. Pero es también necesaria una redistribución planetaria de los recursos energéticos, de manera que también los países que no los tienen puedan acceder a ellos. Su destino no puede dejarse en manos del primero que llega o depender de la lógica del más fuerte. Se trata de problemas relevantes que, para ser afrontados de manera adecuada, requieren por parte de todos una responsable toma de conciencia de las consecuencias que afectarán a las nuevas generaciones, y sobre todo a los numerosos jóvenes que viven en los pueblos pobres, los cuales «reclaman tener su parte activa en la construcción de un mundo mejor»[119].

50. Esta responsabilidad es global, porque no concierne sólo a la energía, sino a toda la creación, para no dejarla a las nuevas generaciones empobrecida en sus recursos. Es lícito que el hombre gobierne responsablemente la naturaleza para custodiarla, hacerla productiva y cultivarla también con métodos nuevos y tecnologías avanzadas, de modo que pueda acoger y alimentar dignamente a la población que la habita. En nuestra tierra hay lugar para todos: en ella toda la familia humana debe encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente, con la ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el tesón del propio trabajo y de la propia inventiva. Pero debemos considerar un deber muy grave el dejar la tierra a las nuevas generaciones en un estado en el que puedan habitarla dignamente y seguir cultivándola. Eso comporta «el compromiso de decidir juntos después de haber ponderado responsablemente la vía a seguir, con el objetivo de fortalecer esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos»[120]. Es de desear que la comunidad internacional y cada gobierno sepan contrarrestar eficazmente los modos de utilizar el ambiente que le sean nocivos. Y también las autoridades competentes han de hacer los esfuerzos necesarios para que los costes económicos y sociales que se derivan del uso de los recursos ambientales comunes se reconozcan de manera transparente y sean sufragados totalmente por aquellos que se benefician, y no por otros o por las futuras generaciones. La protección del entorno, de los recursos y del clima requiere que todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y demuestren prontitud para obrar de buena fe, en el respeto de la ley y la solidaridad con las regiones más débiles del planeta[121]. Una de las mayores tareas de la economía es precisamente el uso más eficaz de los recursos, no el abuso, teniendo siempre presente que el concepto de eficiencia no es axiológicamente neutral.

51. El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. Esto exige que la sociedad actual revise seriamente su estilo de vida que, en muchas partes del mundo, tiende al hedonismo y al consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se derivan[122]. Es necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos estilos de vida, «a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones»[123]. Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños ambientales, así como la degradación ambiental, a su vez, provoca insatisfacción en las relaciones sociales. La naturaleza, especialmente en nuestra época, está tan integrada en la dinámica social y cultural que prácticamente ya no constituye una variable independiente. La desertización y el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas son también fruto del empobrecimiento de sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y cultural de estas poblaciones, se tutela también la naturaleza. Además, muchos recursos naturales quedan devastados con las guerras. La paz de los pueblos y entre los pueblos permitiría también una mayor salvaguardia de la naturaleza. El acaparamiento de los recursos, especialmente del agua, puede provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas. Un acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas.

La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida. En efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana: cuando se respeta la «ecología humana»[124] en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia. Así como las virtudes humanas están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de una pone en peligro también a las otras, así también el sistema ecológico se apoya en un proyecto que abarca tanto la sana convivencia social como la buena relación con la naturaleza.

Para salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con incentivos o desincentivos económicos, y ni siquiera basta con una instrucción adecuada. Éstos son instrumentos importantes, pero el problema decisivo es la capacidad moral global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas. El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la sociedad.

52. La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su última fuente no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad ni el Amor pueden ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las personas y de los pueblos no se fundamenta en una simple deliberación humana, sino que está inscrita en un plano que nos precede y que para todos nosotros es un deber que ha de ser acogido libremente. Lo que nos precede y constituye —el Amor y la Verdad subsistentes— nos indica qué es el bien y en qué consiste nuestra felicidad. Nos señala así el camino hacia el verdadero desarrollo.

 

CAPÍTULO  QUINTO

LA  COLABORACIÓN 
DE  LA  FAMILIA  HUMANA

53. Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero, un «extranjero» en un universo que se ha formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento[125]. Toda la humanidad está alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y utopías falsas[126]. Hoy la humanidad aparece mucho más interactiva que antes: esa mayor vecindad debe transformarse en verdadera comunión. El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente uno junto al otro[127].

Pablo VI señalaba que «el mundo se encuentra en un lamentable vacío de ideas»[128]. La afirmación contiene una constatación, pero sobre todo una aspiración: es preciso un nuevo impulso del pensamiento para comprender mejor lo que implica ser una familia; la interacción entre los pueblos del planeta nos urge a dar ese impulso, para que la integración se desarrolle bajo el signo de la solidaridad[129] en vez del de la marginación. Dicho pensamiento obliga a una profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación. Es un compromiso que no puede llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que requiere la aportación de saberes como la metafísica y la teología, para captar con claridad la dignidad trascendente del hombre.

La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para los pueblos. Consiguientemente, resulta muy útil para su desarrollo una visión metafísica de la relación entre las personas. A este respecto, la razón encuentra inspiración y orientación en la revelación cristiana, según la cual la comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando su autonomía, como ocurre en las diversas formas del totalitarismo, sino que la valoriza más aún porque la relación entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro todo[130]. De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la «criatura nueva» (Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad.

54. El tema del desarrollo coincide con el de la inclusión relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la justicia y la paz. Esta perspectiva se ve iluminada de manera decisiva por la relación entre las Personas de la Trinidad en la única Sustancia divina. La Trinidad es absoluta unidad, en cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo de una con otra total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad[131]. También las relaciones entre los hombres a lo largo de la historia se han beneficiado de la referencia a este Modelo divino. En particular, a la luz del misterio revelado de la Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino compenetración profunda. Esto se manifiesta también en las experiencias humanas comunes del amor y de la verdad. Como el amor sacramental une a los esposos espiritualmente en «una sola carne» (Gn 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31), y de dos que eran hace de ellos una unidad relacional y real, de manera análoga la verdad une los espíritus entre sí y los hace pensar al unísono, atrayéndolos y uniéndolos en ella.

55. La revelación cristiana sobre la unidad del género humano presupone una interpretación metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es elemento esencial. También otras culturas y otras religiones enseñan la fraternidad y la paz y, por tanto, son de gran importancia para el desarrollo humano integral. Sin embargo, no faltan actitudes religiosas y culturales en las que no se asume plenamente el principio del amor y de la verdad, terminando así por frenar el verdadero desarrollo humano e incluso por impedirlo. El mundo de hoy está siendo atravesado por algunas culturas de trasfondo religioso, que no llevan al hombre a la comunión, sino que lo aíslan en la búsqueda del bienestar individual, limitándose a gratificar las expectativas psicológicas. También una cierta proliferación de itinerarios religiosos de pequeños grupos, e incluso de personas individuales, así como el sincretismo religioso, pueden ser factores de dispersión y de falta de compromiso. Un posible efecto negativo del proceso de globalización es la tendencia a favorecer dicho sincretismo[132], alimentando formas de «religión» que alejan a las personas unas de otras, en vez de hacer que se encuentren, y las apartan de la realidad. Al mismo tiempo, persisten a veces parcelas culturales y religiosas que encasillan la sociedad en castas sociales estáticas, en creencias mágicas que no respetan la dignidad de la persona, en actitudes de sumisión a fuerzas ocultas. En esos contextos, el amor y la verdad encuentran dificultad para afianzarse, perjudicando el auténtico desarrollo.

Por este motivo, aunque es verdad que, por un lado, el desarrollo necesita de las religiones y de las culturas de los diversos pueblos, por otro lado, sigue siendo verdad también que es necesario un adecuado discernimiento. La libertad religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas las religiones sean iguales[133]. El discernimiento sobre la contribución de las culturas y de las religiones es necesario para la construcción de la comunidad social en el respeto del bien común, sobre todo para quien ejerce el poder político. Dicho discernimiento deberá basarse en el criterio de la caridad y de la verdad. Puesto que está en juego el desarrollo de las personas y de los pueblos, tendrá en cuenta la posibilidad de emancipación y de inclusión en la óptica de una comunidad humana verdaderamente universal. El criterio para evaluar las culturas y las religiones es también «todo el hombre y todos los hombres». El cristianismo, religión del «Dios que tiene un rostro humano»[134], lleva en sí mismo un criterio similar.

56. La religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular, política. La doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esa «carta de ciudadanía»[135] de la religión cristiana. La negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal. En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa. La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad.

57. El diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en el ámbito social y es el marco más apropiado para promover la colaboración fraterna entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los Padres conciliares afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Según la opinión casi unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la tierra debe ordenarse al hombre como su centro y su culminación»[136]. Para los creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino: vivir como una familia, bajo la mirada del Creador. Sin duda, el principio de subsidiaridad[137], expresión de la inalienable libertad, es una manifestación particular de la caridad y criterio guía para la colaboración fraterna de creyentes y no creyentes. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello, de la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es un principio particularmente adecuado para gobernar la globalización y orientarla hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de poderes[138], tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente eficaz.

58. El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso cuando se afrontan los temas sobre las ayudas internacionales al desarrollo. Éstas, por encima de las intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un pueblo en un estado de dependencia, e incluso favorecer situaciones de dominio local y de explotación en el país que las recibe. Las ayudas económicas, para que lo sean de verdad, no deben perseguir otros fines. Han de ser concedidas implicando no sólo a los gobiernos de los países interesados, sino también a los agentes económicos locales y a los agentes culturales de la sociedad civil, incluidas las Iglesias locales. Los programas de ayuda han de adaptarse cada vez más a la forma de los programas integrados y compartidos desde la base. En efecto, sigue siendo verdad que el recurso humano es el más valioso de los países en vías de desarrollo: éste es el auténtico capital que se ha de potenciar para asegurar a los países más pobres un futuro verdaderamente autónomo. Conviene recordar también que, en el campo económico, la ayuda principal que necesitan los países en vías de desarrollo es permitir y favorecer cada vez más el ingreso de sus productos en los mercados internacionales, posibilitando así su plena participación en la vida económica internacional. En el pasado, las ayudas han servido con demasiada frecuencia sólo para crear mercados marginales de los productos de esos países. Esto se debe muchas veces a una falta de verdadera demanda de estos productos: por tanto, es necesario ayudar a esos países a mejorar sus productos y a adaptarlos mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia la competencia de las importaciones de productos, normalmente agrícolas, provenientes de los países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar que la posibilidad de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y equilibrado en el campo agrícola puede reportar beneficios a todos, tanto en la oferta como en la demanda. Por este motivo, no sólo es necesario orientar comercialmente esos productos, sino establecer reglas comerciales internacionales que los sostengan, y reforzar la financiación del desarrollo para hacer más productivas esas economías.

59. La cooperación para el desarrollo no debe contemplar solamente la dimensión económica; ha de ser una gran ocasión para el encuentro cultural y humano. Si los sujetos de la cooperación de los países económicamente desarrollados, como a veces sucede, no tienen en cuenta la identidad cultural propia y ajena, con sus valores humanos, no podrán entablar diálogo alguno con los ciudadanos de los países pobres. Si éstos, a su vez, se abren con indiferencia y sin discernimiento a cualquier propuesta cultural, no estarán en condiciones de asumir la responsabilidad de su auténtico desarrollo[139]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas no deben confundir el propio desarrollo tecnológico con una presunta superioridad cultural, sino que deben redescubrir en sí mismas virtudes a veces olvidadas, que las han hecho florecer a lo largo de su historia. Las sociedades en crecimiento deben permanecer fieles a lo que hay de verdaderamente humano en sus tradiciones, evitando que superpongan automáticamente a ellas las formas de la civilización tecnológica globalizada. En todas las culturas se dan singulares y múltiples convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el Creador, y que la sabiduría ética de la humanidad llama ley natural[140]. Dicha ley moral universal es fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se alejen de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por tanto, la adhesión a esa ley escrita en los corazones es la base de toda colaboración social constructiva. En todas las culturas hay costras que limpiar y sombras que despejar. La fe cristiana, que se encarna en las culturas trascendiéndolas, puede ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, en beneficio del desarrollo comunitario y planetario.

60. En la búsqueda de soluciones para la crisis económica actual, la ayuda al desarrollo de los países pobres debe considerarse un verdadero instrumento de creación de riqueza para todos. ¿Qué proyecto de ayuda puede prometer un crecimiento de tan significativo valor —incluso para la economía mundial—  como la ayuda a poblaciones que se encuentran todavía en una fase inicial o poco avanzada de su proceso de desarrollo económico? En esta perspectiva, los estados económicamente más desarrollados harán lo posible por destinar mayores porcentajes de su producto interior bruto para ayudas al desarrollo, respetando los compromisos que se han tomado sobre este punto en el ámbito de la comunidad internacional. Lo podrán hacer también revisando sus políticas internas de asistencia y de solidaridad social, aplicando a ellas el principio de subsidiaridad y creando sistemas de seguridad social más integrados, con la participación activa de las personas y de la sociedad civil. De esta manera, es posible también mejorar los servicios sociales y asistenciales y, al mismo tiempo, ahorrar recursos, eliminando derroches y rentas abusivas, para destinarlos a la solidaridad internacional. Un sistema de solidaridad social más participativo y orgánico, menos burocratizado pero no por ello menos coordinado, podría revitalizar muchas energías hoy adormecidas en favor también de la solidaridad entre los pueblos.

Una posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación eficaz de la llamada subsidiaridad fiscal, que permitiría a los ciudadanos decidir sobre el destino de los porcentajes de los impuestos que pagan al Estado. Esto puede ayudar, evitando degeneraciones particularistas, a fomentar formas de solidaridad social desde la base, con obvios beneficios también desde el punto de vista de la solidaridad para el desarrollo.

61. Una solidaridad más amplia a nivel internacional se manifiesta ante todo en seguir promoviendo, también en condiciones de crisis económica, un mayor acceso a la educación que, por otro lado, es una condición esencial para la eficacia de la cooperación internacional misma. Con el término «educación» no nos referimos sólo a la instrucción o a la formación para el trabajo, que son dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa de la persona. A este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de dicha naturaleza plantea serios problemas a la educación, sobre todo a la educación moral, comprometiendo su difusión universal. Cediendo a este relativismo, todos se empobrecen más, con consecuencias negativas también para la eficacia de la ayuda a las poblaciones más necesitadas, a las que no faltan sólo recursos económicos o técnicos, sino también modos y medios pedagógicos que ayuden a las personas a lograr su plena realización humana.

Un ejemplo de la importancia de este problema lo tenemos en el fenómeno del turismo internacional[141], que puede ser un notable factor de desarrollo económico y crecimiento cultural, pero que en ocasiones puede transformarse en una forma de explotación y degradación moral. La situación actual ofrece oportunidades singulares para que los aspectos económicos del desarrollo, es decir, los flujos de dinero y la aparición de experiencias empresariales locales significativas, se combinen con los culturales, y en primer lugar el educativo. En muchos casos es así, pero en muchos otros el turismo internacional es una experiencia deseducativa, tanto para el turista como para las poblaciones locales. Con frecuencia, éstas se encuentran con conductas inmorales, y hasta perversas, como en el caso del llamado turismo sexual, al que se sacrifican tantos seres humanos, incluso de tierna edad. Es doloroso constatar que esto ocurre muchas veces con el respaldo de gobiernos locales, con el silencio de aquellos otros de donde proceden los turistas y con la complicidad de tantos operadores del sector. Aún sin llegar a ese extremo, el turismo internacional se plantea con frecuencia de manera consumista y hedonista, como una evasión y con modos de organización típicos de los países de origen, de forma que no se favorece un verdadero encuentro entre personas y culturas. Hay que pensar, pues, en un turismo distinto, capaz de promover un verdadero conocimiento recíproco, que nada quite al descanso y a la sana diversión: hay que fomentar un turismo así, también a través de una relación más estrecha con las experiencias de cooperación internacional y de iniciativas empresariales para el desarrollo.

62. Otro aspecto digno de atención, hablando del desarrollo humano integral, es el fenómeno de las migraciones. Es un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional. Podemos decir que estamos ante un fenómeno social que marca época, que requiere una fuerte y clarividente política de cooperación internacional para afrontarlo debidamente. Esta política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas normativas internacionales capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las sociedades de destino. Ningún país por sí solo puede ser capaz de hacer frente a los problemas migratorios actuales. Todos podemos ver el sufrimiento, el disgusto y las aspiraciones que conllevan los flujos migratorios. Como es sabido, es un fenómeno complejo de gestionar; sin embargo, está comprobado que los trabajadores extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su integración, contribuyen de manera significativa con su trabajo al desarrollo económico del país que los acoge, así como a su país de origen a través de las remesas de dinero. Obviamente, estos trabajadores no pueden ser considerados como una mercancía o una mera fuerza laboral. Por tanto no deben ser tratados como cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación[142].

63. Al considerar los problemas del desarrollo, se ha de resaltar la relación entre pobreza y desocupación. Los pobres son en muchos casos el resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano, bien porque se limitan sus posibilidades (desocupación, subocupación), bien porque se devalúan «los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia»[143]. Por esto, ya el 1 de mayo de 2000, mi predecesor Juan Pablo II, de venerada memoria, con ocasión del Jubileo de los Trabajadores, lanzó un llamamiento para «una coalición mundial a favor del trabajo decente»[144], alentando la estrategia de la Organización Internacional del Trabajo. De esta manera, daba un fuerte apoyo moral a este objetivo, como aspiración de las familias en todos los países del mundo. Pero ¿qué significa la palabra «decente» aplicada al trabajo? Significa un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación.

64. En la reflexión sobre el tema del trabajo, es oportuno hacer un llamamiento a las organizaciones sindicales de los trabajadores, desde siempre alentadas y sostenidas por la Iglesia, ante la urgente exigencia de abrirse a las nuevas perspectivas que surgen en el ámbito laboral. Las organizaciones sindicales están llamadas a hacerse cargo de los nuevos problemas de nuestra sociedad, superando las limitaciones propias de los sindicatos de clase. Me refiero, por ejemplo, a ese conjunto de cuestiones que los estudiosos de las ciencias sociales señalan en el conflicto entre persona-trabajadora y persona-consumidora. Sin que sea necesario adoptar la tesis de que se ha efectuado un desplazamiento de la centralidad del trabajador a la centralidad del consumidor, parece en cualquier caso que éste es también un terreno para experiencias sindicales innovadoras. El contexto global en el que se desarrolla el trabajo requiere igualmente que las organizaciones sindicales nacionales, ceñidas sobre todo a la defensa de los intereses de sus afiliados, vuelvan su mirada también hacia los no afiliados y, en particular, hacia los trabajadores de los países en vía de desarrollo, donde tantas veces se violan los derechos sociales. La defensa de estos trabajadores, promovida también mediante iniciativas apropiadas en favor de los países de origen, permitirá a las organizaciones sindicales poner de relieve las auténticas razones éticas y culturales que las han consentido ser, en contextos sociales y laborales diversos, un factor decisivo para el desarrollo. Sigue siendo válida la tradicional enseñanza de la Iglesia, que propone la distinción de papeles y funciones entre sindicato y política. Esta distinción permitirá a las organizaciones sindicales encontrar en la sociedad civil el ámbito más adecuado para su necesaria actuación en defensa y promoción del mundo del trabajo, sobre todo en favor de los trabajadores explotados y no representados, cuya amarga condición pasa desapercibida tantas veces ante los ojos distraídos de la sociedad.

65. Además, se requiere que las finanzas mismas, que han de renovar necesariamente sus estructuras y modos de funcionamiento tras su mala utilización, que ha dañado la economía real, vuelvan a ser un instrumento encaminado a producir mejor riqueza y desarrollo. Toda la economía y todas las finanzas, y no sólo algunos de sus sectores, en cuanto instrumentos, deben ser utilizados de manera ética para crear las condiciones adecuadas para el desarrollo del hombre y de los pueblos. Es ciertamente útil, y en algunas circunstancias indispensable, promover iniciativas financieras en las que predomine la dimensión humanitaria. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que todo el sistema financiero ha de tener como meta el sostenimiento de un verdadero desarrollo. Sobre todo, es preciso que el intento de hacer el bien no se contraponga al de la capacidad efectiva de producir bienes. Los agentes financieros han de redescubrir el fundamento ético de su actividad para no abusar de aquellos instrumentos sofisticados con los que se podría traicionar a los ahorradores. Recta intención, transparencia y búsqueda de los buenos resultados son compatibles y nunca se deben separar. Si el amor es inteligente, sabe encontrar también los modos de actuar según una conveniencia previsible y justa, como muestran de manera significativa muchas experiencias en el campo del crédito cooperativo.

Tanto una regulación del sector capaz de salvaguardar a los sujetos más débiles e impedir escandalosas especulaciones, como la experimentación de nuevas formas de finanzas destinadas a favorecer proyectos de desarrollo, son experiencias positivas que se han de profundizar y alentar, reclamando la propia responsabilidad del ahorrador. También la experiencia de la microfinanciación, que hunde sus raíces en la reflexión y en la actuación de los humanistas civiles —pienso sobre todo en el origen de los Montes de Piedad—, ha de ser reforzada y actualizada, sobre todo en estos momentos en que los problemas financieros pueden resultar dramáticos para los sectores más vulnerables de la población, que deben ser protegidos de la amenaza de la usura y la desesperación. Los más débiles deben ser educados para defenderse de la usura, así como los pueblos pobres han de ser educados para beneficiarse realmente del microcrédito, frenando de este modo posibles formas de explotación en estos dos campos. Puesto que también en los países ricos se dan nuevas formas de pobreza, la microfinanciación puede ofrecer ayudas concretas para crear iniciativas y sectores nuevos que favorezcan a las capas más débiles de la sociedad, también ante una posible fase de empobrecimiento de la sociedad.

66. La interrelación mundial ha hecho surgir un nuevo poder político, el de los consumidores y sus asociaciones. Es un fenómeno en el que se debe profundizar, pues contiene elementos positivos que hay que fomentar, como también excesos que se han de evitar. Es bueno que las personas se den cuenta de que comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico. El consumidor tiene una responsabilidad social específica, que se añade a la responsabilidad social de la empresa. Los consumidores deben ser constantemente educados[145] para el papel que ejercen diariamente y que pueden desempeñar respetando los principios morales, sin que disminuya la racionalidad económica intrínseca en el acto de comprar. También en el campo de las compras, precisamente en momentos como los que se están viviendo, en los que el poder adquisitivo puede verse reducido y se deberá consumir con mayor sobriedad, es necesario abrir otras vías como, por ejemplo, formas de cooperación para las adquisiciones, como ocurre con las cooperativas de consumo, que existen desde el s. XIX, gracias también a la iniciativa de los católicos. Además, es conveniente favorecer formas nuevas de comercialización de productos provenientes de áreas deprimidas del planeta para garantizar una retribución decente a los productores, a condición de que se trate de un mercado transparente, que los productores reciban no sólo mayores márgenes de ganancia sino también mayor formación, profesionalidad y tecnología y, finalmente, que dichas experiencias de economía para el desarrollo no estén condicionadas por visiones ideológicas partidistas. Es de desear un papel más incisivo de los consumidores como factor de democracia económica, siempre que ellos mismos no estén manipulados por asociaciones escasamente representativas.

67. Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger[146] y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común[147], comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos[148]. Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización[149], que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas.

 

CAPÍTULO  SEXTO

EL  DESARROLLO  DE  LOS  PUEBLOS
Y  LA  TÉCNICA

68. El tema del desarrollo de los pueblos está íntimamente unido al del desarrollo de cada hombre. La persona humana tiende por naturaleza a su propio desarrollo. Éste no está garantizado por una serie de mecanismos naturales, sino que cada uno de nosotros es consciente de su capacidad de decidir libre y responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo a merced de nuestro capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el resultado de una autogeneración. Nuestra libertad está originariamente caracterizada por nuestro ser, con sus propias limitaciones. Ninguno da forma a la propia conciencia de manera arbitraria, sino que todos construyen su propio «yo» sobre la base de un «sí mismo» que nos ha sido dado. No sólo las demás personas se nos presentan como no disponibles, sino también nosotros para nosotros mismos. El desarrollo de la persona se degrada cuando ésta pretende ser la única creadora de sí misma. De modo análogo, también el desarrollo de los pueblos se degrada cuando la humanidad piensa que puede recrearse utilizando los «prodigios» de la tecnología. Lo mismo ocurre con el desarrollo económico, que se manifiesta ficticio y dañino cuando se apoya en los «prodigios» de las finanzas para sostener un crecimiento antinatural y consumista. Ante esta pretensión prometeica, hemos de fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la precede. Para alcanzar este objetivo, es necesario que el hombre entre en sí mismo para descubrir las normas fundamentales de la ley moral natural que Dios ha inscrito en su corazón.

69. El problema del desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al progreso tecnológico y a sus aplicaciones deslumbrantes en campo biológico. La técnica — conviene subrayarlo — es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y libertad del hombre. En la técnica se manifiesta y confirma el dominio del espíritu sobre la materia. «Siendo éste [el espíritu] “menos esclavo de las cosas, puede más fácilmente elevarse a la adoración y a la contemplación del Creador”»[150]. La técnica permite dominar la materia, reducir los riesgos, ahorrar esfuerzos, mejorar las condiciones de vida. Responde a la misma vocación del trabajo humano: en la técnica, vista como una obra del propio talento, el hombre se reconoce a sí mismo y realiza su propia humanidad. La técnica es el aspecto objetivo del actuar humano[151], cuyo origen y razón de ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios.

70. El desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo. Nacida de la creatividad humana como instrumento de la libertad de la persona, puede entenderse como elemento de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas. El proceso de globalización podría sustituir las ideologías por la técnica[152], transformándose ella misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse encerrada dentro de un a priori del cual no podría salir para encontrar el ser y la verdad. En ese caso, cada uno de nosotros conocería, evaluaría y decidiría los aspectos de su vida desde un horizonte cultural tecnocrático, al que perteneceríamos estructuralmente, sin poder encontrar jamás un sentido que no sea producido por nosotros mismos. Esta visión refuerza mucho hoy la mentalidad tecnicista, que hace coincidir la verdad con lo factible. Pero cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamente el desarrollo. En efecto, el verdadero desarrollo no consiste principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser. Incluso cuando el hombre opera a través de un satélite o de un impulso electrónico a distancia, su actuar permanece siempre humano, expresión de una libertad responsable. La técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata de las limitaciones físicas y le amplía el horizonte. Pero la libertad humana es ella misma sólo cuando responde a esta atracción de la técnica con decisiones que son fruto de la responsabilidad moral. De ahí la necesidad apremiante de una formación para un uso ético y responsable de la técnica. Conscientes de esta atracción de la técnica sobre el ser humano, se debe recuperar el verdadero sentido de la libertad, que no consiste en la seducción de una autonomía total, sino en la respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio ser.

71. Esta posible desviación de la mentalidad técnica de su originario cauce humanista se muestra hoy de manera evidente en la tecnificación del desarrollo y de la paz. El desarrollo de los pueblos es considerado con frecuencia como un problema de ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de impuestos, de inversiones productivas, de reformas institucionales, en definitiva como una cuestión exclusivamente técnica. Sin duda, todos estos ámbitos tienen un papel muy importante, pero deberíamos preguntarnos por qué las decisiones de tipo técnico han funcionado hasta ahora sólo en parte. La causa es mucho más profunda. El desarrollo nunca estará plenamente garantizado por fuerzas que en gran medida son automáticas e impersonales, ya provengan de las leyes de mercado o de políticas de carácter internacional. El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional como la coherencia moral. Cuando predomina la absolutización de la técnica se produce una confusión entre los fines y los medios, el empresario considera como único criterio de acción el máximo beneficio en la producción; el político, la consolidación del poder; el científico, el resultado de sus descubrimientos. Así, bajo esa red de relaciones económicas, financieras y políticas persisten frecuentemente incomprensiones, malestar e injusticia; los flujos de conocimientos técnicos aumentan, pero en beneficio de sus propietarios, mientras que la situación real de las poblaciones que viven bajo y casi siempre al margen de estos flujos, permanece inalterada, sin posibilidades reales de emancipación.

72. También la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como un producto de la técnica, fruto exclusivamente de los acuerdos entre los gobiernos o de iniciativas tendentes a asegurar ayudas económicas eficaces. Es cierto que la construcción de la paz necesita una red constante de contactos diplomáticos, intercambios económicos y tecnológicos, encuentros culturales, acuerdos en proyectos comunes, como también que se adopten compromisos compartidos para alejar las amenazas de tipo bélico o cortar de raíz las continuas tentaciones terroristas. No obstante, para que esos esfuerzos produzcan efectos duraderos, es necesario que se sustenten en valores fundamentados en la verdad de la vida. Es decir, es preciso escuchar la voz de las poblaciones interesadas y tener en cuenta su situación para poder interpretar de manera adecuada sus expectativas. Todo esto debe estar unido al esfuerzo anónimo de tantas personas que trabajan decididamente para fomentar el encuentro entre los pueblos y favorecer la promoción del desarrollo partiendo del amor y de la comprensión recíproca. Entre estas personas encontramos también fieles cristianos, implicados en la gran tarea de dar un sentido plenamente humano al desarrollo y la paz.

73. El desarrollo tecnológico está relacionado con la influencia cada vez mayor de los medios de comunicación social. Es casi imposible imaginar ya la existencia de la familia humana sin su presencia. Para bien o para mal, se han introducido de tal manera en la vida del mundo, que parece realmente absurda la postura de quienes defienden su neutralidad y, consiguientemente, reivindican su autonomía con respecto a la moral de las personas. Muchas veces, tendencias de este tipo, que enfatizan la naturaleza estrictamente técnica de estos medios, favorecen de hecho su subordinación a los intereses económicos, al dominio de los mercados, sin olvidar el deseo de imponer parámetros culturales en función de proyectos de carácter ideológico y político. Dada la importancia fundamental de los medios de comunicación en determinar los cambios en el modo de percibir y de conocer la realidad y la persona humana misma, se hace necesaria una seria reflexión sobre su influjo, especialmente sobre la dimensión ético-cultural de la globalización y el desarrollo solidario de los pueblos. Al igual que ocurre con la correcta gestión de la globalización y el desarrollo, el sentido y la finalidad de los medios de comunicación debe buscarse en su fundamento antropológico. Esto quiere decir que pueden ser ocasión de humanización no sólo cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen mayores posibilidades para la comunicación y la información, sino sobre todo cuando se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que refleje sus valores universales. El mero hecho de que los medios de comunicación social multipliquen las posibilidades de interconexión y de circulación de ideas, no favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la democracia para todos. Para alcanzar estos objetivos se necesita que los medios de comunicación estén centrados en la promoción de la dignidad de las personas y de los pueblos, que estén expresamente animados por la caridad y se pongan al servicio de la verdad, del bien y de la fraternidad natural y sobrenatural. En efecto, la libertad humana está intrínsecamente ligada a estos valores superiores. Los medios pueden ofrecer una valiosa ayuda al aumento de la comunión en la familia humana y al ethos de la sociedad, cuando se convierten en instrumentos que promueven la participación universal en la búsqueda común de lo que es justo.

74. En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia. Estamos ante un aut aut decisivo. Pero la racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor. Por ello, la cerrazón a la trascendencia tropieza con la dificultad de pensar cómo es posible que de la nada haya surgido el ser y de la casualidad la inteligencia[153]. Ante estos problemas tan dramáticos, razón y fe se ayudan mutuamente. Sólo juntas salvarán al hombre. Atraída por el puro quehacer técnico, la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de su propia omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de alejarse de la vida concreta de las personas[154].

75. Pablo VI había percibido y señalado ya el alcance mundial de la cuestión social[155]. Siguiendo esta línea, hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, en el sentido de que implica no sólo el modo mismo de concebir, sino también de manipular la vida, cada día más expuesta por la biotecnología a la intervención del hombre. La fecundación in vitro, la investigación con embriones, la posibilidad de la clonación y de la hibridación humana nacen y se promueven en la cultura actual del desencanto total, que cree haber desvelado cualquier misterio, puesto que se ha llegado ya a la raíz de la vida. Es aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima expresión. En este tipo de cultura, la conciencia está llamada únicamente a tomar nota de una mera posibilidad técnica. Pero no han de minimizarse los escenarios inquietantes para el futuro del hombre, ni los nuevos y potentes instrumentos que la «cultura de la muerte» tiene a su disposición. A la plaga difusa, trágica, del aborto, podría añadirse en el futuro, aunque ya subrepticiamente in nuce, una sistemática planificación eugenésica de los nacimientos. Por otro lado, se va abriendo paso una mens eutanasica, manifestación no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en ciertas condiciones ya no se considera digna de ser vivida. Detrás de estos escenarios hay planteamientos culturales que niegan la dignidad humana. A su vez, estas prácticas fomentan una concepción materialista y mecanicista de la vida humana. ¿Quién puede calcular los efectos negativos sobre el desarrollo de esta mentalidad? ¿Cómo podemos extrañarnos de la indiferencia ante tantas situaciones humanas degradantes, si la indiferencia caracteriza nuestra actitud ante lo que es humano y lo que no lo es? Sorprende la selección arbitraria de aquello que hoy se propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar injusticias inauditas. Mientras los pobres del mundo siguen llamando a la puerta de la opulencia, el mundo rico corre el riesgo de no escuchar ya estos golpes a su puerta, debido a una conciencia incapaz de reconocer lo humano. Dios revela el hombre al hombre; la razón y la fe colaboran a la hora de mostrarle el bien, con tal que lo quiera ver; la ley natural, en la que brilla la Razón creadora, indica la grandeza del hombre, pero también su miseria, cuando desconoce el reclamo de la verdad moral.

76. Uno de los aspectos del actual espíritu tecnicista se puede apreciar en la propensión a considerar los problemas y los fenómenos que tienen que ver con la vida interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso meramente neurológico. De esta manera, la interioridad del hombre se vacía y el ser conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con las profundidades que los Santos han sabido sondear, se pierde progresivamente. El problema del desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a la psique, y la salud del alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión de lo que es la vida espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo del hombre y de los pueblos depende también de las soluciones que se dan a los problemas de carácter espiritual. El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual, porque el hombre es «uno en cuerpo y alma»[156], nacido del amor creador de Dios y destinado a vivir eternamente. El ser humano se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil. La alienación social y psicológica, y las numerosas neurosis que caracterizan las sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas espirituales. Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas formas de esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas personas, tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique, hace sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo.

77. El absolutismo de la técnica tiende a producir una incapacidad de percibir todo aquello que no se explica con la pura materia. Sin embargo, todos los hombres tienen experiencia de tantos aspectos inmateriales y espirituales de su vida. Conocer no es sólo un acto material, porque lo conocido esconde siempre algo que va más allá del dato empírico. Todo conocimiento, hasta el más simple, es siempre un pequeño prodigio, porque nunca se explica completamente con los elementos materiales que empleamos. En toda verdad hay siempre algo más de lo que cabía esperar, en el amor que recibimos hay siempre algo que nos sorprende. Jamás deberíamos dejar de sorprendernos ante estos prodigios. En todo conocimiento y acto de amor, el alma del hombre experimenta un «más» que se asemeja mucho a un don recibido, a una altura a la que se nos lleva. También el desarrollo del hombre y de los pueblos alcanza un nivel parecido, si consideramos la dimensión espiritual que debe incluir necesariamente el desarrollo para ser auténtico. Para ello se necesitan unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que superen la visión materialista de los acontecimientos humanos y que vislumbren en el desarrollo ese «algo más» que la técnica no puede ofrecer. Por este camino se podrá conseguir aquel desarrollo humano e integral, cuyo criterio orientador se halla en la fuerza impulsora de la caridad en la verdad.

 CONCLUSIÓN

78. Sin Dios el hombre no sabe adonde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y nos anima: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo» (Mt 28,20). Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la justicia. Pablo VI nos ha recordado en la Populorum progressio que el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él solo no puede fundar un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano,[157] que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa. Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil —en el ámbito de las estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos—, protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del momento. La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos[158]. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande.

79. El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor. El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre. Todo esto es del hombre, porque el hombre es sujeto de su existencia; y a la vez es de Dios, porque Dios es el principio y el fin de todo lo que tiene valor y nos redime: «el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23). El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender a rezar al Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha enseñado, que sepamos santificarlo viviendo según su voluntad, y tengamos también el pan necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que nos ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre del mal (cf. Mt 6,9-13).

Al concluir el Año Paulino, me complace expresar este deseo con las mismas palabras del Apóstol en su carta a los Romanos: «Que vuestra caridad no sea una farsa: aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo» (12,9-10). Que la Virgen María, proclamada por Pablo VI Mater Ecclesiae y honrada por el pueblo cristiano como Speculum iustitiae y Regina pacis, nos proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»[159].

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de San Pedro y San Pablo, del año 2009, quinto de mi Pontificado.

BENEDICTO XVI


[1] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 22: AAS 59 (1967), 268; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 69.

[2] Homilía para la «Jornada del desarrollo» ( 23 agosto 1968): AAS 60 (1968), 626-627.

[3] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002: AAS 94 (2002), 132-140.

[4] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 26.

[5] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 268-270.

[6] Cf. n. 16: l.c., 265.

[7] Cf. ibíd., 82: l.c., 297.

[8] Ibíd., 42: l.c., 278.

[9] Ibíd., 20: l.c., 267.

[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36; Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 4: AAS 63 (1971), 403-404; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 43: AAS 83 (1991), 847.

[11] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: l.c., 263-264.

[12] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 76.

[13] Cf. Discurso en la inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 mayo 2007), pp. 9-11.

[14] Cf. nn. 3-5: l.c., 258-260.

[15] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987) 6-7: AAS 80 (1988), 517-519.

[16] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c., 264.

[17] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.

[18] Ibíd., 6: l.c., 222.

[19] Cf. Discurso a la Curia Romana con motivo de las felicitaciones navideñas (22 diciembre 2005): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 diciembre 2005), pp. 9-12.

[20] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 3: l.c., 515.

[21] Cf. ibíd., 1: l.c., 513-514.

[22] Cf. ibíd., 3: l.c., 515.

[23] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens (14 septiembre 1981), 3: AAS 73 (1981), 583-584.

[24] Cf. Id., Carta enc. Centesimus annus, 3: l.c., 794-796.

[25] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3: l.c., 258.

[26]Cf. ibíd., 34: l.c., 274.

[27] Cf. nn. 8-9: AAS 60 (1968), 485-487; Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional con ocasión del 40 aniversario de la encíclica «Humanae vitae» (10 mayo 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 mayo 2008), p. 8.

[28] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 93: AAS  87 (1995), 507-508.

[29] Ibíd., 101: l.c., 516-518.

[30] N. 29: AAS 68 (1976), 25.

[31] Ibíd., 31: l.c., 26.

[32] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: l.c., 570-572.

[33] Ibíd.; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5. 54: l.c., 799. 859-860.

[34] N. 15: l.c., 265.

[35] Cf. ibíd., 2: l.c., 258; León XIII, Carta enc. Rerum novarum (15 mayo 1891): Leonis XIII P.M. Acta, XI, Romae 1892, 97-144; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 8: l.c., 519-520; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5: l.c., 799.

[36] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 2. 13: l.c., 258. 263-264.

[37] Ibíd., 42: l.c., 278.

[38] Ibíd., 11: l.c., 262; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.

[39] Carta enc. Populorum progressio, 15: l.c., 265.

[40] Ibíd., 3: l.c., 258.

[41] Ibíd., 6: l.c., 260.

[42] Ibíd., 14: l.c., 264.

[43] Ibíd.; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 53-62: l.c., 859-867; Id., Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 13-14: AAS 71 (1979), 282-286.

[44] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 12: l.c., 262-263.

[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

[46] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: l.c., 263-264.

[47] Cf. Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (27 octubre 2006), pp. 8-10.

[48] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 16: l.c., 265.

[49] Ibíd.

[50] Discurso en la ceremonia de acogida de los jóvenes (17 julio 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 julio 2008), pp. 4-5.

[51] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 20: l.c., 267.

[52] Ibíd., 66: l.c., 289-290.

[53] Ibíd., 21: l.c., 267-268.

[54] Cf. nn. 3. 29. 32: l.c., 258. 272. 273.

[55] Cf. Carta enc.Sollicitudo rei socialis, 28: l.c., 548-550.

[56] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 9: l.c., 261-262.

[57] Cf. Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 20: l.c., 536-537.

[58] Cf. Carta enc.Centesimus annus, 22-29: l.c., 819-830.

[59] Cf. nn. 23. 33: l.c., 268-269. 273-274.

[60] Cf. l.c., 135.

[61] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 63.

[62] Cf. Juan Pablo II, Carta enc.Centesimus annus, 24: l.c., 821-822.

[63] Cf. Id., Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 33. 46. 51: AAS 85 (1993), 1160. 1169-1171. 1174-1175; Id., Discurso a la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (5 octubre 1995), 3: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española
(13 octubre 1995), p. 7.

[64] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 47: l.c., 280-281; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 42: l.c., 572-574.

[65] Cf. Mensaje con ocasión de la Jornada Mundial de la Alimentación 2007: AAS 99 (2007), 933-935.

[66] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 18. 59. 63-64: l.c., 419-421. 467-468. 472-475.

[67] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 5: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (15 diciembre 2006), p. 5.

[68] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002, 4-7. 12-15: AAS 94 (2002), 134-136. 138-140; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 8: AAS 96 (2004), 119; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2005, 4: AAS 97 (2005), 177-178; Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2006, 9-10: AAS 98 (2006), 60-61; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 5. 14: l.c., 5-6.

[69] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002, 6: l.c., 135; Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2006, 9-10: l.c., 60-61.

[70] Cf. Homilía durante la Santa Misa en la explanada de «Isling» de Ratisbona (12 septiembre 2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 septiembre 2006), pp. 9-10.

[71] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 1: l.c., 217-218.

[72] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 28: l.c., 548-550.

[73] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 19: l.c., 266-267.

[74] Ibíd., 39: l.c., 276-277.

[75]Ibíd., 75: l.c., 293-294.

[76] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 28: l.c., 238-240.

[77] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 59: l.c., 864.

[78] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 40. 85: l.c., 277. 298-299.

[79] Ibíd., 13: l.c., 263-264.

[80] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 85: AAS 91 (1999), 72-73.

[81] Cf. ibíd., 83: l.c., 70-71.

[82] Discurso en la Universidad de Ratisbona (12 septiembre 2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 septiembre 2006), pp. 11-13.

[83] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 33: l.c., 273-274.

[84] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 15: AAS 92 (2000), 366.

[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 407; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.

[86] Cf. Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 17: AAS 99 (2007), 1000.

[87] Cf. ibíd., 23: l.c., 1004-1005.

[88] San Agustín explica detalladamente esta enseñanza en el diálogo sobre el libre albedrío (De libero arbitrio II 3, 8 ss.). Señala la existencia en el alma humana de un «sentido interior». Este sentido consiste en una acción que se realiza al margen de las funciones normales de la razón, una acción previa a la reflexión y casi instintiva, por la que la razón, dándose cuenta de su condición transitoria y falible, admite por encima de ella la existencia de algo externo, absolutamente verdadero y cierto. El nombre que San Agustín asigna a veces a esta verdad interior es el de Dios (Confesiones X, 24, 35; XII, 25, 35; De libero arbitrio II 3, 8), pero más a menudo el de Cristo (De Magistro 11, 38; Confesiones VII, 18, 24; XI, 2, 4).

[89] Carta enc. Deus caritas est, 3: l.c., 219.

[90] Cf. n. 49: l.c., 281.

[91] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 28: l.c., 827-828.

[92] Cf. n. 35: l.c., 836-838.

[93] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38: l.c., 565-566.

[94] N. 44: l.c., 279.

[95] Cf. ibíd., 24: l.c., 269.

[96] Cf.  Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.

[97] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 24: l.c., 269.

[98] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: l.c., 832-833; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 25: l.c.,
269-270.

[99] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 24: l.c., 637-638.

[100] Ibíd., 15: l.c., 616-618.

[101] Carta enc. Populorum progressio, 27: l.c., 271.

[102] Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Instr. Libertatis conscientia, sobre la libertad cristiana y la liberación  (22 marzo 1987), 74: AAS 79 (1987), 587.

[103] Cf. Juan Pablo II, Entrevista al periódico «La Croix», 20 de agosto de 1997.

[104] Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales (27 abril 2001): AAS 93 (2001), 598-601.

[105] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 17: l.c., 265-266.

[106]Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003, 5: AAS 95 (2003), 343.

[107] Cf. ibíd.

[108] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 13: l.c., 6.

[109] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.

[110] Cf., ibíd., 36-37: l.c., 275-276.

[111] Cf. ibíd., 37: l.c., 275-276.

[112] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 11.

[113] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c., 264; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: l.c.,
832-833.

[114] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 77: l.c., 295.

[115] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 6: AAS 82 (1990), 150.

[116] Heráclito de Éfeso (Éfeso 535 a.C. ca. — 475 a.C. ca.), Fragmento 22B124, en: H. Diels — W. Kranz,  Die Fragmente der Vorsokratiker, Weidmann, Berlín 19526.

[117] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 451-487.

[118] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 10: l.c., 152-153.

[119] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.

[120] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2008, 7: AAS 100 (2008), 41.

[121] Cf. Discurso a los miembros de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (18 abril 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 abril 2008), pp. 10-11.

[122] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 13: l.c., 154-155.

[123] Id., Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.

[124] Ibíd., 38: l.c., 840-841;cf. Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 8: l.c., 6.

[125] Cf. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 41: l.c., 843-845.

[126] Ibíd.

[127] Cf. Id., Carta Enc. Evangelium vitae, 20: l.c., 422-424.

[128] Carta Enc. Populorum progressio, 85: l.c., 298-299.

[129] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 3: AAS 90 (1998), 150; Id., Discurso a los Miembros de la Fundación «Centesimus Annus» pro Pontífice (9 mayo 1998), 2: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 mayo 1998), p. 6; Id., Discurso a las autoridades y al Cuerpo diplomático durante el encuentro en el «Wiener Hofburg» (20 junio 1998), 8: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 junio 1998), p. 10; Id., Mensaje al Rector Magnífico de la Universidad Católica del Sagrado Corazón (5 mayo 2000), 6: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 mayo 2000), p. 3.

[130] Según Santo Tomás «ratio partis contrariatur rationi personae» en III Sent d. 5, 3, 2; también: «Homo non ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum et secundum omnia sua» en Summa  Theologiae, I-II, q. 21, a. 4., ad 3um.

[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

[132] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la VI sesión pública de las Academias Pontificias (8 noviembre 2001), 3: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 noviembre 2001), p. 7.

[133] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000), 22: AAS 92 (2000), 763-764; Id., Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (24 noviembre 2002), 8: AAS 96 (2004), 369-370.

[134] Carta Enc. Spe salvi, 31: l.c., 1010; cf. Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c., 8-10.

[135] Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 5: l.c., 798-800; cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c., 8-10.

[136] N. 12.

[137] Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931): AAS 23 (1931), 203; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: l.c., 852-854; Catecismo de la Iglesia Católica, 1883.

[138] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 274.

[139] Cf. Pablo VI, Carta Enc. Populorum progressio, 10. 41: l.c., 262. 277-278.

[140] Cf. Discurso a los participantes en la sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional (5 octubre 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (12 octubre 2007), p. 3; Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre «La ley moral natural» organizado por la Pontificia Universidad Lateranense (12 febrero 2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 febrero 2007), p. 3.

[141] Cf. Discurso a los Obispos de Tailandia en visita «ad limina apostolorum» (16 mayo 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 mayo 2008), p. 14.

[142] Cf. Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes  e Itinerantes, Instr. Erga migrantes caritas Christi (3 mayo 2004): AAS 96 (2004), 762-822.

[143] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 8: l.c., 594-598.

[144] Jubileo de los Trabajadores. Saludos después de la Misa (1 mayo 2000): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (5 mayo 2000), p. 6.

[145] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.

[146] Cf. Discurso a los Miembros de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (18 abril 2008): l.c., 10-11.

[147] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 293; Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 441.

[148] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 82.

[149] Cf. Juan Pablo  II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43: l.c., 574-575.

[150] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 41: l.c., 277-278; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past, Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 57.

[151] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 5: l.c., 586-589.

[152] Cf. Pablo VI, Carta apost. Octogesima adveniens, 29: l.c., 420.

[153] Cf. Discurso a los participantes en el IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana, (19 octubre 2006): l.c., 8-10; Homilía durante la Santa Misa en la explanada de «Isling» de Ratisbona (12 septiembre 2006): l.c., 9-10.

[154] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética (8 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 858-887.

[155] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3: l.c., 258.

[156]Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 14.

[157] Cf. n. 42: l.c., 278.

[158] Cf. Carta enc. Spe salvi, 35: l.c., 1013-1014.

[159] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 42: l.c., 278.

 

Principales retos que presenta el mundo de los jóvenes al presbitero

Mons. Juan Abelardo Mata

Nicaragua

 

1. LA GLOBALIZACIÓN

1.1. Estamos Viviendo un Cambio de Época

Considerando el mundo actual de la juventud, constatamos que se da un verdadero cambio de época, en cuanto se viven momentos de "innovación en tanto que se han trastocado los sistemas de valores"; es decir, que lo que hasta hace poco tiempo daba sentido a un modo de ser, juzgar, actuar y valorar, entra en conflicto con otro modo de ser, juzgar, actuar y valorar, que pretende que lo que es estable y firme, ya no lo sea.

Este cambio de época está marcado principalmente por los fenómenos (que también son desafíos) de globalización, de relativismo, de secularismo, de pluralismo religioso, que repercuten, quiérase o no, en la vida de los jóvenes, favoreciendo una creciente y exagerada pérdida de valores, presentándose al sacerdote un verdadero desafío a la hora de acompañar a los jóvenes en la parroquia urbana. Son realidades que desbordan a la hora de actuar, ya que salen de los cauces normales de nuestra atención pastoral.

1.2. El Avance Tecnológico

Es una época de condicionamientos extremadamente exigentes a causa de las aplicaciones tecnológicas del saber o los saberes. Es un momento histórico que busca generar conocimientos y por eso el ser humano transforma sus tecnologías, pero al mismo tiempo se ve transformado por ellas. Por esta razón están cambiando nuestras maneras de percibir las cosas, actuar y valorar, que repercuten en nuestra psiquis y en nuestras vivencias. Se corre a tal velocidad que el que no se mete en el tren corre el riesgo de quedar en el anquilosamiento.

1.3. A Nivel Económico

Constatamos que a nivel económico las grandes empresas trasnacionales hacen del mundo entero un gran taller y un gran mercado, al que concurren todos, pero se corre el riesgo enorme de imponer como ley suprema y única la ley del mercado; de que se acepte el lucro por el lucro, lo cual es una idolatría; y el consumismo por el consumismo, lo que favorece el interés particular de algunos individuos, grupos, naciones en detrimento de las grandes mayorías; como está sucediendo actualmente en nuestros países.

1.4. A Nivel Social y Político

Constamos que a nivel social y político la globalización facilita, profundiza y universaliza el encuentro con los individuos y los grupos humanos, entrañando posibilidades nunca antes vistas. A nivel político, la globalización reclama un gobierno mundial, porque hace emerger la cuestión del bien universal, el cual necesitaría una autoridad única, para la que no estamos preparados, ni las condiciones están dadas; por otra parte, se corre el riesgo y así se ve, que se pretende crear un hombre sin Dios, sin referencia a la trascendencia, más que a la técnica. El hombre sin Dios se diluye. Una sociedad sin Dios se disuelve. Un gobierno sin Dios va a la ruina.

1.5. Humanizarla Mediante el Amor, la Justicia y la Solidaridad

La globalización ha significado para unas pocas vidas y creatividad, avance y realización, pero para una gran mayoría es egoísmo y frustración, exclusión y muerte. La globalización no es ni buena ni mala, será lo que la gente y los impulsores hagamos de ella. E1 reto y desafío es humanizarla, regulándola por la justicia y la solidaridad.

Es un fenómeno que facilita y posibilita el encuentro con los hombres, pueblos y naciones, pero que necesita un alma solidaria que la libere del egoísmo que clausura y margina a la mayoría. Por tanto, el reto es globalizar la justicia, la nueva civilización del amor. Urge un alma solidaria que ayude a favorecer la fraternidad universal de los hijos de Dios.

Este fenómeno está mostrando sus consecuencias buenas y malas que reclaman de la Iglesia y de los jóvenes respuestas correspondientes en la acción misionera.

 

2. RELIGIOSO

A nivel religioso constamos que están produciéndose encuentros significativos entre las grandes religiones a nivel mundial y de los grandes movimientos espirituales. Esto nos hace plantearnos problemas estrictamente religiosos y nos preguntamos: ¿cuál es la concepción de Dios válida para todos los hombres del mundo y de todos los tiempos? ¿Cuál es el verdadero Dios y cuál es la verdadera religión? A este nivel se plantea el fondo de la pregunta y se debe dar la respuesta más profunda, porque el hombre sin Dios se disuelve. La globalización promueve la idolatría del lucro y el dar relevancia a las religiones que favorecen el crecimiento económico, las cuales se rinden al "dios" dinero o capital. También defiende un modelo ético basado en el consenso social y político: así pues, el lucro, el poder y el placer se han convertido en tres ídolos supremos.

2.2. Pensamiento Religioso Débil y Confuso

Cada quien elabora su "dios" según su propio gusto y plasma sus convicciones en la religiosidad Light y en la trivialización de la religiosidad de New Age. Este pensamiento débil y confuso hace que la expresión religiosa no esté ligada a lo institucional o confesional, respondiendo más a un sentimiento religioso que a la búsqueda de Dios como persona, como verdad y fuente de orden social, sino mas bien responde a unas características olísticas, eclécticas y seculares, originándose así un supermercado religioso que desconcierta a los jóvenes.

Este es uno de los grandes desafíos que se nos presentan en estos tiempos, con una característica de difusión global y de conflicto, porque no sólo se trata de enfrentar un problema global, sino un problema religioso como tal.

2.3. Relativismo Religioso

La pregunta fundamental es: ¿existe una religión verdaderamente única? o ¿es que todas las religiones son auténticas y tienen igual validez que las otras? ¿hay que aceptar un relativismo religioso de manera que ninguna religión pueda considerarse como verdadera, sino que todas tengan el mismo valor y puedan subsistir juntas? Este hecho, quiérase o no, afecta negativamente el mundo juvenil y hay que asumirlo con toda la seriedad que implica.

Este pluralismo religioso nos lleva a aceptar que la cuestión no está en que si nuestra sociedad o nuestros jóvenes del tiempo actual creerán, sino en qué creerán frente a un mercado religioso de los que ofertan "el cambio triunfal" de los dioses, que lleva desde las mitologías, religiones y los cultos pre-cristianos, tanto de Europa como de nuestra América, pasando por las religiones orientales, a la magia, al ocultismo y a las sectas satánicas. Esto está aumentando preocupantemente. Ante este mercado de creencias y religiones, donde la fe católica quiere presentarse como una más, alguien decía: "Cuando los hombres dejen de creer en Dios, no es que no crean en nada, sino que creen en cualquier cosa" (cfr. Ex 32).

Estamos en la era del "teoplasma," que es una especie de plastilina religiosa a partir de la cual cada uno fabrica sus dioses a su propio gusto y antojo, adaptándolos a sus conveniencias propias. Hay que plantearse la verdad religiosa.

Si la Iglesia Católica insiste en proclamar que hay una sola religión verdadera, es porque confiesa a Jesucristo como único salvador, al cual hemos acogido con humildad y agradecimiento frente a Quien nos confesamos criaturas y pecadores y a Quien seguimos buscando cada día para crecer en comunión con Él.

 

3. EL SECULARISMO Y CÓMO SE MANIFIESTA

3.1. Creciente Mentalidad Secularista

Constatamos una mentalidad cada día más secularizada que poco a poco ha venido marcando el corazón de los individuos, familias, comunidades y sociedades enteras, en la que hombre y sociedad se bastan a sí mismos: se vive como si Dios no existiera; todo se concibe sin referencia a Dios.

Este fenómeno, que no es otra cosa más que el endiosamiento del hombre, es la falsa idolatría de él mismo, quien ha llegado a no interesarle la pregunta por Dios. La discusión de la verdad de Dios, de su presencia, de su inmanencia, de su absolutidad, de su cercanía, no le interesa. Le importa que Dios no tenga ninguna intervención en sus ideas, ni en sus proyectos, ni en sus acciones cotidianas: el hombre y el cosmos son suficientes.

El secularismo es un desafío mayor porque en el no se discute el tema de Dios: no le interesa, simplemente lo  ignora. No usa la lucha violenta, directa y frontal como los ateismos de los inicios del s. XX. Procede sin combate. Acepta un "dios" que no perturba su estilo. Un "dios" acomodado según a cada quien le convenga. Lo acepta si se incorpora a su mundo como un elemento más de su visión inmanentista. El secularismo no dice que Dios ha muerto, simplemente lo ignora y vive como si Él no existiera.

3.2. Medios de Comunicación: Principales Difusores

Constatamos que los mayores difusores del secularismo, de la mentalidad globalizante, del pluralismo y relativismo religioso son los medios de comunicación, atraídos por la abundancia de los bienes, el bienestar, el consumo, el enriquecimiento y alimentación de su capital mediante la difusión de realidades superficiales, de sensacionalismo, de amarillismo, promoviendo un verdadero libertinaje de expresión. A1 secularismo le conviene que Dios no intervenga en la solución de los problemas del hombre: los problemas del hombre se tratan y se resuelven en la economía, en la política, en los centros científicos y en los medios de comunicación. Lo que le interesa es prescindir y, aunque no de frente, atacar a Dios, ya que este le "ofende."

3.3. La Familia es la más Afectada

Constamos que la institución más afectada por el secularismo es la familia, la cual está siendo profundamente herida por la ideología de género, que pretende que la vida sexual se ubique en el nivel de la elección cultural y no en la integridad físico-espiritual. Esta ideología está promoviéndose y extendiéndose por medio de leyes apoyadas por organismos e instituciones de mucho poder en el orden internacional, produciendo así una violencia cultural y política que pretende desmontar pieza por pieza el edificio de la familia, fundamentada en el matrimonio de un "hombre y una mujer." Utilizando como instrumento la manipulación intelectual, mediante una ambigüedad tecnológica y jurídica, por la cual se pretende relativizar y destruir conceptos, principios y valores, ofrece una gama de semi-verdades o verdades a medias (de genero, derechos sexuales, derechos reproductivos, derechos a decidir), que son verdaderamente un lenguaje confuso y ambiguo, y por ser un lenguaje confuso y ambiguo es un lenguaje de las tinieblas.

3.4. Promotores de la cultura de la muerte

Constamos que estas mentalidades de la globalización y del secularismo promueven una cultura de la muerte, promovida mediante fuertes campañas anti-natalistas a favor del aborto, de la planificación familiar indebida, del divorcio, del sexo libre, creando parejas que no fecundan, haciendo creer a los jóvenes y a la gente que la calidad de vida depende de que haya menos gente, o, en otras palabras, de reducir el derecho de todo hombre a la vida.

3.5. La Conciencia de los Jóvenes Profundamente Erosionada

Asistimos a una cultura en que los jóvenes han vendido incorporando en su "yo" personal una falsa identidad, promovida por algunos medios de comunicación social, que están ejerciendo una influencia dominante en su conciencia, asumiendo en su pensar y actuar mensajes subliminales, ambiguos y falaces (engañosos). Entre ellos señalo solamente algunos: "Todo vale". "Lo que importa es lo que hoy se vive y lo que se experimenta a lo inmediato". "No importa hacia donde se va, lo que importa es disfrutar hoy". "Consumir lo que gusta, no importa lo que se consuma, porque lo importante es consumir". "Lo que importa es vivir lo que se siente". "Pruébalo y ya me dirás". "Todo mundo lo hace, ¿por qué tú no?". "Lo importante es comportarse al estilo de cada quien, creer en el "dios" que le parezca a cada uno."

Vivimos en una cultura donde ciertas mentalidades intolerantes y excluyentes intentan de muchas formas callar la voz de Dios en los jóvenes; quieren hacer de Dios el gran ausente de la cultura, de la vida y la conciencia de ellos.

3.6. Enseñanza de la Iglesia Conforme a la Ley Natural

Constamos que existe cierta oposición o descontento en ciertos sectores cuando la Iglesia ilumina desde el Evangelio temas que afectan la vida y la dignidad humana y acusan a la Iglesia de querer imponer sus ideas y valores confesionales. Pero lo cierto es que estas mentalidades sin Dios no entienden o no quieren entender que lo que la Iglesia enseña no está en contra de la naturaleza, sino que está conforme a la ley natural; es decir, conforme a la naturaleza y dignidad de toda persona humana. En otras palabras, el Evangelio no nos separa del mundo ("no te pido, Padre, que los saques del mundo, sino que en medio de él den testimonio de mi") sino que nos sumerge en él, para transformarlo desde la raíz de la fe, que es la tarea propia, vocación y misión de la Iglesia.

Por último, es en este escenario globalizado y secularizado que constatamos que el egoísmo reemplaza el amor; el individualismo a la solidaridad. Encontramos jóvenes con una voluntad debilitada, con una afectividad capturada por nuevos ídolos, como son la droga, la sexualidad, el alcoholismo, el esoterismo, el secretismo religioso e incluso el satanismo.

Constamos gran número de niños que nacen fuera del matrimonio, jóvenes en uniones libres que nunca se afianzan o que nunca contraen matrimonio eclesiástico. Cada vez son más frecuentes las rupturas conyugales; los compromisos serios y permanentes se vuelven relativos, volubles, marginales, variables, cambiantes y poco firmes.

4. OTROS

Concretamente, en nuestras parroquias urbanas nos encontramos con fenómenos que al mismo tiempo son desafíos para el acompañamiento de los jóvenes. Entre ellos tenemos los siguientes:

Políticos:

Las heridas, el dolor, las secuelas heredadas de la guerra, se han traducido en una tremenda polarización e instrumentación política de los jóvenes. En efecto, proyectos, becas, empleos, huelgas, financiamientos, medios de información alteran o disminuyen la verdad de acuerdo a sus intereses políticos.

Sociales:

 La desintegración familiar, abandono de los hijos, ya sea de parte del padre o de madre.

 Maltrato de los padres hacia los hijos y los hijos hacia los padres de familia.

 Pérdida de autoridad de los padres de familia, tutores o profesores en las escuelas.

 Falta de formación espiritual de los padres hacia los hijos y una falsa autonomía que permite que sus hijos hagan lo que les parezca sin ninguna orientación o formación hacia una jerarquía de valores.

 Matrimonios de hecho a temprana edad y relaciones sexuales irresponsables, divorcios inconvenientes y planificaciones familiares inmorales.

 Violencia intra familiar e infidelidad conyugal debido a la decadencia de los valores humanos en las familias.

 Falta de comunicación entre padres e hijos.

 Ignorancia y analfabetismo, consumismo (moda, alcohol, drogas, etc.) -Baja autoestima en jóvenes, que lleva al suicidio.

 Rebeldía en los jóvenes y dificultad para tratarlos.

 La corrupción en todos los ámbitos que afecta a los jóvenes.

Economía:

 Pobreza y desempleo.

 Trabajos mal remunerados.

Cultural:

Pérdida de valores morales, culturales y religiosas.

El mundo de los Jóvenes Urbanos

 

Mons. Miguel Ángel Morán Aquino

 

INTRODUCCIÓN

La II Conferencia del Episcopado Latinoamericano en el documento de Medellín, invitaba a los pastoralistas a “auscultar atentamente las actitudes de los jóvenes que son manifestaciones de los signos de los tiempos: la juventud anuncia valores que renuevan las diversas épocas de la historia” (Medellín, Juventud, 13).

En Puebla hubo una doble opción preferencial: por los pobres y los jóvenes (Puebla, 1134-1205) como sujetos de la Evangelización en el continente; pero la opción por los pobres, por su actualidad y por las discusiones que suscitó, hizo que la opción por los jóvenes pasara a un segundo plano. Tanto que en Santo Domingo, después de presentar las características de la juventud con sus rasgos negativos y positivos, se reconoce que con frecuencia de quedó en el plano afectivo sin aterrizar a lo efectivo (Santo Domingo, 114); por ello se pide que haya “acompañamiento y apoyo real con un diálogo mutuo entre jóvenes, pastores y comunidades”.

La realidad de la juventud actual y la nueva situación, que se ha presentado con el neo-liberalismo y la post-modernidad, constituyen para el sacerdote nuevos desafíos para su misión a los que debe dar una respuesta. El capital humano de nuestro Continente de la Esperanza aún es joven y “nos compromete a dar una respuesta gozosa y misionera desde la riqueza de la Buena Nueva, a quienes buscan a tientas satisfacer su sed de sentido, de humanidad, de felicidad y de trascendencia” (Documento de Participación: “Hacia la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe”, 32).

Se ha dicho que el joven post-moderno es narcisista, es decir, no escucha a nadie sólo escucha sus deseos, sus gustos... ¿realmente los jóvenes son indiferentes frente a lo social, político, religioso, etc.?

 

1. El desafío de la cultura urbana – postmoderna

Los jóvenes son sensibles a los cambios e influyen en gran medida en su modo de pensar, sentir, percibir y actuar. 

Es evidente la diferencia entre un joven de la ciudad y uno del campo. En la ciudad la vida es más compleja. La mayoría de las vocaciones sacerdotales y religiosas surgen del medio rural.

1.1. ¿Qué entendemos por cultura?

Es la manera como un grupo de personas vive, piensa, siente, se organiza, celebra y comparte la vida.

En toda cultura hay a la base un sistema de valores, de significados, de cosmovisiones que se expresan al exterior en el lenguaje, los gestos, los símbolos, los ritos y los estilos de vida. La cultura abarca toda la vida de las personas y de los grupos. Engloba diferentes dimensiones: el trabajo, la diversión, la relación con Dios y la naturaleza, la búsqueda del desarrollo, la relación entre las personas.

El Papa Pablo VI señaló que “la ruptura entre el Evangelio y la cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo” (Evangelii Nuntiandi, 20); y el Papa Juan Pablo II presentó la inculturación como uno de los aspectos fundamentales de la acción evangelizadora de la Iglesia (Redemptoris Missio, 52).

1.2. La cultura urbana

La cultura urbana no puede entenderse independientemente de la modernidad que tiene como hechos sociales básicos la industrialización y la urbanización y de sus consecuencias religiosas: la secularización y la desacralización. El sujeto decide lo que es bueno y lo que es malo. Surgen ciertos mitos, entre ellos: el mito del “progreso infinito” como si lo más importante para el hombre fuera el progreso económico y científico. El mito del “Estado” con diferentes matices: napoleónico, totalitario, nazi, fascista, marxista, liberal, etc.

La cultura anterior se sustituye por lo que ofrece la razón, el saber, la tecnología, la ciencia, la democracia y el desarrollo. El nuevo modelo que mueve a la modernidad es el capitalismo. Pero la modernidad no dio respuesta a todos los anhelos, no resolvió los problemas del hombre y fue sustituida por el relativismo, el subjetivismo y el irracionalismo.

El relativismo que considera que todo es válido. Algo es bueno si me gusta y me da placer. Es el fruto de la crisis de las ideologías. Antes el joven, al menos encontraba ciertas visiones totalizantes. Hoy esas visiones (socialista, democrática, liberal, etc.) han entrado en crisis. Las crisis de las ideologías trae como consecuencia un excesivo relativismo, cada cual puede pensar lo que quiera, organizar su vida como quiera. Desafortunadamente, el joven va a encontrarse con los fundamentalismos fanáticos, cerrados.

Todas las condiciones eran propicias para que surgiera el individualismo, el escepticismo y una religiosidad intimista volcada a la satisfacción de los gustos personales e impulsos emocionales (Empresas religiosas). A esto se e llama post-modernidad o anti-modernidad o re-modernidad.

Los jóvenes se encuentran así en una sociedad secularizada, donde ya lo religioso no impone las leyes a los demás sectores (político, económico, social, cultural, científico, etc.).

1.2.1. El utilitarismo

Se considera ético lo que es útil; se busca el máximo rendimiento con el mínimo de costos. El sentido de la vida pasa a un segundo plano. Se pierden los vínculos familiares, la identidad cultural y se cae en el anonimato. El individuo es absorbido por el grupo. 

1.2.2. El consumismo

La sociedad postmoderna tiende a producir cosas en abundancia  y esta producción exige consumo; el consumo a su vez exigen producción...y así sucesivamente. La persona se convierte en un esclavo de la producción. Pero para atraer a los consumidores se “bombardean” los sentidos y los sentimientos con la propaganda; al no tener los medios para satisfacer las necesidades creadas cae en depresión o delinque para poseer lo que desea.

 

2. Características de la cultura postmoderna

 

  • Inmediatismo (compromisos a corto plazo)
  • Un joven fragmentado
  • Sin un proyecto de vida
  • Individualismo
  • Ambiente erotizado

 

2.1. Rasgos de la sub-cultura juvenil

Maneras de pensar: Culto a la persona; dificultad para el raciocinio lógico; entienden más los signos que las palabras abstractas (Lo sustituye por un lenguaje simbólico para expresar sus nuevas vivencias); preferencia por lo vivencial sobre lo conceptual; desconfiados de lo que no comprenden; rechazo del mundo adulto, lo normativo y lo establecido; discernimiento por impresiones; sentido de riesgo y aventura; capacidad de procesar y recibir mucha información.

2.1.1. Valores:

Desapego de las cosas pero consumo exagerado; valor del presente; búsqueda de amigo especial y camaradería; solidaridad con el grupo, aún en lo negativo; sensibilidad por ciertos valores (paz, justicia, ecología); juzgar lo sexual más por el amor que por las normas externas.

2.1.2. Comportamientos:

Afán de novedades y sensaciones fuertes; buscar protagonismo en los grupos; convivir con el ruido; más festivos que alegres; relaciones intensas, pero fugases; temor al futuro; se siente bien en pequeños grupos.

2.1.3. Símbolos:

La música le da la posibilidad de matizar el volumen, la modulación, la rapidez más los efectos de luz le garantizan un placer sensorial múltiple; el tatuaje y perforaciones le identifican con el grupo que domina y defiende un determinado territorio o barrio; el carro que le da la sensación de fuerza, velocidad, facilidad de desplazamiento, independencia, mejora su imagen y le asegura una posición social; el cine y la televisión que le ofrecen dinero fácil al participar en los concursos; la computadora; el celular; la noche que le aleja de la familia y puede transgredir las leyes mediante el robo, el sexo, la droga, etc.; cuidado del cuerpo e imagen (dietas, gimnasio); videojuegos.

Toda esta ambivalencia y problemática explica las dificultades que tienen los jóvenes para establecer vínculos sólidos, estables y satisfactorios.

A las nuevas generaciones les impacta la ausencia casi total de escrúpulos para transgredir normas morales que, por otro lado, se siguen predicando. Este doble discurso de la sociedad que se expresa en códigos morales y jurídicos y se transmite a través de la educación, la familia, etc. va generando ese sentimiento de vacío y escepticismo. Consecuencia: escepticismo y falta de compromiso.

2.2. Con relación a la comunidad

No son dados a los compromisos políticos, más bien, existe un rechazo frente a los político. Prevalecen para ellos otros compromisos fundamentados en nuevos códigos culturales. Les interesa más la ecología y el envejecimiento de la sociedad que la política. Sus ideales son amor, paz, tolerancia, defensa de los animales.

2. Desafíos y retos para el presbítero

 

  • El joven necesita tener una experiencia fuerte de fe que dé seguridad y fundamento a todas sus respuestas. Debemos proponerle una experiencia de encuentro vivo y auténtico con Jesucristo para ser discípulo y misionero.
  • Necesita aceptar la pluralidad cultural en la expresión de la fe.
  • Para el joven, lo difícil adquiere un carácter de desafío apasionante, por tanto proponerle la vivencia de la santidad que les haga sensibles a los problemas sociales.
  • Para mantenerse fiel a los principios y ante la necesidad de apoyo precisa de un grupo, en donde pueda tener vivencias, crear nuevo lenguaje, confrontarse con la vida eclesial y con sus expresiones. Solo, queda expuesto y casi sin oportunidades de crecer.
  • Es necesario fortalecer la familia. Hoy la vida del joven no se desarrolla tanto en la casa, sino en la calle, la escuela, en los lugares de entretenimiento, etc. La falta de socialización con los hermanos, porque cada vez son menos los hijos, puede superarse en el grupo juvenil que le permita, también la educación en valores comunitarios.
  •  El joven necesita ser sensible a las necesidades de los pobres. El contacto con ello será el mejor cuestionamiento y respuesta al contexto cultural de una sociedad de consumo.

 

CONCLUSIÓN

Esta es la realidad nueva en la que se desarrollan las actuales generaciones adolescentes y jóvenes. Es necesario humanizar la ciencia, la tecnología, el arte, etc. y utilizarlos para el bien de la familia humana, los más fácil es satanizarlos. A todos estos desafíos tenemos que responder con un nuevo ardor, es decir, con entusiasmo y pasión, porque en la Nueva Evangelización hemos avanzado en nuevos métodos, nuevas expresiones, pero necesitamos más entusiasmo.

Es una realidad innegable de que los jóvenes son “una gran fuerza social y evangelizadora” (cf. Ecclesia in america, 47). Gran bendición de Dios fue la iniciativa del Siervo de Dios Juan Pablo II de establecer las Jornadas Mundiales y continentales de la Juventud invitándoles a ser valientes, a apreciar el valor del compromiso para toda la vida, a no temer al encuentro con Jesucristo vivo. Imposible olvidar la XX Jornada Mundial de la Juventud en Colonia con el Papa Benedicto XVI donde les dijo: “Estad plenamente convencidos: Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en vosotros...” (Discurso en la Fiesta de acogida en el Embarcadero del Poller Rheinwiesen, Colonia, 18 de agosto de 2005).

La preparación hacia la VCG es una oportunidad para que los jóvenes reafirmen su vocación de “discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida”

 

Los laicos en la vida política de nuestros pueblos latinoamericanos

Dr. Vicente Espeche Gil

Panorama político del Continente, situación actual y tendencias

 

 

1. Introducción

No es posible ya mirar al mundo desde un solo país, tampoco desde una sola región. Por ello, quisiera comenzar mi presentación con una breve introducción sobre el estado del mundo.

El panorama mundial que servirá de marco a la V Conferencia General es muy distinto del que existía cuando se celebraron las cuatro conferencias anteriores. Es cierto que en Santo Domingo ya se había producido la caída del imperio Soviético, con la consiguiente finalización de la guerra fría, después de 75 años de dominio sobre una parte importante del mundo. Pero el surgimiento del predominio de los Estados Unidos, parte de nuestro hemisferio, no terminaba de mostrarse en plenitud. Todavía se presentaba la posibilidad de que las Naciones Unidas pudieran cumplir cabalmente el papel para el que habían sido creadas. La primera guerra del Golfo así lo hacía prever.

Hoy en día en cambio, en el ámbito global, nos encontramos con una situación de desorden. La legitimidad que representan las Naciones Unidas, no está acompañada de un poder de imposición de las normas existentes. Acabamos de ver en el Líbano lo que se tardó en lograr un cese del fuego. Y si en este caso finalmente se logró una intervención positiva de las Naciones Unidas, se trata de una paz precaria, mientras subsisten focos de violencia y riesgos de tensiones allí y en otras partes del mundo. 

Los EE.UU. a pesar de ser la máxima expresión del poderío militar y económico, son desafiados por Irán, Corea del Norte y por la situación por ellos mismos creada en Irak. Por su parte, la Unión Europea, frenada en su marcha después del resultado de los referenda constitucionales en Francia y Holanda, no logra erigirse en una potencia con política exterior de peso. Lo vemos, nuevamente, en la dificultad para integrar una fuerza en el Líbano. Menos aún las grandes potencias de antaño: Alemania, el Reino Unido, Francia, Rusia y Japón; o las llamadas potencias emergentes, como China y la India, tomadas individualmente, están en condiciones de garantizar el mantenimiento de la paz.

Por otra parte, la acelerada multiplicación de las relaciones humanas, proceso al que llamamos Globalización, no deja de crecer; mientras que el aumento de la inequidad entre muy ricos y muy pobres se hace cada vez más odioso.  Medidas que podrían contribuir a reducir esa brecha, como las negociaciones de la ronda Doha sobre la reducción de los subsidios artificiales a la producción agrícola, están empantanadas. Sin que pueda establecerse una relación de causa efecto entre pobreza y terrorismo, sí es cierto que situaciones de injusticia crean condiciones en las que los violentos encuentran pretextos para sembrar odio 

Esta mínima introducción me parece necesaria, ya que no tendría sentido hablar de América Latina como si se tratara de una mónada flotando en el espacio.  Mucho de lo que vivimos guarda estrecha relación de interdependencia con América del Norte, con Europa, con Asia y, en general, con el resto del mundo. 

Cuando la Unión Europea decidió abrirse hacia Europa oriental, comenzando una larga y pesada digestión, no le quedaron energías suficientes para ocuparse de América Latina. La última cumbre de Viena, entre América Latina y la Unión Europea, mostró resultados escasos.

El once de septiembre de 2001, los Estados Unidos alteraron radicalmente su foco de atención y nuestra región perdió la prioridad que la administración norteamericana había dicho que le otorgaría.

América Latina no quiere decir lo mismo cuando el petróleo vale 18 dólares el barril, que cuando vale 74. Hemos vuelto a la geopolítica del petróleo. China entró en el mercado. La energía es la agenda crítica. Cierto es que en este momento, las materias primas que produce nuestra región tienen un alto valor, lo que nos permite asociarnos al excepcional crecimiento económico mundial. De aquí entonces la solidez macroeconómica de la región, con superávit fiscal y comercial, baja inflación y estabilidad financiera. Debemos reconocer, sin embargo, que nuestra América Latina se inscribe dentro del cuadro mundial como un actor que no es de gran protagonismo sino de importancia relativa en el concierto mundial.

¿Cómo se manifiesta este hecho? Se manifiesta en la falta de iniciativas regionales en los organismos internacionales, en el espacio escaso que América Latina ocupa en el flujo de las informaciones mundiales y en la reducida capacidad de influencia latinoamericana en las decisiones sobre las cuestiones que hacen al interés común de la humanidad. 

Pero principalmente se manifiesta en el hecho de que los datos de la macroeconomía no se traducen en bienestar y desarrollo para todos: la prueba de credibilidad de un país o de una región está en que sus habitantes estén bien, cosa que entre nosotros no es verdad para muchos, para demasiados. No podemos vivir en un “paraíso financiero –que sea al mismo tiempo un- infierno social”. (CNBB Análisis de coyuntura).

Hechas estas notas introductorias, me referiré sucesivamente  a tres cuestiones que nos ayudarán a interpretar el alcance de algunas tendencias que parecen perfilarse en nuestro continente: Primero, transición a la democracia para el desarrollo; segundo, Integración; y tercero, la Iglesia y sus laicos ante estos desafíos regionales.

 

2. Transición a la democracia para el desarrollo

Existe un consenso en el sentido de que se ha registrado una evolución positiva desde los años 80 en cuanto ya no hay proscripciones, ni gobiernos militares y – a excepción de Cuba- hay en nuestros países periódica renovación de autoridades mediante elecciones libres. Recordemos los temores que en ciertos círculos había despertado, y la importancia que luego tuvo, la accesión democrática al poder del presidente Luiz Ignacio Lula da Silva del Brasil en 2002. La firma de la Carta Democrática Interamericana, en Lima en 2001, mientras se producían los atentados del 9/11, ratificó la voluntad de nuestros países de mantenerse en democracia.

El advenimiento y la generalización de los procesos de transición democrática en América Latina fueron vistos, con razón, como un paso positivo en el camino a la consolidación de los derechos de la persona.  Sin embargo, muchos pueden haber pecado de ingenuidad al creer que la mera aplicación de los mecanismos de la democracia, incluyendo, en primer lugar, la posibilidad del recambio de las autoridades, por medio de elecciones libres, habría de resultar en la solución automática de los problemas y en el alcance súbito de la paz y la justicia y el bienestar.

En no pocos casos se cayó en el equívoco de confundir transición a la democracia con democracia sin más. Esto explica que el siglo haya comenzado con varios episodios de inestabilidad política.  Desde que Siles Suazo dejó la presidencia en 1985 en forma prematura, catorce presidentes no han terminado sus mandatos completando sus períodos constitucionales, entre ellos, Argentina 2001; Bolivia 2003 y 2005; Ecuador 2005. (Arturo Valenzuela)  Afortunadamente estos episodios pudieron ser resueltos dentro de las instituciones y con niveles de violencia relativamente acotados, o que al menos no tuvieron un alcance generalizado. 

Actualmente asistimos a una importante sucesión de elecciones presidenciales en los países del hemisferio, lo que concita la atención de los distintos gobiernos de la región, incluyendo por supuesto al gobierno de los Estados Unidos. Ya tuvimos las de Bolivia, Colombia, Chile, Perú y México y nos faltan todavía las de Nicaragua, Brasil, Venezuela,  la renovación de las cámaras y varias gobernaciones en los Estados Unidos y otras más en el 2007, entre ellas la de Argentina. Si excluimos el caso de Colombia y México (este último por un exiguo margen), la tendencia que indican aquellas elecciones es la de un predominio de triunfos de partidos y dirigentes de distintos matices de corrientes de izquierda. 

El vuelco de los electorados hacia una opción política distinta, puede resultar una  desilusión generalizada cuando no se obtengan, en corto plazo, los beneficios ilusoriamente esperados como inmediatos.  Pero ello no indica necesariamente un desencanto con la democracia, sino más bien con el modelo hasta entonces vigente. No podemos saber por cuánto tiempo estará vigente esta nueva tendencia.

Respecto de la situación imperante en los años 90, esto podría indicar una suerte de alternancia. Obviamente, todo dependerá de la calidad de la prestación de los gobiernos, calidad entendida en términos de gobernabilidad democrática y de una gestión económica que llegue a la gente de a pie.

Instalados, entonces, en la noción de que estamos en un proceso de transición, coincido con Manuel Antonio Carretón, Sociólogo, docente en la Universidad Nacional de Chile, quien en el Clarín del 20 de junio del 2006 se refiere a tres temas centrales que nuestros países ahora han de afrontar: 

a. “La superación de las desigualdades” 

Existe una demanda insatisfecha de desarrollo, bienestar y seguridad, que las poblaciones de nuestros países plantean a sus gobiernos democráticamente elegidos.

Si según algunas estadísticas hasta un 48% de la población de América Latina se encuentra por debajo de la línea de pobreza, es claro que hay algo que ha andado mal en la forma como la política continental administró su democracia. No se está dando satisfacción al propósito mismo de la política, que no es otro que el de asegurar el pleno desarrollo de las personas.

Por otra parte, la exclusión no ha alcanzado solamente a los marginados de siempre. Pedro Morandé señala el hecho de que esta vez la desregulación ha afectado a las clases medias de una manera que ellas no pueden controlar, no pudiendo tampoco beneficiarse con las políticas sociales dirigidas a las clases populares.

b. “El papel del Estado como dirigente del proceso de desarrollo y agente principal de la inserción en la globalización”

En general, nuestros países tienen problemas de gestión y coordinación. Estamos fragmentados, tenemos estados poco ágiles, con funcionarios poco formados, refugio de clientelismos, que cambian frecuentemente según los vaivenes de la política, lo que hace difícil administrar políticas de Estado con continuidad. 

c. “La transformación productiva

Esto significa tanto la efectiva incorporación de la región a la sociedad del conocimiento como la generación de empleos decentes”.

En este punto existe una corresponsabilidad y una demanda recíproca entre los gobiernos y el sector privado. Mientras que los gobiernos piden a los privados que asuman riesgos, los empresarios exigen garantías. Ambos tienen razones que esgrimir. En este punto  Garretón señala la importancia de “darles a las democracias de la región un sentido más allá de las cuestiones puramente electorales, es decir, convertirlas en verdaderos sistemas de organización del poder y de la sociedad y de participación de los actores sociales en el destino de sus países”.

Por encima de las banderas que los dirigentes desplegaron para ser elegidos (legitimidad de origen), lo que es mirado con particular atención es la eficacia de la gestión del Estado y el estilo republicano de gobierno que las autoridades llevan a cabo (legitimidad de ejercicio). La cuestión que se plantea no es solamente la de llegar al poder con medios democráticos, sino la de luego ejercerlo democráticamente.

En este sentido, el juicio se referirá al respeto por las libertades, a la seriedad fiscal, a la marcha de la economía y a otras cuestiones como las políticas de educación, salud o sociales respecto de los sectores marginados.  En cada uno de estos rubros, nuestros países muestran una amplia gama de diferencias entre sí.

Algunas de nuestras democracias son de alguna manera democracias a mitad de camino, “democracias de baja intensidad”. Son señales de este problema un imperfecto sistema de equilibrio de poderes; o una justicia demasiado lenta o sumisa que no genera confianza en la población; o parlamentos inutilizados, sea por una excesiva fragmentación, sea por su alineamiento con el poder de turno.

 En otros casos, la debilidad institucional se muestra en los sectores, grupos, áreas o espacios que quedan fuera del imperio de la ley o de los servicios que se espera que el Estado provea. El caso reviste particular gravedad allí donde las fuerzas de seguridad no alcanzan a hacer cumplir la ley o cuando la criminalidad organizada en el terrorismo, el narcotráfico, la trata y el secuestro de personas, se enseñorean sobre vastos sectores de la población. 

En casos extremos ha llegado a hablarse de “Estados fallidos o fracasados”, como Haití, único país de la región que figura en la lista de las Naciones Unidas como país de “Desarrollo Humano Bajo”. 

Otra importante variable a considerar es la de la corrupción administrativa y de los gestores de los grandes intereses económicos. Sabemos que ambas van juntas, aunque la que más grave y más repercusión genera en la opinión pública, es la de los políticos. Esta plaga que alcanza a muchos de nuestros países tiene dos vertientes: La del beneficio personal y la del llamado “robo para la causa”. Esta última está, a su vez, ligada a la baja calidad institucional.

La corrupción no sólo tiene que ver con dineros mal habidos, sino con intentos por perpetuarse en el poder, o amordazar la libertad de expresión, o por la falta de respeto a las minorías que caracterizan a una democracia representativa.  Formas de corrupción política son también la perpetuación del clientelismo y la demagogia. Esta última, si es preciso, apela a  sentimientos nacionalistas, buscando reducir las causas de todos los problemas a factores del exterior.

El problema de la corrupción nos ayuda a ver con mayor claridad que la democracia y la política son responsabilidad conjunta de tres grandes actores: por una parte, el Estado, los gobiernos, los políticos y los partidos; por otra parte, la sociedad civil con su responsabilidad de control ciudadano, las diversas ONG, los empresarios, la prensa; finalmente, la ciudadanía en general, como suma de votantes.

Una intensa participación política de la ciudadanía representaría un freno poderoso contra la corrupción. Sin embargo, la participación política no es muy alta entre nosotros. En un continente donde hay tantas necesidades básicas insatisfechas, no debe extrañarnos que la población piense más en cubrir esas necesidades antes de ocuparse de las instituciones. Las encuestas de opinión indican que la mayoría de la gente no se interesa por lo público.

Esto tiene un costo. Una baja participación política de la ciudadanía hace que no haya debates públicos fundados. Esto facilita que los políticos cedan con facilidad ante la tentación de guiarse excesivamente por las encuestas de opinión. 

La prospectiva es que nuestras transiciones durarán todavía. Al fin y al cabo, la democracia es una dinámica en permanente perfeccionamiento, que requiere un alerta constante de parte de toda la sociedad, para que la convivencia sea preservada de la violencia que siempre la amenaza.

Coincido con Arturo Valenzuela que sostiene que no sería correcto esperar a tener una ideal cultura democrática de base en la población, para poder llegar a tener una democracia en ejercicio. Sólo se aprende democracia en la práctica democrática, construyendo con la gente que somos, hasta que se vayan formando equipos de recambio que serán seguramente mejores que nosotros. 

 

3. Transición cubana

Un cuadro de la situación regional no podría omitir una referencia específica a Cuba. Está por concluir una larga etapa caracterizada por la implantación de un régimen de neto corte socialista no democrático. Existe  una suerte de tensión entre las aspiraciones de una inmediata democratización y la importancia de asegurar que la transición sea en paz. 

La democratización no podrá sino ser original de los cubanos, ya que no se puede imponer  un régimen desde fuera, a menos que se emplee la fuerza, cosa que debe evitarse, lo mismo que una indeseada repetición de la fuga masiva de habitantes de la isla. Hará falta mucha sabiduría, diálogo y magnanimidad entre los cubanos del exilio y la gran mayoría de los que permanecieron en el país. Es interesante que en una entrevista publicada en el Granma del mes de agosto, Raúl Castro trajera a colación dos antiguas citas de Fidel Castro referidas a un posible entendimiento con los Estados Unidos.

Salvando las distancias, la más reciente experiencia de Haití puede ser significativa. Después de un período de fuerte injerencia, los Estados Unidos han dado un paso al costado y han sido la Argentina, Brasil y Chile quienes asumieron un gran protagonismo. Estos países han asumido el peso principal de apoyar el proceso eleccionario que llevó a Preval al poder y mantienen allí una importante presencia de apoyo a su gestión. No es un antecedente desdeñable que podría ser invocado en el caso cubano.

En este sentido, podrán jugar un papel importante aquellos países que hayan mantenido relaciones regulares con Cuba durante esos años, máxime siendo países democráticos de la propia región. En este sentido, el MERCOSUR puede cumplir un papel de relevancia. La actual presencia de Venezuela en el MERCOSUR podrá, sin duda, facilitar esta tarea, siempre que el criterio que se adopte sea el del fiel respeto a la voluntad y decisión de los cubanos mismos, de todos los cubanos.

 

4. ¿Armamentismo en América Latina?

En un marco de democracias y si es cierta la afirmación según la cual las democracias no inician guerras, cuál es el perfil que deben asumir los sistemas defensivos de nuestros países? Cuáles son las bases y objetivos de una eventual defensa regional?

Nuestra región es la región que en su conjunto hace menos gastos en armamentos. Claro que si incluimos a los Estados Unidos con su proyección global, ellos solos hacen más gastos militares que el resto del mundo. El presupuesto militar de este país incluye el arsenal nuclear.

Dejando de lado a los Estados Unidos, en el hemisferio los que tienen un presupuesto militar más alto son Cuba, Venezuela y Chile. El hecho es que después de la época de los gobiernos militares que requerían fuerzas armadas con abundantes pertrechos, se pasó a una época en que se han minimizado las hipótesis de conflicto entre nuestros países. 

Algunos países, entre ellos los EEUU, consideran  que los ejércitos de la región deben ser reformulados para atender las llamadas nuevas amenazas, que incluyen al terrorismo, el narcotráfico y otras formas de criminalidad organizada, en algunos casos con poder de fuego superior al de las fuerzas policiales convencionales. Otros países, en cambio, a partir de penosas experiencias vividas durante gobiernos militares, postulan una distinción tajante entre los conceptos de defensa y seguridad, de manera que las fuerzas armadas no se vean involucradas en cuestiones policiales.

En cambio, existe amplio consenso respecto de lo valiosa que ha sido la creciente participación de las fuerzas armadas de los países de la región en las operaciones de paz de las Naciones Unidas.

Muchas otras cuestiones podrían ser tratadas: las relaciones Iglesia-Estado, las migraciones, los puestos de trabajo que no pueden cubrirse por la brecha educativa, la cuestión de los partidos políticos, la oopinión pública, el indigenismo emergente, integración a la política de la que  estuvieron marginados durante siglos, pero la exposición sería excesivamente larga.

Hasta aquí la situación a la que hemos llegado sobre la base de países actuando individualmente. Salta a la vista la heterogeneidad de los países de nuestra región. Veamos ahora qué intentos se hacen para encarar los desafíos del bienestar, el desarrollo y la seguridad de una manera integrada entre nuestros países. 

 

5. Integración

“América Latina es un continente que ha demostrado más destreza en agotar sus recursos naturales que en aprovechar sus recursos humanos” (Thomas Friedman: NYT 21, jun, 06)

Nuestros procesos de integración han avanzado en lo comercial, pero suelen tener dificultades en la integración de políticas macroeconómicas: fiscal, monetaria e industrial, no menos que en el campo político.

Si miramos el panorama de los distintos procesos de integración que se han ensayado en nuestra región y los que están actualmente funcionando, con no pocas dificultades, podríamos concluir que nuestra América Latina parece no tener bien en claro lo que quiere.

A grandes rasgos se están dando dos procesos simultáneamente y con orientaciones contradictorias: Por una parte, países de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) como Colombia, Chile, Ecuador y Perú, han optado por los tratados de libre comercio (TLC) con los Estados Unidos. Es como si se buscara llegar al ALCA por medio de la sumatoria de acuerdos bilaterales. Para quienes quisieran ver un bloque regional más vigoroso, los TLC representan una señal de fragmentación o balcanización. Por la otra, el MERCOSUR ampliado, que puede ser un polo de atracción alternativo. No se sabe todavía si se llegará a una coexistencia, o a alguna fórmula de convergencia 

Venezuela anunció su retiro del acuerdo CAN, pero Chile- que se había retirado de la Comunidad Andina de Naciones en 1976- se reincorporó a ella, aunque con carácter de miembro asociado, al igual que su actual participación en el MERCOSUR. Bolivia, por su parte, ha pronunciado sus reservas frente a los TLC con los EEUU y ha sido invitada a integrarse más plenamente al MERCOSUR, donde hasta ahora tiene carácter de miembro asociado. 

En cuanto a Venezuela, justo es preguntarse: ¿podría entenderse la actual fase venezolana sin el fracaso político y social de la dirigencia que precedió a su actual conducción y  sin el precio alcanzado por el petróleo en el mercado mundial? Mucho se ha dicho respecto del costo político que representa la incorporación formal de Venezuela al MERCOSUR. Las reservas no sólo se recogen en Washington, sino también dentro de los países del MERCOSUR, como ocurre con la actitud asumida por dirigentes como el expresidente Fernando Enrique Cardoso. 

Son grandes las divergencias que se notan entre la política exterior de  la Argentina y el Brasil, por una parte, y la desplegada por el líder venezolano. Las diferencias se refieren tanto a la política regional como a la multilateral. En este sentido cabe tener presente aquello que dijo Julio Godio al referirse al eje Bolivia, Cuba, Venezuela: una iniciativa  “políticamente audaz pero con capacidades estratégicas limitadas.” Los manifiestos apoyos del gobierno venezolano a candidatos en el Perú y en México, bien pueden haber dado lugar a efectos contrarios a los buscados.

Los países miembros del MERCOSUR son los primeros en interesarse porque los nuevos socios respeten los convenios preexistentes. Estos incluyen, entre otras condiciones, el respeto de los valores de la democracia. Así, el ingreso de Venezuela, como miembro pleno del MERCOSUR, representa  un reforzamiento de la capacidad negociadora del bloque, al incrementar su capital financiero y energético, su población y el mayor mercado que ahora ofrece. El MERCOSUR ampliado puede indicar el camino efectivo para la realización de la Comunidad sudamericana.

Aún así, si miramos el conjunto: nos cuesta mucho traducir nuestros ideales en cursos de acción, nuestras formulaciones teóricas en políticas pragmáticas; y si lo logramos, exige mucho esfuerzo mantenerlas en el tiempo. Esto es algo que guarda relación con nuestra conciencia de región y el correspondiente sentido de identidad.

Existe una cierta conciencia de “latinoamericanidad”. Es cierto que “sí existe un tipo de sociedad latinoamericana, que une a sus componentes y les confiere una uniformidad fundamental” (por la lengua, la religión, las leyes, la economía y la política). (Darrin Mc Mahon citando a Víctor Alba) Pero ello no alcanza a configurar una identidad.

Por ejemplo,”No hay identidad “sudamericana” que pueda reemplazar la noción histórica de América Latina, concepto político y cultural fundado en la tradición ibérica, sobre una comunidad de lengua y de temperamento”. (Sanguinetti Julio. Le Monde, 19,jun, 06) América Latina está fragmentada en América Central y México, que es distinta de América del Sur y del Caribe.

Aunque los europeos y los norteamericanos nos vean como latinoamericanos, nosotros nos sentimos colombianos, uruguayos, salvadoreños… “el Latinoamericano no existe subjetivamente. Muy pocos se ven a sí mismos como latinoamericanos” Si existe América Latina en términos culturales, todavía no existe América Latina en términos operativos, en términos políticos. 

A excepción de algunos hechos positivos, como la ejemplar cooperación regional para ayudar a Haití en su proceso de elecciones y posterior consolidación del gobierno, en el panorama internacional contemporáneo, América Latina no es un hecho político.  

Será el caso de preguntarse “etsi America Latina non daretur? Sin llegar a ese extremo, debemos plantearnos positivamente qué es, o más bien qué queremos que sea América Latina.

Una América Latina como hecho político supondría: no sólo una conciencia, sino un propósito, medios, liderazgo y consenso sobre qué queremos ser y qué estamos dispuestos a hacer para alcanzarlo. Esto no está presente en la realidad de hoy. Cada vez que hablamos de hacer de nuestro continente, un continente de la esperanza, tal vez nos imaginamos que la sumatoria de las esperanzas nacionales terminará por hacer el continente. Pero no es así. 

En el siglo que comienza, hacer política tiene una dimensión no solamente municipal y nacional, sino también continental y global. Es preciso entonces trabajar en una política continental de los intereses que son comunes y en el bien que es común a todos los pueblos de la región.

No alcanza con tener una cultura, una lengua y una religión común para tener una identidad común. Mientras no exista una visión, un consenso sobre lo que hay que hacer, recursos puestos en juego, un compromiso decidido y liderazgos eficaces, América Latina no será un sujeto político ni un hecho político. Mientras no lo sea, resultará más fácil tratar desde fuera de la región con cada uno individualmente, desde posiciones de mayor fuerza relativa.

El verdadero interés de todos los países del hemisferio, incluyendo los países del Norte, está en el desarrollo, el bienestar y la seguridad de todos. 

El citado Manuel Antonio Garretón afirma que más allá de las problemáticas propias de cada país y de los modelos que adopten para resolverla, “la cuestión política central de la región es la de la voluntad de constituir un bloque con visión de largo plazo. Ello significa que más allá de las retóricas o de las discusiones en torno a los liderazgos en la región hay que poner los temas económicos concretos y acuciantes, como la energía o el desarrollo científico-tecnológico, en la óptica política de la constitución de un bloque regional”.

¿Y qué tiene que ver la Iglesia con todo esto?

“La experiencia de estos últimos veinte años demuestra que...las fuerzas no gubernamentales a veces son más poderosas que ciertas estructuras de los Estados-nación, por su capacidad para articular intereses diversos de un modo inteligente y para desarticular mecanismos de desconfianza tradicionales que suelen ser resultado directo del desconocimiento y de la falta de contactos reales entre pueblos diversos” (Aníbal Jozami. Archivos del Presente. Año 10.N° 40)

Esto se aplica con claridad al caso de la Iglesia. En efecto, desde 1955 el CELAM, esto es la Iglesia Católica, es la tal vez única expresión concreta de la identidad latinoamericana que existe operativamente y en continuidad. Las demás experiencias integradoras son más modernas y también más efímeras, a excepción de la OEA, que precede al CELAM, donde la Santa Sede tiene un observador permanente. Pero la OEA no es latinoamericana sino panamericana.

Los distintos procesos de integración muestran a las claras que existe una vocación integradora, aunque tal vez todavía no haya encontrado su cauce más eficaz y conveniente. La necesidad de asumir la interdependencia es tanto más acuciante cuanto que se percibe el resurgimiento de los sentimientos nacionalistas.

Se esgrimen variadas razones para promover la integración: desde una forma de resistir la hegemonía de los EEUU, hasta un camino adecuado para responder a los desafíos de la globalización. Hay quienes ven que los gobiernos de izquierda reflejan una aspiración por proyectos de nación e identidad latinoamericana.

Lo que parece fuera de discusión es que se va consolidando la noción de que “un proyecto de nación depende necesariamente de la solidaridad con los demás pueblos sudamericanos” (CNBB Análisis de coyuntura)

 Es así que surgió, ya desde el siglo XIX, una aspiración a la integración latinoamericana, fundada en las bases culturales comunes, que se ha canalizado a través de distintos proyectos desde la segunda mitad del siglo XX. 

Cada uno de ellos ha logrado avances parciales en distintos campos. Sin embargo, nuestros países no han sabido plasmar aún sus aspiraciones en un gran proyecto integrador que en forma eficaz responda a las necesidades de desarrollo integral de nuestros pueblos.

Tal vez haya llegado la hora de comenzar a pensar sobre nuevas bases No debería extrañarnos que haya sido desde la Iglesia de donde nació la idea más avanzada en lo que hace a América y eso es algo que le debemos a Juan Pablo II.

El título de esta presentación que se me ha encomendado realizar tiene por sujeto al  Continente. Ello coloca la cuestión, desde el comienzo mismo, en la perspectiva que Juan Pablo II  consideró necesaria, cuando al preparar el Jubileo del 2000, quiso que el Sínodo regional fuera de toda América. 

La exhortación apostólica post-sinodal Ecclesia in America nos sirve como una orientación nacida de una intuición del Papa, que él no alcanzó a desarrollar en toda su amplitud, cosa que ahora nos corresponde a nosotros hacer, teniendo a América como marco de referencia insoslayable.

Como decíamos al comienzo, hoy en día no es concebible en el mundo entero un Estado que pueda prescindir del contexto internacional, tanto en las posibilidades que este ofrece, como en los condicionantes que surgen de la existente interdependencia. 

Esa interdependencia, hoy acrecentada en el marco de una globalización de las relaciones humanas, es reflejo de la naturaleza social del hombre, cuya plenitud puede ser alcanzada en la fidelidad al mandato del amor a Dios y a los hombres.

El mundo que nace de la posguerra fría tiene en nuestro hemisferio la principal potencia mundial. América del Norte, ocupada en prioridades extra-continentales, no ha sabido articular una política en su propio continente,  más allá de los intereses económicos, sean estos comerciales o financieros, y de las cuestiones vinculadas a la producción y contrabando de drogas al gran mercado consumidor del Norte.

Los europeos, por su experiencia, suelen ser mas proclives a comprender que los norteamericanos. La solidaridad, al igual que la paz, son indivisibles: no se puede combatir juntos al terrorismo y al mismo tiempo pretender no ser solidarios con  el Acuerdo de Kyoto. (Rubens Ricupero) Y sin embargo, no hay país de la América Latina que no tenga asignada una altísima prioridad a sus relaciones con Washington.

Es claro que en la visión de Juan Pablo II de lo que se trataba entonces era de la evangelización y no de una visión geopolítica. Pero hay hechos que no pueden ser ignorados, como la tendencia creciente de emigrantes latinoamericanos a los Estados Unidos, que representa un aspecto notorio de la base demográfica sobre la que la Iglesia deberá ejercer su ministerio.

Los Estados Unidos han tenido dificultades para buscar y encontrar el camino para asociarse a la región en términos de respeto y equidad. El último intento, del ALCA, se limita a la esfera comercial, lo que es de suyo insuficiente para provocar un verdadero envión para el desarrollo. Además, hay una contradicción entre la declarada libertad de comercio y la vigente política de subsidios.

La relación de nuestros países con los Estados Unidos y de ellos con nosotros, es algo  insoslayable y es mejor que lo asumamos unos y otros. América Latina puede ejercer un papel histórico ayudando a los EEUU a adoptar una política de responsabilización de las Naciones Unidas (ver Robert Wright, a senior fellow at the New America Foundation)

Actualmente la política exterior de los Estados Unidos es más una sumatoria de políticas bilaterales, no por falta de visión sino porque no existen las bases reales para una política hemisférica. En los hechos los EEUU no se plantean la elaboración de una política hemisférica. Para algunos, ya no es válida la idea de “Western Hemisphere”, como región distinta del resto del mundo, con valores, percepciones y políticas compartidas. (Abraham Lowenthal )

La articulación de la política exterior de los países latinoamericanos es muy fragmentada. Ello no debe escandalizarnos. También la Unión Europea ha encontrado dificultades en adoptar políticas exteriores en común en temas como el de las migraciones, el ingreso de Turquía y la moneda común.

Según algunos analistas (Rosendo Fraga) a lo que asistimos es a un reflujo nacionalista, tal vez como reacción a la ola globalizadora que no se supo gestar y administrar y por tanto favoreció a unos pocos, sembrando desconfianza y temor en la mayoría que no pudo aprovecharse de ella.

Entonces, desde hace mucho tiempo, en nuestra región campea cada tanto el “yankee go home”, el antinorteamericanismo.

 

6. Consenso de Washington

En el marco de una fuerte corriente neoliberal, el Consenso de Washington de 1990 buscó dejar sentada una clara defensa del derecho de propiedad en un marco de previsibilidad política y se concretó en la adopción de reglas de juego tales como la disciplina presupuestaria y el control del gasto público, la reforma fiscal, la liberalización de los mercados financieros y comerciales, las privatizaciones y desregulaciones. La adopción concreta  de esas medidas se dio en contextos históricos y políticos distintos en cada país. 

La falta de una adecuada capacitación laboral que permitiera asumir las nuevas realidades; la escasa capacidad de contralor de los Estados y la corrupción sirvieron en más de un caso como contexto al Consenso de Washington, mientras que el aumento de la distancia entre los muy enriquecidos y los muy empobrecidos, se verificó como secuencia desde su adopción.

Si la demanda de desarrollo, bienestar y seguridad se confía ahora a gobiernos de izquierda, es que a lo largo de los años 90 esas demandas no lograron ser adecuadamente satisfechas por los gobiernos que seguían una orientación neoliberal y se adecuaban al Consenso de Washington.

Pero “América latina debería evitar caer en la creencia de que ha entrado en un nuevo paradigma contrario al del Consenso de Washington, y que por ello entrará de manera mágica en una nueva época dorada”, (el ex presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, Enrique Iglesias).

Debemos entonces entablar un diálogo sobre nuevas bases,  para forjar un proyecto americano común. Al decir nuevas bases, debemos pensar en algo distinto al panamericanismo. 

Si el consenso de Washington se demostró insuficiente y en algunos casos hasta contraproducente, es preciso apuntar hacia un consenso con Washington. Soy conciente que esto no será fácil. Están muy arraigados en el Norte los hábitos del unilateralismo, así como trazas culturales por las que se ve al Sur desde arriba. 

Pero también por nuestra parte nos resultará difícil mirar con ojos distintos aquello a lo que nos hemos acostumbrado por décadas. Así como los norteamericanos tienen una visión caricaturesca de América Latina, también nosotros tenemos una imagen simplista sobre ellos.

Pero hay hechos nuevos que nos obligan a pensar juntos, como la creciente presencia de los hispanos en los EEUU y en Canadá, y sobre todo la conciencia de que los problemas que debemos enfrentar no podremos solucionarlos sino trabajando juntos.

 

7. La Iglesia en América Latina

En una reciente entrevista, El padre Peter-Hans Kolvenbach, prepósito general de la Compañía de Jesús, al explicar las razones por las cuales se convocaba a una Congregación General; decía que “la Iglesia y la sociedad actual se enfrentan con problemas que requieren un examen atento y creativo. La globalización, la emigración, los desplazamientos masivos, el relativismo, la secularización y tantos otros son desafíos que en un grado u otro afectan a todos los países e imponen cambios importantes en nuestra planificación apostólica”. (Roma, viernes, 28 julio 2006, ZENIT).

Dentro de nuestra Iglesia, venimos de un período marcado por el fértil y largo pontificado de nuestro grande y querido papa Juan Pablo II, que nos visitó en repetidas oportunidades 

Así como a grandes rasgos la caída del comunismo en Europa se produjo sin violencia- algo que en buena medida lo debemos a Juan Pablo  II, también la transición democrática en la región se ha dado sin violencia y en eso también la Iglesia tuvo un papel destacado.

La Iglesia conserva entonces su bien ganado prestigio en los estudios de opinión. No en vano es considerada como “uno de los más firmes defensores de los derechos humanos en América Latina” (Braun p.6).

La Iglesia, implantada con raíces firmes en el continente americano, contribuye mediante las enseñanzas de su doctrina social, a la formación de los laicos que tienen como responsabilidad construir una sociedad en justicia solidaridad y paz. Pero la Iglesia no tiene hoy el mismo poder en la región, entendido como capacidad de influencia, que pudo haber tenido en el pasado. Existe un hiato entre la fe profesada y la práctica religiosa ortodoxa.

No deja de ser curioso que simultáneamente en el mundo se haya dado, después del comunismo, la “revancha de Dios”, como decía Giles Kepel, en coincidencia con la llamada “onda larga del retorno a lo sagrado”, según Loris Zanata (Limes p.154). Pero al mismo tiempo, se agrava el cuestionamiento de las pautas de la naturaleza: vida, sexos, matrimonio y familia... manifestaciones ya no de una secularización, que pudiera ser asimilada a una “sana laicidad”, sino más bien de duro secularismo, en algunos casos con señales de verdadera hostilidad para con la Iglesia.

Por otra parte, la Iglesia ha visto en la promoción de la mujer y en el fenómeno de los refugiados, sendos signos de los tiempos. Pero cómo debemos considerar al surgimiento del indigenismo entre los  pueblos originarios? No podríamos ver también a la creciente presencia hispánica en los Estados Unidos como otro signo de los tiempos?

Son estos los hechos producidos, los datos  en que se fundan quienes aluden a un cambio  epocal.

Estamos en el mes de agosto, a menos de diez meses de la Conferencia de Aparecida.  No parece haberse suscitado una gran expectativa en los medios de comunicación donde se refleja la opinión pública.

Hemos tenido una serie de lemas: evangelización de la cultura, prioridad juventud, opción preferencial por los pobres...hoy, hacia dónde apuntamos? Es la respuesta que querríamos generar en esta  V Conferencia de los obispos latinoamericanos

Este evento eclesial representa una oportunidad que mostrar a la Iglesia como asociada a la suerte de la región, ofreciendo sus servicios religiosos, su doctrina, su espíritu de comunión y su vasta experiencia en promoción humana, educación, formación, acompañamiento a los enfermos, acción caritativa, etc. 

Siempre podemos ofrecer la necesaria cuota de confianza en el hombre, lo que fue uno de los grandes legados que nos dejó Juan Pablo II. Nuestro desafío es traer coherencia a las principales notas que caracterizan a nuestra América: un continente rico, un continente predominantemente democrático, un continente de inequidad, un continente todavía relativamente desintegrado, pero en todo caso, un continente de esperanza. Y en nuestra Iglesia este es un desafío que nos compete muy particularmente a los laicos.

Afortunadamente se ha alejado progresivamente de nuestra Iglesia la práctica de indicar a los laicos cómo debían votar.

Hace pocos días, Rocco Buttiglione, en Buenos Aires, recomendaba a los argentinos lo mismo que Ortega y Gasset hace décadas: meterse en las cosa concretas. Es este un consejo bueno para el laicado americano: trabajar con la información actualizada y completa, estudiar los dossier a fondo, hacer análisis exhaustivos, no descansar en el argumento de la mayor autoridad moral o en el prestigio de la Iglesia sino en el razonamiento riguroso y la argumentación sólida.

Tenemos que formarnos según las características propias de cada una de nuestras sociedades y meternos en la agenda real de la política, proponiendo nuestros temas propios con buenos fundamentos; tenemos que conocer los proyectos de ley, los presupuestos, los antecedentes y encontrar las mejores respuestas.

Si nuestro punto focal fuese el del poder, o el de la acumulación de riquezas, o el de cualquier ideología, la dirección de nuestro análisis sería distinta. Pero para los christifideles laici la perspectiva tiene su centro en la persona humana. 

Precisamente, el Santo Padre ha elegido como tema de la próxima jornada mundial de la paz la "Persona humana: corazón de la paz", y ese es el eje sobre el que debemos orientar nuestra visión.

 

8. Conclusión

Para concluir, concretamente lo que propongo en el espíritu de Ecclesia in America es:

Que los movimientos y asociaciones laicales y demás organizaciones eclesiales con presencia continental, promuevan encuentros de sus miembros americanos para promover un conocimiento recíproco y debatir sobre cuestiones concretas de interés hemisférico.

Que las universidades católicas del hemisferio promuevan acciones tendientes a intensificar una mayor vinculación entre ellas en materias como el de intercambio de profesores y estudiantes, investigaciones sobre cuestiones de interés continental y el establecimiento de una red de observación sobre los signos de los tiempos en América. En este sentido, la Universidad Católica Argentina ofrece su sede para un encuentro hemisférico de universidades católicas en el 2008.

Que el CELAM proponga en la próxima reunión interamericana de obispos la convocatoria de una primera reunión con laicos representativos de las distintas regiones de América, que tendrá a su cargo la elaboración de propuestas con vistas a la convocatoria y preparación de un primer Congreso de Laicos de América, con el apoyo del Pontificio Consejo para los Laicos. 

Que sea potenciado el instituto de la reunión de los obispos de América, (que celebrada en febrero último en Toronto, trató sobre “Los laicos: agentes de transformación en la sociedad”)

Que la V Conferencia del Episcopado en Aparecida considere la posibilidad de hacer suyas estas y otras recomendaciones que tengan por objeto potenciar la evangelización de América mediante una mayor comunión entre los católicos americanos. Cada uno, desde su identidad irrenunciable, podrá aportar la riqueza propia para configurar una visión integrada.

Nuestra región  presenta oportunidades, amenazas y desafíos, que no siempre logramos identificar con claridad. Ante ellos, es el caso de recordar y practicar el “No teman” evangélico.

Al mismo tiempo, nos corresponde poner en juego todos los talentos que nos han sido dados. Hoy en día entre estos talentos está el de ser miembros de una Iglesia con vocación americana.

 

La Verdad con Amor

CARTA PASTORAL "LA VERDAD CON AMOR:  UNA RESPUESTA PASTORAL A LA HOMOSEXUALIDAD"

Por el obispo Thomas V. Daily, de la Diócesis de Brooklyn,

Estado de Nueva York, EE.UU. 

 

Queridos hermanos y hermanas en el Señor: 

Es evidente que el cuidado pastoral de nuestros hermanos y hermanas homosexuales cada día se hace una cuestión más urgente en nuestra sociedad. Casi todos los días, a través de la televisión y otros medios de información pública, vemos que existen varios grupos de homosexuales que están buscando que su estilo de vida homosexual sea reconocido y aceptado. Se han presentado varios tipos de propuestas de leyes y decretos que buscan proteger la actividad sexual y el estilo de vida homosexual como alternativas aceptables al matrimonio. Se le está planteando a nuestros centros educacionales, inclusive aquellos a los cuales les ha sido encomendada la formación de nuestros hijos pequeños, que implementen en sus planes de estudios, la aceptación del homosexualismo como una variante normal de la condición humana. Nuestra sociedad, la cual está siendo agobiada por una mal orientada comprensión de la sexualidad en general, debe prestar oídos a la sabiduría de la Iglesia en esta materia, ya que sus enseñanzas abarcan no sólo la revelación divina, sino que reafirman el valor y la dignidad de lo que es humano y conforme a la naturaleza. 

La solicitud pastoral de la Iglesia se dirige a todas las personas como seres humanos individuales. No importa en qué situaciones pueda encontrarse el individuo o cómo responda al ser movido por la gracia, siempre es digno del cuidado y el amor de la Iglesia, la cual primero que todo hace que se conozca la verdad de Cristo. Esta es la verdad que realmente libera a la persona humana y la verdad que ilumina la dignidad de todo individuo. Nuestro Señor mismo lo enfatizó: "Ustedes conocerán la verdad y la verdad os hará libres"1. No podría realmente haber una atención pastoral a la persona homosexual, a menos que haya una clara y verdadera presentación de la enseñanza de la Iglesia, lo cual ésta hace en el amor. La esencia de la solicitud pastoral hacia la persona homosexual se refleja en las palabras de nuestro Santo Padre, Juan Pablo II, quien en 1979, les dijo a los obispos estadounidenses: "En la claridad de esta verdad, ustedes constituyeron un ejemplo de la verdadera caridad de Cristo, al no traicionar a aquellas personas que, por su homosexualidad, se enfrentan a problemas morales difíciles, como hubiera sucedido, si en nombre de la comprensión y la compasión, o por cualquier otra razón, ustedes hubieran dado una falsa esperanza a cualquiera de nuestros hermanos o hermanas. Por el contrario, por medio de su testimonio de la verdad de la humanidad en el plan de Dios, ustedes manifestaron su amor fraternal de una manera efectiva, poniendo en alto la verdadera dignidad humana, para con aquellos quienes también buscan en la Iglesia de Cristo una guía que procede de la luz de la palabra de Dios 2. 

Mi intención, al emitir esta pastoral, es ofrecer ayuda a la persona homosexual, y a todas las personas, obedeciendo las palabras del Santo Padre y dando "testimonio de la verdad de la humanidad en el plan de Dios". Únicamente sobre este sólido fundamento, podemos ofrecer otros tipos de cuidado y asistencia a nuestros hermanos y hermanas que, aunque lo reconozcan o no, están experimentando dolor y confusión debido a su orientación homosexual. Este testimonio también debe ser visto como una expresión de cuidado para otros, que de la misma forma experimentan la confusión que prevalece en nuestra sociedad, debido al énfasis exagerado que se da a la sexualidad en general. 

La enseñanza de la Iglesia sobre el maravilloso regalo de la sexualidad está basada en los principios de la ley natural que es común a todos los hombres y mujeres, y que no son posesión exclusiva de la Iglesia Católica. El Segundo Concilio Vaticano no vaciló al aceptar el concepto de la ley natural como fue expuesto por Sto. Tomás de Aquino. 

Este concepto incluye el hecho de que Dios creó al universo con un plan prudente y amoroso para con Su creación. El plan de Dios es la ley eterna en cuanto a que ésta es la ley que Dios ha determinado y deseado efectuar y crear. La ley natural es parte de la ley eterna, por la cual los seres humanos de la creación tienen inteligencia y libertad y pueden cooperar libremente en la realización del plan de Dios 3. La ley natural "es también una expresión de la voluntad de Dios"4, aunque no depende de ninguna revelación divina. La revelación incluye las verdades de la ley natural y solamente cuando uno reflexiona acerca de la enseñanza de la Iglesia sobre la sexualidad como "una enseñanza fundada en la ley natural, iluminada y enriquecida por la revelación divina"5, puede uno percibir su gran belleza. 

El libro del Génesis nos enseña que Dios creó a la persona humana a Su propia imagen y semejanza y los creó hombre y mujer. "Por lo tanto, el hombre y la mujer son nada menos que la obra de Dios mismo; y en la complementariedad de ambos sexos, son llamados a reflejar la unidad interior del Creador"6. Esta antiquísima revelación, manifiesta el misterio de que a la persona humana, habiendo sido creada a imagen y semejanza de Dios, le ha sido dada la facultad, por medio de su sexualidad, de cooperar con Dios en la creación siendo fértil y poblando la tierra. Parte del plan de Dios es que la sexualidad sea un regalo que capacite a la persona humana de modo que ésta pueda ser dadora de vida. El objetivo final del fruto de la sexualidad es la creación de la vida humana, a través de los actos propios del hombre y de la mujer dentro del matrimonio. Estas leyes de la naturaleza, ordenadas por Dios, dictan la existencia una complementariedad física y psicológica entre el hombre y la mujer, que está ordenada hacia la exclusividad dentro del matrimonio, donde el hombre y la mujer se dan apoyo mutuamente, y hallan la culminación de su gloria en la procreación. 

"Por medio de la creación del hombre y la mujer en su propia imagen y semejanza, Dios corona y lleva a la perfección la obra de Sus manos: El los llama a compartir de una manera especial en Su amor y en Su poder como creador y Padre, por medio de su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de la vida"7. 

Uno de los defensores más enérgicos de la santidad de la sexualidad humana ha sido S.S. Juan Pablo II, quien, en una serie de audiencias semanales presentadas durante seis años (1979-1984), habló sobre la realidad básica de la masculinidad y la femineidad como manifestaciones de la sexualidad humana y con el modelo de unidad que es presentado en el libro de Génesis. Su explicación sobre la enseñanza de la Iglesia está basada en la unidad e irrepetibilidad de todo ser humano, que a su vez depende de la ley natural. La enseñanza del Santo Padre es esencial para llegar a comprender verdaderamente la naturaleza de la sexualidad, la cual busca integrar el orden propio de la existencia y el respeto por la persona. 

La revelación ha arrojado luz sobre la ley natural, en cuanto al significado de la sexualidad y la complementariedad natural entre el hombre y la mujer, la cual se realiza en el matrimonio. Sin embargo, la revelación también nos muestra que el desorden, tanto moral como físico, entró en el mundo por medio del pecado original. Aunque ha sido redimida por Cristo, la persona humana no es ya de la condición humana original. La unidad original del hombre y de la mujer, y su habilidad original de ser un don perfecto el uno para el otro, cooperando con la obra de la creación, ha sido manchada por el pecado. El desorden causado por el pecado original afecta el don de la sexualidad de muchas maneras, especialmente introduciendo la lujuria en el mundo. 

El uso desordenado de las facultades sexuales fuera de su propósito ordenado por Dios, y la inclinación de actuar de manera contraria a la naturaleza, son el resultado del pecado original. 

Al igual que todo desorden sexual, la condición homosexual es el resultado del pecado original. La Congregación para la Doctrina de la Fe dejó claro que: "aunque la inclinación homosexual de la persona no es pecado, es más o menos una fuerte tendencia dirigida hacia algo que es un mal intrínsecamente perverso y por lo tanto, dicha inclinación, por sí misma deberá ser vista como un desorden objetivo"8. La orientación homosexual viola la armonía natural de la persona en relación al propósito apropiado de su sexualidad e inclina a la persona hacia "actos que son contrarios a la ley natural"9. 

Ni las ciencias que estudian el comportamiento de las personas, ni las ciencias médicas, han podido determinar qué factores genéticos, hormonales o psicosociales durante la infancia, pueden llevar a una persona a ser homosexual10. No es mi intención adentrarme en esta área tan delicada aquí, sino hacer énfasis en que esta condición es en definitiva, el resultado del pecado original, no es la norma y no se debe actuar así dentro del orden moral. 

Como dije anteriormente, la enorme presión que se está ejerciendo sobre los distintos sectores de la sociedad para que acepten la condición homosexual como si ésta no fuera un desorden, y permita que continúe la actividad homosexual como una alternativa aceptable al matrimonio, se está introduciendo en la Iglesia y presenta la enseñanza de la Iglesia como si fuese errónea, incomprensiva y arbitraria. Mientras que la Iglesia está siempre expuesta a esta crítica infundada, es la Iglesia la que trata de proteger la verdadera dignidad de la persona homosexual, así como el bien de toda la sociedad en general. A través de la presentación de su enseñanza, fundada en la ley natural e iluminada por la revelación, la Iglesia ejerce un verdadero cuidado pastoral para con la persona homosexual, proclamando la verdad con amor. 

Una vez más insisto en que el Santo Padre animó a los obispos estadounidenses a dar un verdadero cuidado pastoral a los hombres y mujeres homosexuales. Durante su visita pastoral en 1987, él los exhortó diciendo: "Deseo animarlos a ustedes también en el cuidado pastoral que deben dar a las personas homosexuales. Este incluye dar una explicación clara de la enseñanza de la Iglesia, la cual por su naturaleza es de por sí poco popular. Sin embargo, su propia experiencia pastoral confirma el hecho de que la verdad, por muy difícil que sea de aceptar, nos trae la gracia y a menudo lleva a la conversión interior"11. 

Deseo sinceramente ofrecer este cuidado pastoral a todas las personas homosexuales de nuestra diócesis, siempre con la convicción de que solamente la verdad les traerá la verdadera libertad. Hago un llamado a todos los fieles a que escuchen la verdad y que, profesándola con amor, actúen con una actitud semejante a la de Cristo hacia nuestros hermanos y hermanas homosexuales. 

No me canso de insistir en que, aunque se trata de un desorden objetivo, la orientación homosexual no es moralmente mala por sí misma. Son los actos y los deseos homosexuales deliberados, los que son seriamente malos e inmorales. La persona homosexual, que trata de llevar una vida casta, no difiere de cualquier otra persona humana y por lo tanto merece el mismo respeto, amor cristiano y dignidad. En una sociedad que generalmente tiene una actitud desordenada en lo que respecta al significado natural de la sexualidad, los hombres y mujeres homosexuales, deben evitar identificar su persona, y por supuesto su sexualidad, con su orientación homosexual. 

"La persona humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, difícilmente se puede calificar haciendo alusión solamente a su orientación sexual. Toda persona sobre la faz de la tierra tiene dificultades y problemas personales, pero también se enfrenta al reto de crecer, al realizar su potencial, sus talentos y sus dones. Actualmente la Iglesia nos proporciona un contexto muy necesario para el cuidado de la persona humana cuando... continúa insistiendo en que toda persona tiene una identidad fundamental, la de ser criatura de Dios, y por su gracia, Su hija y heredera de la vida eterna.12 

Es deplorable que la persona homosexual sea objeto de abusos verbales o físicos, o cuando es privada de sus derechos humanos básicos. El prejuicio y la discriminación contra la persona homosexual constituyen no sólo una falta de caridad, sino que además son una injusticia. Sin embargo, a modo de buscar la forma de defender los derechos de todas las personas, no se pueden decretar leyes que traten de legitimar la actividad homosexual o ni tan siquiera dar la impresión de que esto se está haciendo. Dicha legislación es de por sí inmoral y es una injusticia en lo que concierne a los derechos naturales de todo hombre y mujer. De la misma forma, cualquier plan educacional que trata de inculcar en nuestros niños la creencia de que el estilo de vida homosexual es aceptable, debe ser considerado una afrenta inmoral a los derechos naturales de nuestros niños y a su dignidad. 

Las acciones y actitudes de una sociedad que busca justificar y promover la actividad homosexual resultan ser en el fondo una forma de injusticia y le hacen daño al homosexual y a toda persona humana. Aunque debemos de ser honestos, justos y compasivos hacia la persona homosexual, no debemos nunca ceder a lo que parece justo y compasivo pero que en realidad no es más que un engaño que se opone a la verdad. 

Exhorto a los hombres y mujeres homosexuales a que acudan a la Iglesia, a la oración y a la fuente de la gracia, que fortalecerán su compromiso de vivir una vida casta. El apoyo de la comunidad cristiana y los sacramentos son las fuentes primarias del cuidado pastoral para la persona homosexual. Nunca debemos subestimar el poder de estos medios sobrenaturales en la vida de la persona homosexual o de ninguna persona. Asimismo, debemos siempre recordar que la persona homosexual que está tratando de llevar una vida casta, forma parte esencial del Cuerpo de Cristo. Por medio de esta aceptación heroica de su propio sufrimiento, están dando testimonio de castidad, y de una forma adecuada a su situación "supliendo lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su cuerpo, la Iglesia"13. 

Yo me siento particularmente alentado por el trabajo que está llevando a cabo el grupo Courage ("Coraje") en nuestra diócesis. Este grupo, que se reúne para brindar apoyo a los homosexuales que están tratando de llevar una vida casta y de vivir de acuerdo con la ley natural, han traído un gran beneficio espiritual a sus miembros. Yo insto a todos los fieles a que brinden su apoyo al grupo Courage, y se lo recomiendo muy especialmente a los hombres y mujeres que tengan inclinaciones homosexuales. 

Finalmente, quiero mencionar el concepto cristiano de la abnegación. El cuidado pastoral para la persona homosexual no estaría completo sin recurrir constantemente al sacrificio y a lo que el Santo Padre llama, "auto-dominio". Este auto-dominio es lo que controla el desorden causado por el pecado original. Respondiendo a este auto-dominio, la persona humana experimenta verdadera dignidad y participa en la libertad del regalo que es su sexualidad. 

Lo mismo que la cruz es el centro de la expresión del amor redentor de Dios para nosotros en Jesús, así la conformidad del auto-dominio, por parte del hombre y de la mujer homosexual, al sacrificio del Señor, constituirá para ellos una fuente de entrega que les librará de llevar un estilo de vida que constantemente amenaza con destruirlos14. 

Mi propósito al escribir esta carta pastoral ha sido "profesar la verdad con amor"15, porque esta es la verdad que trae verdadera libertad y que ofrece a la persona homosexual una verdadera solicitud pastoral. Jesucristo es siempre nuestro supremo modelo y guía. En El, está revelada perfectamente la ley natural. En Cristo aprendemos lo que significa la ley natural, y cómo debe vivir cualquier cristiano, heterosexual u homosexual. En esta disposición, quiero concluir esta carta, citando las palabras del Cardenal Humberto Medeiros, a quien he tenido el privilegio de servir en la Arquidiócesis de Boston. También él, al escribir acerca del cuidado pastoral de la persona homosexual, afirmó en estas hermosas palabras: "Si seguimos el modelo de Cristo Jesús al actuar, nos veremos movidos a compartir Su compasión y comprensión, al mismo tiempo que nos mantendremos firmes en nuestra obediencia a las enseñanzas de la Iglesia a pesar de las presiones que quieren llevarnos a lo contrario... al hacer esto, estamos aceptando al hombre o a la mujer homosexual como un miembro de la Iglesia y de la sociedad. Cuando hacemos esto, estamos llamando a esta persona a seguir la misma vida de castidad que todos tratamos de vivir. Estamos llamando y ayudando a la persona a la misma virtud de la castidad a la cual estamos animando a las personas casadas o solteras de nuestro rebaño. Estamos dándole el lugar que les pertenece en la Iglesia. Nos negamos a relegarlos a ellos a una categoría "separada pero igual", que en definitiva, les niega su dignidad humana básica cristiana16. 

Que María siempre virgen y patrona de nuestra diócesis, nos lleve a la verdad de su Divino Hijo, para que podamos profesar Su verdad con amor por el bien de todos los hombres y mujeres hechos a imagen de Dios. 

En fidelidad a Cristo, M.R. Thomas V. Daily, D.D., Obispo de Brooklyn, Fiesta de la Solemnidad de María. 

Fuentes: 

1. Juan 8:32; 2. S.S. 

2. Juan Pablo II, "Meeting with the Bishops of the United States of America" ("Encuentro con los Obispos de los Estados Unidos de America"), 5 de octubre de 1979, número 6. 

3. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, 91.2, in corp. 

4. S.S. Pablo VI, Carta Encíclica, "Humanae vitae", 25 de julio de 1968, número 4. 

5. Ibíd. 

6. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, 1ro de octubre de 1986, número 6. 

7. S.S. Juan Pablo II, Carta Apostólica "Familiaris consortio", 15 de diciembre de 1981, número 28. 

8. Carta a los obispos, número 3. 

9. Catecismo de la Iglesia Católica, número 2357. 

10. Conferencia Católica de los Estados Unidos, Sexualidad humana, 12 de diciembre de 1990, p.55. 

11. S.S. Juan Pablo II, Encuentro con los obispos de EE.UU., 16 de septiembre de 1987, número 18. 

12. Carta a los obispos, número 16. 

13. Colosenses 1:24

14. Carta a los obispos, número 12. 

15. Efesios 4:15. 

16. Cardenal Humberto Medeiros, Pastoral Care for the Homosexual ("El cuidado pastoral a los homosexuales"), junio de 1979. 

La nueva "Cuestión Social" a la luz de la D.S.I.

Por Juan Carlos Scannone S.I.

 

A los 110 años de Rerum Novarum (1891), encíclica centrada en la "cuestión obrera" -sobre todo en el nivel nacional-, hoy se habla de una nueva cuestión social . Pues tanto Ecclesia in America como otros numerosos documentos sociales de la Iglesia se enfrentan con un nuevo fenómeno: la globalización . Sin embargo debemos recordar que, ya con Juan XXIII, "después de la segunda guerra mundial...la 'cuestión social' restringida inicialmente a la clase obrera, sufrió un proceso de universalización que implicó... a la misma sociedad internacional, en la que afloraba cada vez más el drama del Tercer Mundo" .

  En el presente aporte señalaré ciertos rasgos que caracterizan a dicha "nueva cuestión social", tratando de contraponerlos con la problemática anterior. Así mismo sugeriré algunos cambios que se perfilan después de los atentados terroristas de Nueva York y Washington, aunque todavía las nuevas tendencias no están claras.

1) Ya el marco global no es más el conflicto ideológico entre capitalismo liberal y colectivismo marxista, sino el que se da entre la globalización enfocada según la ideología neoliberal y posibles formas alternativas de globalización . Éstas todavía no llegan a conformar un nuevo paradigma, pero responden a la utopía formulada por Juan Pablo II, de una "globalización de la solidaridad" , sin exclusiones.

Sin embargo no sólo se ha dado la globalización de la economía, las finanzas, los estilos culturales, etc., sino también la de los problemas ecológicos y climáticos, el narcotráfico, el terrorismo, etc. De ahí que los acontecimientos del 11 de setiembre pasado parecen señalar un hito histórico que, probablemente, ayude a poner en cuestión -para un mayor bien o un mal peor- una concepción puramente neoliberal y economicista de la globalización. Pues aparece cada vez más claro que los mercados solos no pueden regular toda la vida social (interna e internacional) globalizada: necesitan de la política y los Estados, que deberían rescatar la búsqueda del bien común, ahora global.

2) Ya no rige solamente la contradicción clásica: explotación-opresión/liberación, sino que ella se agrava por otra que a veces resulta peor: exclusión/inclusión, uno de cuyos mayores síntomas es el desempleo estructural. Se trata, empero, no sólo de exclusión social y económica (con el agravante de que se da en una economía de mercado), sino también de participación política (en regímenes formalmente democráticos) y cultural (en una sociedad del conocimiento y la información). Aun más, se excluyen no sólo clases sociales enteras, sino países y aun Continentes. De ahí que la opción preferencial por los pobres implique hoy también una opción por los excluidos.

Una consecuencia de los atentados del 11 de setiembre es que ante ellos se están dando dos reacciones: a) la de los que buscan una respuesta global principalmente militar, con el peligro de crear una espiral de violencia (Bush y algunos de sus consejeros); b) la de quienes tratan de limitar dicha respuesta y, al mismo tiempo, apuntan a ir eliminando el caldo de cultivo del terrorismo, a saber, la injusticia y la pobreza estructural en el nivel global, en especial, en el Tercer mundo (algunos líderes, sobre todo europeos) . Ambos enfoques convergen en dar una nueva importancia a la política frente a problemas que superan las relaciones de mercado.

 3) Hoy se añade a la oposición tradicional capital-trabajo, la que se da entre finanzas y producción, es decir, entre economía virtual-economía real. Pues frecuentemente los intereses de los trabajadores coinciden con los del empresariado productivo. 

Por lo tanto, inspirándonos en Laborem Exercens , pero aplicando sus principios a la nueva cuestión social, hay que afirmar no sólo la prioridad del trabajo sobre el capital, sino también la de la producción sobre las finanzas, y que el único sentido y legitimación de éstas radica en estar al servicio de la economía real y del trabajo.

Entre los factores que agravan esa nueva contradicción se encuentran la total desregulación de las finanzas, el secreto bancario casi absoluto y los paraísos fiscales. Todos ellos pueden ser hoy más fácilmente puestos en cuestión, después de setiembre, al menos en cuanto se trata de controlar también -aunque no solamente- el financiamiento del terrorismo internacional.

4) Seguimos moviéndonos todavía en el economismo criticado por Juan Pablo II , que subordina la política a la economía y la pone al servicio de los intereses económicos, desprestigiándola. 

Sin embargo, el acontecimiento del World Trade Center está mostrando lo imprescindible de la política para afrontar problemas acuciantes de la globalización, a los que no pueden responder los mercados, como son los causados por el terrorismo globalizado. Así es como, por ejemplo, se vio la importancia de la política y diplomacia internacionales para lograr el apoyo contra el terrorismo, de países árabes y/o mayoritariamente musulmanes, de Rusia, China, etc. Así mismo en Estados Unidos se postergaron planteos económicos para dar prioridad a otros, políticos, de seguridad y/o militares, que implican muy elevados gastos por parte del Estado, etc. Es decir, que por razones diversas a las de la justicia económica, sin embargo, se cuestiona de hecho la regulación de la vida social por los mercados autorregulados.

Sin embargo, debe prevenirse una eventual militarización de los Estados, pues según el pensamiento social cristiano no sólo sigue vigente el Estado social de derecho, sino que habría que llevar sus beneficios al nivel global. De eso hablaré en el siguiente párrafo.

5) En los últimos lustros, en lugar de un Estado árbitro entre capital y trabajo, según el modelo anterior, nos enfrentamos a la crisis del Estado-nación moderno. Ella se da por arriba: ante lo macro-regional y lo global; y por abajo, ante lo micro-regional y lo local, de modo que llega a hablarse de glocalización, reconociendo a la localización como la otra cara de la globalización . 

Así es como hoy se dan, por abajo, la incentivación de la gestión y participación locales. Y, por arriba, la conformación de comunidades de naciones, como son la Unión Europea o las del Mercosur y de América del Sur (comunidad que no debe reducirse a una mera zona de libre comercio o a un mercado común, sino que debería ser también política y cultural). Entonces, se presenta a nuestros países sudamericanos la cuestión acuciante: ¿ALCA o Mercosur? o, acaso, ¿al ALCA por el Mercosur? 

Sin embargo, la crisis del Estado-nación no involucra al Estado en cuanto tal, sino a su comprensión moderna, en especial, con respecto a la soberanía. Por una parte, dicha crisis se acentúa a partir de la lucha contra un terrorismo que está globalizado; pero -por otra parte- esa lucha implica una mayor participación activa de los Estados. 

Pues, a pesar de todo, quedan espacios suficientes para la búsqueda del bien común nacional y -desde allí- internacional, la de nuevos pactos sociales  y la irrenunciable función social del Estado. De ahí la necesidad de una redefinición de las funciones de éste dentro del nuevo marco global, conforme a las enseñanzas tradicionales de la Iglesia sobre el bien común. 

Además -como acabo de insinuarlo-, después de los atentados terroristas, se vuelve a valorizar la función de los Estados tanto para la prevención y lucha contra ese tipo de hechos como para la seguridad pública local, nacional e internacional.

Aún más, según la doctrina de la Iglesia , es deseable una globalización de la instancia política que trate -por medio de instituciones adecuadas- de orientar, "gobernar" y regular la globalización financiera y económica de acuerdo al bien común internacional. Así como el pensamiento social cristiano inspiró en su momento la creación -en varias naciones de Europa- de una "economía social de mercado", hoy debería también inspirar una ampliación de la misma en un nivel mundial, para lo que se hacen imprescindibles las instituciones políticas y jurídicas "globales" arriba insinuadas.

Éstas se hacen aún más necesarias y urgentes después de los hechos de septiembre, a fin de que la justicia y la paz mundiales no se dejen al arbitrio de sólo una nación y su gobierno -aunque ella sea la más poderosa de la tierra-, sino que sean de la competencia de una instancia superior a los Estados-nación, a saber, autoridades (con poder eficaz) y tribunales supranacionales. 

De ahí que, al Estado nacional de derecho deba sumarse hoy una "instancia política global de derecho", sobre todo ante el peligro de que vuelva a crearse una "ideología de la seguridad", no sólo nacional sino internacional. Podría tratarse de una versión actualizada del "derecho de gentes", a cuya formación contribuyó fuertemente en su momento el pensamiento social cristiano, por ejemplo, de la escuela española.

6) Además, la nueva cuestión social no sólo contempla la relación Estado-mercado en contraposición al liberalismo y al socialismo de Estado, sino que tiene especialmente en cuenta la nueva emergencia de la sociedad civil como distinta tanto del Estado como del mercado . 

Entre los fenómenos que la caracterizan se enumeran: los nuevos movimientos sociales, el voluntariado, las ONGs, el Tercer sector, la formación de redes -aun internacionales- de solidaridad, etc. De ahí que se estén conformando hoy nuevos espacios públicos (no estatales), nuevos agentes sociales y un "nuevo modo de hacer política" (no partidista), en búsqueda de intereses no meramente sectoriales sino "universalizables". 

La metáfora vigente ya no es la pirámide (que subordina) sino la red, que coordina flexiblemente, respetando las autonomías de cada organización, pero reuniendo sus fuerzas. Así se ponen en práctica -muchas veces sin saberlo- dos principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia: los de subsidiaridad y solidaridad . Y se completa lo dicho por ella sobre la subjetividad del trabajo  con la afirmación de la subjetividad de la sociedad civil. Pues ésta no debe reducirse a gerenciar, sino que ha de participar en las decisiones que afectan al bien común. 

Una tarea es la de encontrar modos institucionales de hacer políticamente efectiva esa participación, así como también el control de la sociedad civil y la política sobre la económica. Además, la sociedad política, sin la civil, tiene el peligro de no representarla a ésta; pero ésta, sin la sociedad política, no puede obrar eficazmente el bien común.

En el Brasil uno de esos nuevos movimientos sociales es el de los "sin tierra". Últimamente en la Argentina se están dando movimientos "antiajuste" desde la sociedad civil, partiendo tanto de los sectores más vulnerables ante los ajustes -como son los empleados públicos, los jubilados, vastos espectros de la clase media, etc.- como -entre los más pobres y los desempleados- el de los "piqueteros" que protestan sobre todo cortando rutas, los cuales se están coordinando entre sí y buscando aliados. De ese modo, por un lado, se "politiza" la problematización del modelo económico vigente y, por otro lado, movimientos que nacieron circunstanciales y locales, se nacionalizan y aun regionalizan. 

El pensamiento social cristiano puede ayudar a iluminar, discernir y orientar la acción de esos movimientos de protesta y resistencia social y cultural, así como -en general- del movimiento internacional "antiglobalización" (o, mejor, de "globalización alternativa") por ejemplo, el Foro de Porto Alegre. Pues se trata de nuevos agentes sociales relacionados con la nueva cuestión social, en diferencia y relación con movimientos anteriores, como el sindical, de los cuales la Iglesia se preocupó siempre desde el principio. 

Algo similar puede decirse de los distintos grupos de estudio y reflexión que actualmente están en búsqueda de respuestas alternativas a la neoliberal, y que pueden ser eficazmente iluminados desde la doctrina social.

Así como -según se dijo- se necesita institucionalizar una instancia política global, también es necesario buscar caminos de institucionalización del control que la sociedad civil internacional y su opinión pública deben tener tanto sobre la economía como sobre la mencionada instancia política globales, en interacción entre las tres dimensiones, aun en el nivel mundial. Hoy ello es todavía más urgente, por el peligro de que, bajo el manto de la lucha antiterrorista, se restrinjan o conculquen los derechos humanos (civiles, políticos, sociales, culturales, de información, etc.), sea en los países que la llevan adelante, sea en aquellos a los que se acusa de proteger las actividades subversivas.

7) Ya desde la Constitución Pastoral Gaudium et Spes , del Concilio Vaticano II, la doctrina social se preocupó por la cultura y las culturas del hombre. Pero hoy la globalización implica el peligro de homogeneización cultural, no en último lugar, debido a los medios de comunicación social .

De ahí que Juan Pablo II reafirme, junto al principio del "valor inalienable de la persona humana", y como inseparable de éste, un "segundo principio": el del "valor de las culturas humanas, que ningún poder externo tiene el derecho de menospreciar y menos aún de destruir". Pues "la globalización -añade el Papa- no debe ser un nuevo tipo de colonialismo. Debe respetar la diversidad de las culturas que, en el ámbito de la armonía universal de los pueblos, son las claves de interpretación de la vida. En particular, no tiene que despojar a los pobres de lo que es más valioso para ellos, incluidas sus creencias y prácticas religiosas" . Aún más, a dicha homogeneización la Iglesia opone "una cultura globalizada de la solidaridad" .

Por otro lado, debemos recordar lo dicho más arriba, que muchos de los nuevos movimientos sociales y su "nuevo modo de hacer política" implican no sólo una resistencia social, sino también una resistencia y cambio culturales.

La dimensión cultural y -dentro de ésta- la religiosa se hicieron todavía más imprescindibles después de los atentados de setiembre, a fin de que el diálogo intercultural e interreligioso prevenga un eventual "choque de civilizaciones" (Huntington), Vg. con el Islam, y ayude a fomentar la búsqueda conjunta del bien común internacional. Dichos diálogos -en el nivel de una sociedad civil que influya en la sociedad política- se hacen también necesarios para la creación, el fomento y la preservación de la democracia, ante el riesgo actual -ya mencionado- de cercenar los derechos humanos por razones de seguridad.

Por último, según lo cité más arriba, Ecclesia in America (Nº 20) se refiere al tremendo influjo de los medios masivos de comunicación social en lo cultural y la transmisión de una escala de valores; y lo mismo podría decirse de su capacidad de crear opinión pública e imponer una agenda pública de problemáticas. Pues bien, no debemos olvidar que frecuentemente son instrumento de los poderes e intereses económicos e ideológicos, cuyos enfoques e intenciones no pocas veces se contraponen a la enseñanza social y moral de la Iglesia. Por ello se hace cada vez más urgente tanto su adecuada evangelización como la educación de los fieles en una actitud de discernimiento crítico ante ellos.

8) La última característica que deseo indicar ya fue enunciada por Pablo VI en la carta Octogesima Adveniens , y sigue aún vigente. No se trata sólo de conocer y, luego, de aplicar los principios, criterios y directivas de la enseñanza social de la Iglesia, sino sobre todo de discernir a su luz las distintas situaciones históricas, para ir reelaborándolos y elaborando otros nuevos, en un proceso caracterizado por la "continuidad" y la "renovación" . De ese modo será posible decidir opciones concretas, tanto en diálogo con todos los hombres de buena voluntad de una determinada sociedad, como en diálogo interdisciplinar con las ciencias sociales . Pues estas ciencias y -en general- las ciencias humanas, se hacen imprescindibles para que el enfoque teológico, antropológico y ético de la Iglesia no quede en el aire, sino que se medie a través de un análisis y diagnóstico acertados de la realidad social. Pues son necesarios para orientar la acción concreta y acompañar alternativas viables, así como para prevenir los riesgos que puede correr la pastoral social de la Iglesia, v.g. solamente sirviendo como "muro de contención", funcional al sistema. 

Aún más, en el ámbito propiamente teológico-moral no se ha reflexionado ni predicado todavía suficientemente sobre pecados sociales como son, por ejemplo, la evasión de impuestos o la concentración excesiva de una riqueza insolidaria, etc. 

Por otro lado, la doctrina de la Iglesia sobre los derechos humanos, la democracia, la paz y la justicia internacionales cobran hoy una renovada actualidad tanto ante los hechos terroristas como ante las reacciones de miedo y violencia que provocan. Claro está que dicha enseñanza ha de ser actualizada en el nuevo contexto global, y teniendo en cuenta los nuevos acontecimientos que, por un lado, ponen en mayor peligro la paz y la justicia y, por otro, suscitan nuevos cuestionamientos (por ejemplo, al neoliberalismo) y nuevos caminos alternativos para ir lográndolas en el nivel mundial. 

Por ello es necesaria una especie de teología de la situación y acción históricas, que a la luz del Evangelio, y con la ayuda de la filosofía y las ciencias, discierna dichas situación y acción, teniendo en cuenta la tradición viviente de la enseñanza social de la Iglesia.

Tales son, según mi parecer, ocho de los caracteres que definen descriptivamente la así llamada "nueva cuestión social".

 

Eclesiología de Comunión y Nueva Evangelización

Javier del Rio

Doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Licenciado en Derecho Canónico por la Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino de Roma. Vicario General del Obispo del Callao. Rector del Seminario Corazón de Cristo. Vice-Presidente del Instituto Superior de Estudios Teológicos “Redemptoris Mater”.

 

 

1. LA TRINIDAD: FUENTE Y META DE LA COMUNIÓN

La Constitución dogmática Lumen gentium, del Concilio Vaticano II, presenta a la Iglesia como misterio de comunión; es decir, «como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» . 

El misterio de comunión de la Iglesia tiene su fuente en Dios mismo, que se revela como una comunión interpersonal de amor y llama a la salvación a todos los hombres. El plan de salvación de la humanidad tiene su origen en el seno de la Trinidad y llega a su cumplimiento gracias a la perfecta comunión entre las tres Personas divinas, que hizo posible que el Padre enviase al Hijo y que éste, uniéndose a nosotros a través de la encarnación y reconciliándonos con el Padre mediante el misterio pascual, nos envíe el Espíritu Santo.

Los cristianos, unidos a Dios por el Bautismo, reciben de Él la vida divina y participan del amor trinitario, a través de Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta participación crea la koinonía en la Iglesia y la empuja a extenderla a toda la humanidad. 

 

En palabras de Juan Pablo II:

La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el vínculo amoroso del Espíritu [...] La comunión de los cristianos entre sí, nace de su comunión con Cristo [...] esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" .

 

La comunión, pues, se da en dos dimensiones: la dimensión vertical, comunión con Dios, de la cual brota aquella horizontal que es la comunión con los hombres. En su doble dimensión, el agente de esta comunión es el Espíritu Santo y se manifiesta concretamente en la vida de la Iglesia, que es como una prolongación visible y eficaz, esto es, como un sacramento, de la vida trinitaria. Desde Pentecostés en adelante, la Iglesia está en Cristo y Cristo en la Iglesia, por virtud del Espíritu. 

 

El concepto de inhabitación recíproca de Jesús y sus discípulos está íntimamente ligado a la pericoresis trinitaria y en ella encuentra su fundamento. Para explicarla, el Papa Juan Pablo II recurre a la alegoría de la vid y los sarmientos usada por san Juan en el capítulo 15 de su Evangelio . San Pablo usa la imagen de la Esposa de Cristo, a la que alude cuando, comentando Gn 2,24 dice: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, y yo lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5, 31-32).

 

Cristo mismo, unido indisolublemente a su Iglesia, la introduce en el seno de la vida trinitaria . Y en esta misma relación con la Trinidad se origina y se mantiene la comunión entre los miembros de la Iglesia. Principio de unidad entre el Padre y el Hijo, así como de la unidad entre la humanidad y la divinidad de Jesús, el Espíritu Santo es, al mismo tiempo, el vínculo de unidad en el amor entre Dios y los cristianos, de estos entre sí  y con toda la humanidad.

 

Esta comunión entre Dios y el hombre, realizada en la persona de Jesucristo es, a su vez, comunicable en el misterio de la Pascua, es decir, en la muerte y resurrección del Señor. La Eucaristía es nuestra participación en el misterio pascual y constituye a la Iglesia como Cuerpo de Cristo .

 

Constituida en el sacramento del Cuerpo de Cristo, la Iglesia también está llamada a ser un sólo «cuerpo», en correspondencia a la unicidad de Jesucristo. Sin embargo, aunque real, la comunión eclesial no es perfecta, pues coexiste con las debilidades propias de sus miembros. La Iglesia, como lo dice la Lumen gentium 8, abraza en su seno a pecadores y, siendo santa, necesita al mismo tiempo de continua purificación y conversión . Por ello, la comunidad cristiana camina bajo la esperanza de alcanzar la comunión perfecta al final de los tiempos:

 

La Trinidad, fuente e imagen ejemplar de la Iglesia, es finalmente su meta; nacida del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, la comunión eclesial tiene que volver al Padre en el Espíritu por el Hijo, hasta el día en que todo quede sometido al Hijo y éste se lo entregue todo al Padre, para que "Dios sea todo en todos" (1 Cor 15,28) .

 

2. IGUALDAD FUNDAMENTAL DE LOS CRISTIANOS

 

En concordancia con el Concilio Vaticano II, el magisterio postconciliar ha desarrollado una auténtica eclesiología de comunión, en la que se considera a todos los fieles cristianos -clérigos, religiosos y laicos– en el contexto global de la Iglesia como sacramento universal de salvación .

 

En la Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici, el Papa Juan Pablo II presenta la filiación divina como el fundamento y el título de igualdad de todos los bautizados en Cristo y miembros del Pueblo de Dios . Los laicos no sólo pertenecen a la Iglesia, sino que son Iglesia . En consecuencia, todos los fieles –de cualquier estado y condición– están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad . 

 

Es verdad que la Iglesia siempre ha sido consciente de que las palabras del Señor: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48) están referidas a todos los cristianos. Sin embargo, en ciertos sectores de la Iglesia, la llamada universal a la santidad había sido como olvidada a lo largo de los siglos, especialmente en lo referente a los fieles laicos. Por lo general, de los laicos sólo se esperaba, o al menos no pocos de ellos así lo vivían, el mínimo indispensable para alcanzar la salvación.

 

La superación de esta concepción reduccionista del cristianismo y la llamada universal a la santidad actualizada por los padres del Concilio Vaticano II, ha sido permanentemente recordada por nuestro Papa:

 

En efecto, el Espíritu nos revela y comunica la vocación fundamental que el Padre dirige a todos desde la eternidad: la vocación a ser «santos e inmaculados en su presencia, en el amor», en virtud de la predestinación «para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1,4-5). Revelándonos y comunicándonos esta vocación, el Espíritu se hace en nosotros principio y fuente de su realización: él, el Espíritu del Hijo (cf. Gál 4,6), nos conforma con Cristo Jesús y nos hace partícipes de su vida filial, o sea, de su amor al Padre y a los hermanos .

 

Como bien lo dice el Papa, esta llamada universal a la santidad no se trata de «una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia [...] Cuerpo místico, cuyos miembros participan de la misma vida de santidad de su Cabeza [...] El Espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María (cf. Lc 1,35), es el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre» .

 

Viviendo la santidad como consecuencia de la experiencia del amor de Dios y de la participación en la vida divina, el fiel cristiano –clérigo, religioso o laico– participa en la edificación de la Iglesia, cada uno conforme a su propio estado. Todo cristiano es una «piedra viva», cimentada en la «piedra angular» que es Cristo y destinado a la construcción de un «edificio espiritual» (1Pe 2,5ss).

 

En virtud del Bautismo, todo cristiano participa del triple munus, sacerdotal, profético y real, de Jesucristo y, por tanto, es corresponsable de la única misión que Él ha confiado a su Iglesia .

 

De esta manera, a través del magisterio conciliar y pontificio, de una eclesiología que partía de la «sacra potestas» como principio de estructuración de la Iglesia, se ha retornado a la autocomprensión de la Iglesia que caracterizó a las comunidades cristianas de los primeros siglos y que parte de la igualdad fundamental de los fieles en virtud del Bautismo .

 

3. COMUNIÓN ORGÁNICA

 

Desde esta perspectiva, la Iglesia se configura como una «comunión orgánica», caracterizada por la diversidad y complementariedad de las vocaciones y formas de vida, los ministerios, carismas y responsabilidades, gracias a los cuales cada uno de los fieles cumple una misión en relación con todo el Cuerpo .

 

La Iglesia no es una comunidad homogénea e indiferenciada, en la cual todos tengan la misma responsabilidad, sino que así como en el cuerpo humano todos los miembros –aunque numerosos y con funciones distintas– forman un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo reciben del Espíritu diversos dones para la utilidad del cuerpo (1Co 12,1-12). 

 

Cada uno de los fieles cristianos participa del triple munus de Cristo y sirve a la edificación de la Iglesia, pero en modalidades distintas. La diversidad no daña la unidad, sino que la enriquece . Se funda en los ministerios y carismas, que son dones con que el Espíritu Santo guía a la Iglesia, distribuyéndolos generosamente entre todos los bautizados .

 

Los ministerios «son todos una participación en el ministerio de Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11), el siervo humilde y totalmente sacrificado por la salvación de todos (cf. Mc 10,45)» . En consecuencia, participan de la misma modalidad redentora de la donación de la propia vida . Algunos derivan del sacramento del Orden y, en consecuencia, son reservados a los clérigos. El resto, al tener su origen en el Bautismo, la Confirmación y –en muchos casos– en el Matrimonio, corresponden a los demás miembros de la Iglesia: religiosos y/o laicos, según el caso.

 

El Papa ha puesto especial énfasis en presentar los ministerios derivados del Orden, como un servicio:

 

[...] reciben así la autoridad y el poder sacro para servir a la Iglesia "in persona Christi capitis" (personificando a Cristo Cabeza), y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de los Sacramentos. Los ministerios ordenados –antes que para las personas que los reciben– son una gracia para la Iglesia entera." .

 

Por otro lado, están los ministerios que no derivan del sacramento del Orden. La Christifideles laici pone especial cuidado en diferenciar aquellos ministerios, oficios y funciones propias de los fieles laicos, de aquellas tareas que si bien están vinculadas al ministerio ordenado, no exigen necesariamente el sacramento del Orden y, en consecuencia, donde sea necesario por falta de ministros, pueden ser encargadas temporalmente a los laicos .

 

Además de los ministerios, el Espíritu Santo también enriquece a la Iglesia a través de los carismas, que son gracias especiales destinadas a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo .

 

Los carismas, pues, son un don de Dios a su Iglesia y, en tal sentido, han de ser acogidos con gratitud. Sin embargo, como no siempre es fácil reconocer la acción del Espíritu y –aun más– las potencias del pecado no cesan de desplegar esfuerzos para destruir y confundir la vida de los fieles, estos carismas deben ser siempre sometidos al discernimiento de los Pastores .

 

De este modo, entonces, la Christifideles laici nos presenta a la Iglesia como un cuerpo orgánico rico en la variedad de ministerios y carismas. Ellos, sin embargo, no coexisten en desorden ni se desempeñan por cuenta propia. Jesucristo, al dar a su Iglesia la misión de ser sacramento universal de salvación, la ha dotado también con otro elemento propio que asegura el bien de todo el cuerpo y el buen desempeño de su tarea: la «comunión jerárquica».

 

Así, entre los dones con que el Espíritu Santo guía a la Iglesia, «ocupa el primer puesto la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu somete incluso a los carismáticos (cf. 1Co 14)» . «No es, por ello, posible disociar el pueblo de Dios, que es la Iglesia, de los ministerios que la estructuran, y especialmente del episcopado» .

 

La comunión jerárquica no se funda en acuerdos humanos ni en la delegación o el consenso de los miembros de la comunidad eclesial, sino que ha sido instituida por el mismo Cristo que, al fundar su Iglesia, ha establecido las líneas esenciales de su conformación. 

 

Los clérigos no son miembros de primera categoría en la Iglesia, ni los laicos son subalternos, sino que todos forman parte, con la misma dignidad, de la única Iglesia, Sierva de Cristo y de la humanidad. A imagen de su Fundador y Maestro, en el seno de la Iglesia-Sierva, aquellos que son llamados por el Señor al servicio de cuidar de los demás en la caridad, presidiendo, gobernando y custodiando el depósito de la Fe, así como quienes son dotados por el Espíritu con carismas particulares, y en general todos sus miembros, desempeñan cada uno la misión que le corresponde, concibiéndola como un servicio para el bien común .

 

Los Pastores, en la Iglesia, no pueden renunciar al servicio de su autoridad, incluso ante posibles y comprensibles dificultades. Por el contrario, están llamados a servir a la comunión, a discernir, guiar y estimular la participación de todo el Pueblo de Dios en la vida eclesial .

 

Rol fundamental corresponde al ministerio petrino, como principio de comunión de las Iglesias y fundamento de la unidad del Episcopado y de la Iglesia universal. Así como el Cuerpo de Iglesias reclama una Cabeza de las Iglesias, el Cuerpo o Colegio de los Obispos reclama también una Cabeza. La Iglesia que peregrina en Roma preside en la caridad y el Obispo de Roma, sucesor de Pedro, es principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad del Episcopado y de la entera Iglesia. En virtud del servicio «global» que el Obispo de Roma presta a la Iglesia universal y a las Iglesias particulares, posee esencialmente potestad episcopal suprema, plena, universal e inmediata sobre todos y cada uno de sus miembros, incluidos los pastores .

 

4. LA PARROQUIA

 

Por otro lado, la comunión eclesial «aún conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas» . Por ello, el Papa nos dice que:

 

Es necesario que todos volvamos a descubrir, por la fe, el verdadero rostro de la parroquia; o sea, el "misterio" mismo de la Iglesia presente y operante en ella. Aunque a veces le falten las personas y los medios necesarios, aunque otras veces se encuentre desperdigada en dilatados territorios o casi perdida en medio de populosos y caóticos barrios modernos, la parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio... [sino que]...está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística .

 

Al ser una comunidad de fe y una comunidad orgánica, constituida por fieles cristianos y presidida por el párroco como representante del Obispo diocesano, la parroquia es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la cual está la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su existir en plena comunión con toda la Iglesia. De este modo, la parroquia es vínculo jerárquico con la Iglesia particular .

 

La Christifideles laici resalta lo indispensable de la misión que en la actualidad le toca a la parroquia y, haciéndose eco de lo solicitado por los Padres sinodales, exhorta a las autoridades locales a una decidida renovación de las parroquias, favoreciendo: 

 

a) La adaptación de las estructuras parroquiales, sobre todo mediante la participación de los laicos en las responsabilidades pastorales.

b) La promoción de pequeñas comunidades que sean verdaderas expresiones de la comunión eclesial y centros de evangelización en comunión con sus Pastores.

c) Formas institucionales de cooperación entre las diversas parroquias de un mismo territorio.

d) Una apertura cada vez mayor de los fieles a la Iglesia particular, así como una mayor cooperación en el ámbito diocesano, interdiocesano, nacional o internacional, teniendo presente las necesidades del Pueblo de Dios esparcido por toda la tierra .

 

5. NECESIDAD DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

 

La convocatoria a la Nueva Evangelización, hecha por el Papa Juan Pablo II en su Discurso del año 1983 al Consejo Episcopal Latinoamericano, extendida después a toda la Iglesia universal  y recientemente  urgida  en la Carta apostólica Novo millennio ineunte , debe verse en el amplio contexto de la renovación conciliar. Como es sabido, el Concilio Vaticano II tuvo un carácter eminentemente pastoral, que se ha mantenido y desarrollado en el magisterio pontificio postconciliar con una perspectiva fundamentalmente evangelizadora . 

 

La Nueva Evangelización es una consecuencia del Concilio; es otro de los medios a través de los cuales la Iglesia quiere llevar el Concilio a la práctica. Pero ¿por qué este afán evangelizador? ¿Por qué la misión? Porque la Iglesia sabe que abrirse al amor de Dios es la verdadera liberación para el hombre; sabe que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca a todo el hombre y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina. En otras palabras, la Iglesia sabe que sólo en Dios el hombre puede encontrar la verdadera vida.

 

He ahí por qué la misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros. Quienes han sido incorporados a la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios .

 

Desde su experiencia de comunión con la Trinidad, la Iglesia sabe que sólo Cristo –el Verbo Encarnado– revela el hombre al propio hombre . Dios mismo, fuente de la Comunión, es a la vez, fuente de la Evangelización:

 

Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios: "Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Cor 9,16) .

 

La Iglesia, don del Padre a la humanidad y prolongación de la misión del Hijo, sabe que existe para llevar, hasta los confines de la tierra, la Buena Nueva del Evangelio . Por ello, desde sus inicios, ha desarrollado la misión de evangelizar, que «no es otra cosa que la lucha por el alma de este mundo» , saliendo –sin detenerse nunca– al encuentro de las nuevas generaciones.

 

Pero, no obstante la permanente labor misionera de la Iglesia, aún quedan ingentes cantidades de personas que no han escuchado el anuncio del Evangelio. El año 1991, el Papa nos dijo que: «El número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado» .

 

Son también muchos los hijos de la Iglesia que en las últimas décadas la han abandonado o, el menos, se han alejado de ella. Extraviados por la utopía de construirse la felicidad independizándose de Dios, se encuentran hoy inmersos en una cultura de muerte .

 

Si en los años `60 el Vaticano II advertía que «muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión» , en los comienzos del tercer milenio debemos reconocer que el secularismo y la descristianización también se han «globalizado», a la par que se difunde cada día más un conformismo nihilista, alimentado del consumismo, inducido y controlado por crecientes concentraciones de poder. Los ídolos del poder, del tener y del placer amenazan cada vez más la dignidad del hombre postmoderno, tanto en las naciones del así llamado primer mundo, cuanto en las sociedades tecnológicamente menos desarrolladas, aumentando también la dificultad de crecimiento de las jóvenes Iglesias .

 

Este proceso de secularismo y descristianización ha afectado también a grandes sectores de fieles cristianos que, aun manteniéndose en el interior de la Iglesia, manifiestan una fuerte crisis de fe . La preocupación sobre estos adultos, bautizados pero sin una fe madura, era expresada por el Papa en los inicios de su pontificado:

 

Entre estos adultos, que tienen necesidad de catequesis, nuestra preocupación pastoral y misionera [...] se dirige a aquellos que adolecen de una catequesis precoz, mal conducida o mal asimilada; va a aquellos que, aun habiendo nacido en un país cristiano, aun más, en un contexto sociológicamente cristiano, no han sido jamás educados en la fe y, como adultos, son verdaderos catecúmenos .

 

A ellos podemos añadir, especialmente en América Latina, el número creciente de hermanos nuestros que se apartan de la Iglesia para adherirse a las sectas que, con su acción proselitista, han invadido el Continente .

 

La Nueva Evangelización, pues, responde a la necesidad de tres grandes grupos de hombres: aquellos que nunca han recibido el anuncio del Evangelio; aquellos que se han alejado o han abandonado la Iglesia; y aquellos que aun estando en la Iglesia, pasan por una crisis de fe. Desde esta perspectiva, la misión ad gentes debe ir acompañada y precedida por la re-evangelización al interior de la propia Iglesia:

 

Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga la cristiana trabazón de las mismas comunidades eclesiales [...] Esto será posible si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida .

 

Ahora bien, ¿cómo llevar a cabo esta tarea? ¿Cómo introducir el Evangelio en el corazón del hombre actual? ¿Qué cosa se puede hacer por el actual hombre o mujer que conserva ciertas tradiciones católicas pero no se siente involucrado en la misión de la Iglesia? Son grandes cantidades de personas que asisten a la Misa dominical y frecuentan los sacramentos, pero que en su vida diaria no llegan a ser testigos de Cristo en sus familias, ambientes de trabajo, en la sociedad secularizada, ante el hombre de hoy que, tal vez más que nunca, necesita de testigos para creer en el amor de Dios y aceptar la salvación que lo pueda liberar de la cultura de muerte en la que se encuentra inmerso.

 

Como bien lo ha inspirado el Espíritu Santo, he aquí que se necesita una Nueva Evangelización: nueva en su método, en su ardor y en su expresión. Nueva en tanto que la situación del hombre de hoy es distinta –nueva– en comparación a los siglos pasados. «Existe la necesidad de un anuncio evangélico que se haga peregrino junto al hombre, que se ponga en camino con la joven generación» .

 

Es aquí que la eclesiología de comunión puede ser de gran utilidad, desempeñando un rol fundamental en la praxis eclesial de nuestros días. El buen desarrollo de la Nueva Evangelización está íntimamente vinculado a la capacidad que pueda tener la Iglesia de plasmar, en su quehacer cotidiano, diversos elementos de la eclesiología de comunión, llevándolos a la práctica en la pastoral del tercer milenio.

 

6. RENOVACIÓN TEOLÓGICA

 

El Cardenal Pironio, en la presentación de la Christifideles laici decía que esta Exhortación Apostólica presenta, teológicamente, la eclesiología de comunión y, pastoralmente, la dimensión misionera de la Nueva Evangelización . Ambas, pues, se implican mutuamente.

 

Si, como ya lo hemos dicho, para poder continuar llevando a cabo su misión evangelizadora, la Iglesia necesita evangelizarse a sí misma , el primer e inmediato paso de la Nueva Evangelización debe ser rehacer los tejidos de las comunidades cristianas, formando comunidades adultas en la fe, fortalecidas, capaces de anunciar y testimoniar a Jesucristo al hombre de hoy.

 

Con esa finalidad, urge transmitir a los fieles la renovación eclesiológica del Concilio, llevándolos a re-descubrir, en primer lugar, la dignidad del Bautismo y, con ella, la llamada universal a la santidad, la igualdad fundamental de todos los cristianos y el rol que a cada uno le corresponde en la misión. Sólo así tendremos una Iglesia a la medida de los desafíos de la Nueva Evangelización, una Iglesia evangelizadora; pues como bien lo ha señalado Juan Pablo II, la misión es una cuestión de fe .

 

No basta  renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo "anhelo de santidad" entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana .

 

Esta es tarea, principalmente, de los obispos, pues:

 

Como pregonero, el obispo "llama a la fe" y, como maestro y/o testigo, "afianza en la fe viva" (ChD II,12), proponiendo el "misterio íntegro de Cristo" (ChD II,12) y atestiguándolo en su propia vida de "pastor" y "vicario" del "Mayoral de los pastores" con el fin de que reconozcan que son o que deben volver a ser –"si se han desviado del camino de la verdad" (ChD II,11)– "discípulos de Cristo" .

 

Como lo ha recordado recientemente el Papa, corresponde a los obispos cuidar la adecuada formación religiosa de los fieles, especialmente procurando que en la Iglesia particular que les ha sido confiada, no falte la iniciación cristiana de niños, jóvenes y adultos, «dando disposiciones sobre su apropiada preparación catequética y su compromiso gradual en la vida de la comunidad» .

 

Lamentablemente, no ocurre siempre así, sino que como lo ha afirmado la Asamblea Especial para el Sínodo de los Obispos para América, celebrada el año 1997, aunque en las diversas diócesis de América se ha avanzado mucho en la preparación para los sacramentos de la iniciación cristiana, «todavía son muchos los que los reciben sin la suficiente formación» .

 

Para llevar a la fe al hombre pragmático de nuestros días, así como a aquellos que jamás han recibido la Buena Noticia, no basta la sola palabra. La fe requiere de una comunicación, un encuentro a nivel personal con el testimonio de quien la anuncia. La convicción del testigo, producto de su experiencia y que se transmite no sólo en el lenguaje sino también en la fuerza de la propia vida, son el vehículo necesario para transmitir el mensaje cristiano.

 

Eso lo consigue tan sólo el testigo y pregonero que encarna en su vida la experiencia viva de lo que transmite. El testigo no demuestra, sino que testifica con su palabra y sobre todo con su persona; entonces es cuando se produce el contagio y los valores presentados atraen de verdad al espíritu humano .

 

Para lograr esto, el principal medio de re-evangelización es la escucha de la Palabra de Dios , que convoca y «unifica la comunidad haciéndola transparencia del Evangelio» . La Palabra de Dios, en efecto, es capaz no sólo de suscitar la fe, sino también de hacerla crecer hasta alcanzar la madurez.

 

El anuncio de la Buena Nueva [...] abre el corazón de las personas al deseo de la santidad, de la configuración con Cristo [...] La predicación del Evangelio tiene también como objetivo la construcción de la Iglesia de Dios .

 

Corresponde a los obispos, con las palabras y con las obras, llevar a los fieles a tomar conciencia de lo que significa ser cristiano hoy, y a concebir a la Iglesia no tanto o no sólo como un instrumento de salvación para sí mismos, sino también como sacramento universal de salvación. Tomar conciencia de ser cristianos, llevará a los fieles de hoy a descubrir la misión que les espera en el siglo XXI y a desear prepararse para responder a esta llamada de Dios . Dice el Santo Padre:

 

Excluidos del prometedor florecimiento del compromiso laical inaugurado en toda la Iglesia por el concilio Vaticano II, [los laicos] esperan que se les ayude a recuperar el tiempo perdido [...] Es preciso comprometerlos cada vez más en la misión profética, sacerdotal y real de toda la Iglesia .

 

Es necesario superar la todavía difundida identificación de la Iglesia con la sola jerarquía o, cuando más, con los religiosos y laicos que participan activamente en las labores intra-eclesiales. La Iglesia, misterio de comunión, es a la vez el Pueblo de Dios, formado por todos los bautizados. Cada uno de ellos es, en su propia condición y estado, corresponsable de la única misión que Dios ha confiado a su Iglesia.

 

Hacer crecer esta mentalidad entre los fieles, es tarea fundamental y urgente de los pastores y de sus colaboradores. Obispos, presbíteros y diáconos llevarán la renovación del Concilio a las Iglesias particulares, en la medida en que consideren a los laicos como hermanos con los cuales compartir la tarea apostólica, y hagan posible que ellos se sientan parte viva de la Iglesia y no sólo receptores de sacramentos y/o de enseñanzas o, en el mejor de los casos, como meros «ayudantes». Como hace algunos años dijo el Papa:

 

Con toda seguridad, estaréis de acuerdo conmigo en que no basta reunir a los fieles para que realicen simplemente un trabajo pastoral [...] reducir su acción a la cooperación con los pastores no agota ni realiza la plenitud de su misión propia y específica. No son meros colaboradores o auxiliares del ministerio ordenado .

 

«La renovación de la Iglesia en América no será posible sin la presencia activa de los laicos. Por eso, en gran parte, recae en ellos la responsabilidad del futuro de la Iglesia» . La eclesiología de comunión ayudará a todos, pastores y laicos, a descubrir el inconmensurable campo de acción que a cada uno le corresponde en la ingente misión de la Nueva Evangelización.

 

7. RENOVACIÓN LITÚRGICA

 

La maduración de las comunidades cristianas como «comunión para la misión» está íntimamente vinculada a la forma en que éstas celebren la liturgia, en especial los sacramentos. La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana toda su fuerza . En consecuencia, una buena celebración litúrgica permitirá a los fieles vivir, celebrativamente, los diversos aspectos de la eclesiología de comunión y hará posible una mejor y más fructífera participación en la vida eclesial.

 

En este sentido, la fiesta litúrgica más que una simple vuelta de los creyentes a Dios, debe ser concebida como actuación de Dios en medio de la comunidad, edificándola. La acción humana deviene así en acción divina y la celebración de los misterios de la fe se transforma en tiempo de gracia .

 

Como dice el Papa en la Pastores gregis:

 

Como he repetido varias veces, algunas recientemente, para remarcar la identidad cristiana en nuestro tiempo hace falta dar renovada centralidad a la celebración de la Eucaristía. Debe sentirse el domingo como «día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana» .

 

Pasar del simple ir a «escuchar» Misa, al verse inmerso en el misterio pascual de Jesucristo, pasar de la concepción estática de recibir la comunión eucarística a la dinámica de la muerte-resurrección del Señor, que se prolonga en la vida diaria de la comunidad cristiana, ayudará al fiel de hoy a descubrirse parte de un «linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1Pe 2,9), lanzándolo a metas aún mayores .

 

Una liturgia renovada permitirá al cristiano de hoy sentirse parte de un Cuerpo vivo y vivificado, compuesto por una diversidad de miembros, cada uno con su función propia, pero todos importantes y necesarios. Le llevará a descubrir que forma parte de un Pueblo que continúa la misión de Jesucristo en esta generación; un Pueblo sacramental, que camina hacia la Tierra Prometida anunciando y haciendo presente a todos los hombres su vocación a la eternidad, pues Cristo ha vencido la muerte .

 

En efecto, para el fiel que ha comprendido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no termina sólo dentro del templo. Como los primeros testigos de la resurrección, los cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar la presencia del Resucitado están llamados a ser evangelizadores y testigos en su vida cotidiana .

 

La Eucaristía vivida como actualización de la Iglesia una y única en un tiempo-espacio concretos, ayudará a los miembros de la comunidad a sentirse parte activa de esta única Iglesia de Cristo; aun más, a sentirse la misma Iglesia de Cristo encarnada en su propio ambiente social.

 

Por eso –dijo el Papa hace algunos años a los obispos del Perú– os exhorto a procurar con diligencia que en vuestras diócesis se celebren con la dignidad requerida los ritos sagrados en los que, por medio de la acción sacerdotal de Jesucristo, los hombres nacen a una vida nueva, los fieles se alimentan con el Pan de la Palabra y de la Eucaristía, obtienen la reconciliación con Dios y reciben la gracia para vivir como cristianos en los diferentes estados de vida .

 

8. VIDA EN COMUNIDAD

 

Renovación teológica y renovación litúrgica, entonces, van juntas y están a la base de las necesidades de la Nueva Evangelización. Pero ¿cómo llevar estas renovaciones a los cristianos de hoy que, como hemos visto, en grandes sectores adolecen de una falta de formación en la fe? ¿Es posible dar una nueva formación a aquellos que el Papa ha calificado como «cuasi-catecúmenos», solamente a través de la Misa dominical? ¿Es posible renovar la Iglesia partiendo de las «masas» de 300 ó 400 fieles, si no son más, que se juntan en algunos de nuestros templos sólo cada domingo?

 

Tal vez sea en este aspecto donde la eclesiología de comunión pueda dar uno de sus mayores aportes, mediante la valorización de la vida en pequeñas comunidades al interior de las parroquias como una forma concreta de vivir el cristianismo hoy, a través de la cual se pueda formar con mayor facilidad a los fieles, permitiéndoles vivir más significativamente la comunión.

 

Estas pequeñas comunidades, en comunión con el obispo de la Iglesia particular y, a través de éste, con el Colegio Episcopal y su cabeza visible, el obispo de Roma, estarán por tanto en comunión también con todas las Iglesias por ellos representadas, actuando –de este modo– la Iglesia universal en un lugar y tiempo determinados.

 

Respondiendo a la pregunta: «¿Por qué caminos se renueva hoy la Iglesia?», el teólogo español Mons. Ricardo Blázquez, pone como primera prioridad la vida en comunidad:

 

¡Hay tantos cristianos, tantos, que han renovado su vida participando en algún grupo! Al no encontrar en la sociedad un apoyo que les pueda ayudar en la maduración de su fe, estas personas redescubren el carácter de comunión de la Iglesia [...] Hay, por tanto, tantos grupos que están colaborando profundamente en la renovación de la Iglesia .

 

Esto no significa, como también lo aclara Blázquez, que para ser cristiano hoy uno deba pertenecer necesariamente a uno de estos grupos, movimientos o pequeñas comunidades, sino que: «Los grupos de que hablamos tienen la finalidad de ayudar a la renovación y a la evangelización, a la vida cristiana y a la oración, de infundir aliento y estímulo, de ser puntos de referencia de muchos cristianos. Son catalizadores en medio de grupos más amplios» .

 

Las pequeñas comunidades no son nuevas en la vida de la Iglesia. Podemos decir que son tan antiguas como la Iglesia misma, que en sus orígenes estaba compuesta por pequeños grupos de fieles que se reunían en las casas para escuchar las enseñanzas de los apóstoles, participar en la oración y la Eucaristía, poniendo en común también los bienes materiales (Hch 2,42-48; 4,32-35).

 

Los movimientos eclesiales, en cambio, nacen algunos siglos después, cuando la Iglesia comienza a crecer y, con la masificación, se va perdiendo por parte de algunos la radicalidad evangélica. Desde entonces, cada vez que la Iglesia ha pasado por tiempos de crisis, Dios ha suscitado hombres o mujeres deseosos de vivir el Evangelio en su pureza, quienes han reunido alrededor suyo otras personas que los han seguido en este afán .

 

Más recientes son los grupos parroquiales, aunque también nacidos mucho antes del Concilio . En nuestros días, no obstante, se vienen desarrollando con gran rapidez, introduciendo mayor vitalidad en las parroquias.

 

Nos encontramos así en una nueva época asociativa, presente bajo múltiples formas exteriores pero con «una amplia y profunda convergencia en la finalidad que las anima: la de participar responsablemente en la misión que tiene la Iglesia de llevar a todos el Evangelio de Cristo como manantial de esperanza para el hombre y de renovación para la sociedad» .

 

En este contexto, la Cátedra de Pedro ha promovido la participación responsable de todos los miembros del Pueblo de Dios en la misión de llevar el Evangelio como manantial de esperanza para el hombre y de renovación para la sociedad. «La necesidad de que todos los fieles compartan tal responsabilidad no es sólo cuestión de eficacia apostólica, sino de un deber-derecho basado en la dignidad bautismal» . Al mismo tiempo, sin embargo, es una urgencia en el mundo actual:

 

¡Cuánta necesidad existe hoy de personalidades cristianas maduras, conscientes de su identidad bautismal, de su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo! ¡Cuánta necesidad de comunidades cristianas vivas! Y aquí entran los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales: son la respuesta, suscitada por el Espíritu Santo, a este dramático desafío del fin del milenio. Vosotros sois esta respuesta providencial .

 

La teología del laicado, desarrollada de modo magistral por Juan Pablo II, y el decidido apoyo que desde los primeros años de su pontificado ha dado a los nuevos movimientos eclesiales y a las pequeñas comunidades que han surgido en torno al Concilio Vaticano II, han hecho posible que el fenómeno asociativo postconciliar llegue a ser un signo de la primavera de la Iglesia a los inicios del tercer milenio. Sólo a la luz de la eclesiología del Vaticano II y del magisterio pontificio de las últimas décadas, se puede explicar y comprender el alcance teológico de estas nuevas formas de vida asociativa. 

 

Profundamente arraigados en la Iglesia como misterio de comunión, los movimientos y nuevas comunidades reconocidos oficialmente por la autoridad eclesiástica, son «formas de autorrealización y reflejos de la única Iglesia» . Compuestas por clérigos, religiosos y, sobre todo, por laicos, estas nuevas realidades eclesiales ayudan a sus miembros a vivir en plenitud la experiencia cristiana y suscitan en ellos un profundo celo por la evangelización. 

 

En consecuencia, los movimientos y pequeñas comunidades «no pueden ser objeto de visiones reductivas que hagan de ellos la mera expresión de experiencias espirituales específicas» . Sería un error sostener que son espiritualidades particulares al interior de la Iglesia o calificarlos como una fragmentación de la misma Iglesia. Son mucho más, como lo indica el adjetivo «eclesial» que se usa para distinguirlos. «Lo que un movimiento lleva consigo y comunica es la vida misma de la Iglesia, no sólo una parte de ella, en cierto modo reducida o "especializada"» . En palabras del Papa: 

 

Vuestra misma existencia es un himno a la unidad en la pluralidad querida por el Espíritu, y da testimonio de ella. Efectivamente, en el misterio de comunión del cuerpo de Cristo, la unidad no es jamás simple homogeneidad, negación de la diversidad, del mismo modo que la pluralidad no debe convertirse nunca en particularismo o dispersión. Por esa razón, cada una de vuestras realidades merece ser valorada por la contribución peculiar que brinda a la vida de la Iglesia .

 

Los movimientos y pequeñas comunidades, que en nuestros días nos permiten afrontar con esperanza los retos de una sociedad hedonista y secularizada, son la manifestación más clara de que el aspecto institucional y el carismático son coesenciales en la Iglesia. En su constitución divina, la Iglesia es, al mismo tiempo, carismática e institucional. El elemento que no permite identificar la institución con la esencia de la Iglesia es, justamente, el carisma. El Espíritu Santo obra a través de la institución y del carisma y, de esta manera, ambas dimensiones contribuyen a hacer presente el misterio de Cristo y su obra salvífica en el mundo .

 

 

Desde esta perspectiva se comprende la importancia de la invitación que el Papa hizo el día de Pentecostés del año dedicado al Espíritu Santo en preparación al Gran Jubileo del 2000:

 

Hoy, a todos vosotros, reunidos en la Plaza de San Pedro, y a todos los cristianos quiero gritar: ¡Abríos con docilidad a los dones del Espíritu! ¡Acoged con gratitud y obediencia los carismas que el Espíritu concede sin cesar! No olvidéis que cada carisma es otorgado para el bien común, es decir, en beneficio de toda la Iglesia .

 

Pese a todo lo dicho, no han faltado problemas para la incorporación de los movimientos y pequeñas comunidades en el seno de no pocas parroquias e Iglesias locales. En ocasiones se ha debido a la inadecuada preparación de los mismos miembros de la Iglesia –participantes o no en estas realidades eclesiales– para aceptar la novedad del Espíritu Santo como un don para toda la Iglesia. En estas circunstancias, con paciencia ejemplar, el Vicario de Cristo no ha cesado de fomentar la comunión al interior de la Iglesia, para que cada uno tome conciencia de su propia tarea y respete la de los otros.

 

En este sentido, nuestro Papa ha invitado a pastores y fieles a no cerrarse ante los problemas que se les puedan presentar sino que, teniendo como fondo la «comunión», busquen las soluciones adecuadas para garantizar el desarrollo eclesial.

 

Agentes importantes para la convergencia y para la edificación de la comunidad eclesial son los obispos y sus estrechos colaboradores, los presbíteros. A ellos corresponde tomar las iniciativas necesarias para que los diversos carismas puedan desembocar en la misión, formándose así la Iglesia Comunión, signo de amor y unidad en el respeto y la colaboración mutua .

 

Como lo recordó el Papa en su Carta a los Sacerdotes con motivo del Jueves Santo del año 1995, el sacerdocio ministerial es expresión de servicio . Y, pocos meses después, haciendo referencia a esa Carta el mismo Santo Padre decía:

 

Es deber urgente de la Iglesia, en su renovación diaria a la luz de la Palabra de Dios, evidenciar esto cada vez más, tanto en el desarrollo del espíritu de comunión y en la atenta promoción de todos los medios típicamente eclesiales de participación, como a través del respeto y valoración de los innumerables carismas personales y comunitarios que el Espíritu de Dios suscita para la edificación de la comunidad cristiana y el servicio a los hombres .

 

Dios ha querido que los hombres formen una gran familia  y el paradigma ejemplar de cualquier intento comunitario lo podemos encontrar en la experiencia sociológica de una comunidad cristiana. El hombre de hoy, que pasa la mayor parte de su tiempo en una sociedad masificada, en la que tantas veces es poco más que un número en una computadora o una pequeña pieza en una grande fábrica, necesita ser ayudado a sentirse persona, a sentirse amado, no sólo por Dios sino, debido a su carácter social, también por personas concretas en quienes lo pueda constatar empíricamente cada día. En otras palabras, el ser humano necesita verificar la comunión, necesita vivirla. 

 

Por otra parte, la vida en comunidad puede ser, para tantos cristianos, una preciosa ayuda para llevar una vida coherente con el Evangelio, y mantenerse así a salvo de las tentaciones de un mundo secularizado que continuamente acecha al hombre con la idolatría del poder y del hedonismo .

 

Por estas razones se puede comprender la importancia que la Iglesia da a la participación en las diversas formas de vida comunitaria, no sólo para los laicos sino también para los clérigos. Así, la Pastores dabo vobis indica que los seminaristas «que han recibido su formación de base en ellas y las tienen como punto de referencia para su experiencia de Iglesia, no deben sentirse invitados a apartarse de su pasado y cortar las relaciones con el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional» sino que «también para ellos ese ambiente de origen continúa siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo hacia el sacerdocio» .

 

Y refiriéndose a los sacerdotes que participan en un movimiento, ha dicho el Papa:

 

El sacerdote debe, por eso, encontrar en el movimiento la luz y el calor que le haga capaz de ser fiel a su obispo, que le disponga a cumplir generosamente los deberes que señala la Institución y que le dé sensibilidad hacia la disciplina eclesiástica, de manera que sea más fecunda la vibración de su fe y la satisfacción de su fidelidad .

 

Finalmente, como en repetidas ocasiones lo ha señalado el Magisterio, más allá de los motivos mencionados, la razón profunda que justifica la vida asociada de los fieles –sea en pequeñas comunidades, movimientos y/o asociaciones eclesiales– es de orden teológico: hacer visible la Iglesia, signo de comunión y de unidad .

 

Los signos de la fe: el amor y la unidad, se ven con mayor facilidad en pequeños grupos de personas, compuestos por hombres y mujeres, adultos y jóvenes, ricos y pobres, que viven juntos la fe, amándose como Cristo los ha amado :

 

En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros""como yo os he amado" (Jn 13,34-35).

 

9. COMUNIÓN Y MISIÓN

 

Una Iglesia así constituida, que arroje los signos de la fe, será capaz de atraer con mayor facilidad a  quienes nunca han pertenecido a ella e, incluso, a aquellos que, engañados por los ídolos del mundo, la han abandonado. Del mismo modo, facilitará el diálogo con los miembros de las Iglesias particulares y de otras comunidades cristianas que no están en plena comunión con la Iglesia católica, así como el diálogo con las otras religiones y con los nuevos areópagos.

 

La comunión es un signo eficaz de evangelización: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21). En esta comunión, vertical y horizontal, está el fundamento de la fecundidad de la misión . La comunión es, de por sí, misionera, pues mediante ella la Iglesia se presenta y actúa como sacramento visible de unidad salvífica , es decir, «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» .

 

Los resultados de la Nueva Evangelización dependen, en gran medida, del nuevo ardor de la caridad y de la comunión. En este sentido, como el año 1992 nos lo recordaron los obispos de América Latina reunidos en Santo Domingo, la Nueva Evangelización de nuestro Continente requiere la conversión permanente de la Iglesia a las enseñanzas del Concilio. 

 

Este desafío atañe a todos: en la conciencia y en la praxis, personal y comunitaria, en las relaciones entre los fieles y con los pastores, en las estructuras eclesiales y en el quehacer ecuménico, a fin de que se haga presente, cada vez con mayor claridad, la Iglesia como principio de unidad y amor . Porque «el amor es y sigue siendo la fuerza de la misión, y es también el único criterio según el cual todo debe hacerse y no hacerse, cambiarse y no cambiarse» .

 

Esta fuerza evangelizadora de la comunión eclesial tiende, por su misma naturaleza, a la construcción de toda la humanidad según la comunión de Dios Amor .

 

Desde esta perspectiva se puede entender las exhortaciones de Pablo a las comunidades de Filipos y de Efeso: «siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos [...] buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo" (Flp 2,2-5); «poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu» (Ef 4,3-4).

 

Ahora bien, ¿cuál es el camino para esta comunión intra-eclesial? En primer lugar, la unidad en la pluralidad, como hemos visto que lo presenta la eclesiología de comunión. Por ello, sin pretender que la Iglesia sea una democracia, ni querer renunciar al principio de constitución jerárquica instaurado por su Divino Fundador, y dejando siempre la última palabra a la obediencia, gracias a la cual hemos sido redimidos y por la cual existe la Iglesia:

 

En las inevitables situaciones de conflicto ocasional que puedan surgir, la actitud, tanto de los que presiden en la caridad, como de todos sus miembros, no ha de ser aplastar al que discrepa [...] ni conseguir la paz a costa de las personas [...] ni primar el modelo jefe-subalternos. Sino que la única alternativa evangélicamente válida, según Jesús, es el amor al hermano y el servicio liberador y desinteresado .

 

Para ello se requiere promover, en el seno mismo de la Iglesia, la mutua estima, el respeto y la concordia, reconociendo las legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad cada vez mayor, el diálogo entre todos los miembros del pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles, pues, como nos lo recuerda la Gaudium et Spes: «Los lazos de unión de los fieles son muchos más fuertes que los motivos de división entre ellos. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo» .

 

Este diálogo, movido por la caridad, debe comprender también a aquellas Iglesias particulares y comunidades cristianas que aún no están en plena comunión con la Iglesia católica. Porque, como nos lo ha recordado Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint, la unidad de los cristianos es, en primer lugar, para la gloria del Padre . Por ella pidió Jesús al entrar voluntariamente en su pasión: por sus discípulos y todos los que creerían en Él, para que todos sean una cosa sola, una comunión viviente .

 

La comunión de los cristianos es la manifestación de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión trinitaria, de su vida eterna. La oración de Jesús, por la unidad de los cristianos, es la oración dirigida al Padre para que se cumpla su diseño eterno de salvación. 

 

Las divisiones entre los cristianos están en abierta contradicción con la Verdad que se empeñan en difundir y, por ello, hieren gravemente su misión. Los resultados de la evangelización están íntimamente ligados al testimonio de la unidad de la Iglesia . El ecumenismo, por tanto, no es sólo una cuestión interna de las comunidades cristianas, sino que está relacionado al amor que Dios ha donado, en Jesús, a toda la humanidad. Obstaculizar este amor es una ofensa a El y a su diseño de reunir a todos en Cristo .

 

Conscientes de esta voluntad de Dios, los cristianos podrán encontrar en la eclesiología de comunión, como de hecho ya lo están haciendo, importantes elementos que favorezcan sus esfuerzos por la unidad. Desde la formulación del principio de la hierarchia veritatum, así como desde las grandes iniciativas de oración común y trabajo coordinado permanente, incluidos los aspectos de orden temporal, el acercamiento hacia la unidad ha dado grandes pasos. Quedan, no obstante, muchos por darse, de los cuales dependen, en gran medida, los frutos de la Nueva Evangelización.

 

Finalmente, la Iglesia Comunión no sólo abraza en su seno a todos los creyentes, sino que prolonga su comunión, con Dios y con los hermanos, hasta abrazar a la humanidad entera. Lo hace, en primer lugar, testimoniando, de palabra y de obra, la buena nueva de Jesucristo, que no vino al mundo a ser servido sino a servir y dar su vida por el rescate de todos (Mc 10,45). También, imprimiendo en la sociedad el espíritu evangélico, mediante la liturgia y el servicio gratuito a los pobres y necesitados, así como haciendo presentes los valores del hombre y defendiéndolos donde haga falta.

 

En este sentido, la misión de los laicos, revalorizada en la eclesiología de comunión, desempeña una función muy importante, pues son ellos quienes, en primer lugar, «están llamados a actuar en las realidades temporales y en el campo de sus capacidades para la construcción de una sociedad impregnada de los valores evangélicos» . Corresponde a ellos llevar el mensaje del Evangelio a todos los ambientes de la sociedad, incluso el político.

 

Para ello se requieren fieles debidamente formados, que sean capaces de mantener un diálogo con el mundo y la cultura de hoy. A la vez, cristianos con fe adulta y probada, pues la Iglesia sabe que, en su peregrinar terreno, ha sufrido y continuará sufriendo oposiciones y persecuciones . Es en estas ocasiones cuando está llamada a brindar el más sublime y gratuito servicio que pueda dar a la humanidad: vencer el mal con el bien, testimoniando así la verdad crucial del Evangelio, realizada en Jesucristo: el amor al enemigo (Mt 5,44; Lc 29,34).

 

Buscando al hombre a través del Hijo, Dios quiere inducirlo a abandonar los caminos del mal, en los que tiende a adentrarse cada vez más [...] Derrotar el mal: esto es la Redención. Ella se realiza en el sacrificio de Cristo, gracias al cual el hombre rescata la deuda del pecado y es reconciliado con Dios .

 

Derrotar el mal, no con la fuerza física o el poder político, sino con el bien, con la fuerza del perdón, asumiendo las consecuencias de los pecados ajenos, como Jesús en la Cruz, cargando con el mal de los demás. Esta es la misión del Siervo de Dios anunciada por Isaías, cumplida en Jesucristo y que se prolonga en la Iglesia; «eran nuestras dolencias las que él llevaba [...] con sus cardenales hemos sido curados [...] Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado [...] indefenso se entregó a la muerte» (Is 53,4-12). 

 

A esta misión se refiere Jesucristo cuando dice a sus discípulos que ellos son la sal de la tierra, la luz del mundo, la levadura que fermenta la masa (Mt 6,13-16). Las tres figuras usadas por Cristo (sal, luz y levadura) realizan su servicio deshaciéndose, consumiéndose, desapareciendo; es decir, a costa de su propia vida . «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). 

 

Sobre esta misión, de dar la propia vida, san Pablo dirá: «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24); y el martirio de Esteban será la primera muestra: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7,60).

 

10. ALGUNAS PREGUNTAS FINALES

 

De todo lo dicho, podemos afirmar que una comunidad es cristiana en la medida en que está en comunión con Dios, con los hermanos –incluida la comunión jerárquica, en sus distintos aspectos y grados– y con el mundo, hasta el amor al enemigo. Así hace presente y edifica el Reino de Dios. La Iglesia es comunidad convocada por la Palabra; comunidad de fe, de vida y de amor; comunidad litúrgica, sobre todo eucarística, y de oración; comunidad en diálogo; comunidad evangelizadora y misionera hasta el extremo.

 

Evidentemente, esta tarea excede la mera capacidad humana. Por ello hemos empezado presentando a la Trinidad como fuente de la Iglesia-Comunión. Edificar la comunidad es tarea fundamentalmente de Dios, del Espíritu Santo, pero requiere –así lo ha querido Él– la participación del hombre. Por su parte, Jesús ha prometido: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

 

Siendo pues segura la gracia de Dios, es necesario revisar constantemente la respuesta que le damos como Iglesia. Permítasenos, entonces, terminar transcribiendo algunas preguntas formuladas por Juan Pablo II cuando nos preparábamos para el Gran Jubileo del Año 2000:

 

¿En qué medida la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei Verbum? ¿Se vive la liturgia como "fuente y culmen" de la vida eclesial, según las enseñanzas de la Sacrosanctum Concilium? ¿Se consolida, en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares, la eclesiología de comunión de la Lumen Gentium, dando espacio a los carismas, los ministerios, las varias formas de participación del Pueblo de Dios, aunque sin admitir un democratismo y un sociologismo que no reflejan la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II? Un interrogante fundamental debe también plantearse sobre el estilo de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Las directrices  conciliares –presentes en la Gaudium et spes y en otros documentos– de un diálogo respetuoso y cordial, acompañado sin embargo por un atento discernimiento y por el valiente testimonio de la verdad, siguen siendo válidas y nos llaman a un compromiso ulterior .

 

Nos encontramos ya en el tercer milenio de la era cristiana. Guiada por Juan Pablo II, la Iglesia universal ha cruzado el «umbral de la esperanza» con la certeza de que se encamina a una «nueva primavera del cristianismo» . Es muy importante, por tanto, que la Iglesia se presente, lo más posible, «unida y misionera»; ligada por la caridad en torno al único Señor y, al mismo tiempo, proyectada por el Espíritu Santo a la evangelización del mundo y la salvación universal .

 

María, la humilde de Nazaret, se presenta –una vez más– como modelo de la Iglesia-Comunión y de la Nueva Evangelización. Ella, que creyó al anuncio del ángel, pudo proclamar las grandezas del Señor y –desde su propia experiencia de vida– enseñar a los demás a «hacer lo que Él os diga», intercediendo ante Jesucristo en favor de aquellos a quienes se les había acabado el vino –signo del Espíritu Santo y de la alegría de la Tierra Prometida–, y acompañando a su Hijo en el momento culminante de la Cruz.

 

Bajo su protección, la única Iglesia de Cristo continúa su camino hacia la meta final: la comunión plena, perfecta y eterna con la Trinidad.